Al otro lado del salón, lady Shinyoung se
acercó a su marido. Estaba tan nerviosa que casi temblaba, pero no titubeó. Con
la ayuda de su querido Oscar había tomado la decisión de confesarse ante Shindong.
O al menos de contarle todo aquello que él no hubiera adivinado ya.
Era hora de que la farsa de su matrimonio
terminara. En realidad, ella nunca había querido casarse con él; de hecho, la
sola idea le causaba horror y en un principio se había negado en redondo. Al
fin y al cabo, era un hombre fornido como un toro, severo, temperamental, con
una repulsiva inclinación a los placeres de la carne... en fin, un hombre
aterrador.
Shinyoung sabía muy
bien que no estaban hechos el uno para el otro. Pero su padre la había obligado
a casarse porque deseaba emparentarse con los Kim, aunque no había vivido lo
suficiente para disfrutar de la relación.
Los dieciocho años de matrimonio habían
sido tan insoportables como Shinyoung había sospechado. Cada vez que Shindong se le acercaba la embargaba
una terrible aprensión. Jamás la había sometido a ninguna clase de violencia
física, pero el solo hecho de saber que era un hombre violento, propenso a los
exabruptos, bastaba para mantenerla en vilo. Y Shindong siempre estaba
protestando por algo que no le gustaba, ya se tratara de la actitud de alguno
de sus hermanos, de algún asunto político o sencillamente del clima. No era
sorprendente que Shinyoung buscara constantemente excusas para evitarlo.
Su principal excusa había sido la salud, lo
que había inducido a Shindong a pensar que era una mujer enfermiza. De hecho,
toda la familia Kim lo creía así. Pero la verdad era que gozaba de una
excelente salud. Uno podría incluso decir que era tan fuerte como un toro.
Aunque nunca había permitido que Shindong se enterara.
Pero estaba cansada de ocultar la verdad.
Harta de estar casada con un hombre a quien no podía soportar, sobre todo ahora
que había hallado a uno que le gustaba.
—¿Shindong?
Él no se había percatado de su llegada y
estaba conversando con su hijo Kangin. Los dos se volvieron y la saludaron con una sonrisa. La de Kangin era
sincera, pero no le cabía duda de que la de Shindong no. De hecho, a Shinyoung no
le cabía duda de que él deseaba su compañía tanto como ella la de él. Se
alegraría por lo que iba a decirle. Y no
pensaba retrasar la cuestión con un preámbulo intrascendente.
—¿Puedo hablar un
momento contigo, Shindong? En privado.
—Claro, Shinyoung. ¿Te parece bien que
vayamos al estudio de Zhoumi?
Ella asintió con la cabeza y cruzó la
estancia a su lado. Su nerviosismo creció. En realidad, no debería haber
aceptado esa sugerencia. Tendría que haber hecho un aparte allí mismo y
discutido el asunto en murmullos. Nadie se habría enterado de nada, y la
presencia de los demás le habría servido de protección contra la cólera de Shindong.
Pero ya era demasiado tarde. En ese preciso
momento él cerraba la puerta del estudio de su hermano. Lo mejor que podía
hacer Shinyoung era caminar hasta el otro extremo de la habitación para poner
uno de los grandes sillones de la estancia entre los dos. Sin embargo, cuando
lo miró, la expresión burlona de Shindong hizo que las palabras se le
atragantaran. Y aunque sabía que él debería alegrarse por lo que tenía que
decir, las reacciones de Kim Shindong eran siempre impredecibles.
Tuvo que respirar hondo para recuperar el
habla.
—Quiero el divorcio.
—¿Qué?
Ella tensó los músculos.
—Me has oído muy bien, Shindong. No
pretendas que me repita sólo porque he conseguido sorprenderte, aunque sabe
Dios que no deberías estar sorprendido. No es como si alguna vez hubiéramos
tenido un matrimonio normal.
—Lo que tengamos, señora mía, no viene al
caso. Y lo que experimento no es sorpresa, sino total y absoluta incredulidad
ante el hecho de que te atrevas siquiera a insinuar algo así.
Por lo menos no gritaba... todavía. Y su
cara estaba apenas sonrojada.
—No era una insinuación —dijo ella mientras
se preparaba para el estallido— sino una exigencia.
Lo había cogido con la guardia bajada por
segunda vez. Por un instante, Shindong se limitó a mirarla con incredulidad.
Luego frunció el entrecejo en esa mueca inclemente que solía retorcerle las
tripas a Shinyoung. Y esta vez no fue una excepción
—Sabes tan bien como yo que no podemos
divorciarnos, Shinyoung. Procedes de una buena familia y te consta que en
nuestro círculo el divorcio es algo inconcebible...
_No lo es —contestó ella—; sólo
escandaloso. Y no sería el primer
escándalo en tu familia. Tus hermanos han provocado uno tras otro en el transcurso
de los años desde que se marcharon a Londres. Tú mismo diste mucho que hablar
cuando anunciaste que tu hijo ilegítimo se convertiría en tu heredero.
La cara de Shindong ya estaba más roja. No
sabía encajar las críticas a su familia; nunca lo había hecho. Y, sin duda,
decir que los Kim habían provocado muchos escándalos podía considerarse como
una crítica.
—No habrá ningún divorcio. Shinyoung.
Puedes continuar escondiéndote de mí en Bath, si eso quieres, pero seguirás siendo mi esposa.
Esa
reacción, tan típica de él, enfureció a Shinyoung.
—Eres el hombre más desconsiderado que he
tenido la desgracia de conocer, Kim Shindong. ¡Quiero rehacer mi vida! Pero a
ti no te importa, ¿verdad? Tienes una amante viviendo bajo tu mismo techo, una
mujer de clase baja con quien nunca
podrías casarte, aunque estuvieras libre para hacerlo, sin provocar un
escándalo aún mayor que un divorcio. Por eso no quieres que las cosas cambien... ¿Por qué pones esa cara?
¿Crees que no estoy al tanto de lo de Nari?
—¿Esperabas que me mantuviera célibe
cuando tú jamás has querido compartir mi cama?
La cara de Shinyoung ardía, pero no estaba
dispuesta a permitir que Shindong descargara toda la responsabilidad de su
desastroso matrimonio sobre sus hombros.
—No necesitas excusarte, Shindong. Nari era
tu amante antes de que te casaras conmigo, y cuando nos casamos tenías toda la
intención de mantenerla como amante, que es exactamente lo que has hecho. Y no
pienses mal, pues eso nunca me importó. Todo lo contrario. Por mí, podía
quedarse contigo.
—Eres muy generosa, querida.
—Tampoco es necesario que te pongas
sarcástico. No te quiero y nunca te he querido. Y tú lo sabes bien.
—Eso nunca fue un requisito ni una
expectativa en nuestro trato.
—No, claro que no —convino ella—. Para ti
nuestro matrimonio nunca fue más que un trato. Pues bien, yo quiero romperlo.
Me he enamorado de un hombre y deseo casarme con él. Y no me preguntes quién
es. Debería bastarte con saber que no se parece en nada a tí.
Había conseguido sorprenderlo otra vez.
Hubiera preferido dejar a Oscar fuera del asunto, pero su mención le
confirmaría a Shindong que hablaba muy en serio.
Sin embargo, él aún no parecía dispuesto a
mostrarse razonable. Claro que un hombre intransigente y obstinado como él
nunca se mostraba razonable. Todavía le quedaba otra baza por jugar. En el
fondo, había deseado no tener que usarla. Al fin y al cabo, el soborno era una
táctica muy desagradable. Pero tendría que haber adivinado que no convencería a
Shindong por las buenas.
Y tan grande era su deseo de terminar con su
matrimonio que estaba decidida a recurrir a cualquier medio incluido el
soborno.
—Acabo de darte una excelente razón para
divorciarte de mí, Shindong —señaló con serenidad.
—Creo que no me has escuchado...
—¡No! Eres tú quien no me escucha a mí. No
pretendía caer en una bajeza semejante, pero tú me obligas. Concédeme el
divorcio o... Kangin se enterará de que su madre no está muerta. Sabrá que está
viva y que ha estado en SM todos estos años... y en tu cama. Si te niegas a ser
razonable, todo el mundo conocerá por fin tu gran secreto, Shindong. Así pues,
¿qué escándalo prefieres?
La casa de Londres
era muy bonita, pero Leeteuk no dio por sentado que sería su nuevo hogar.
Estaba cansado de dar las cosas por sentadas. Incluso si era cierto que viviría
allí, el hecho de que la casa fuera agradable y estuviera amueblada con buen
gusto no lo tranquilizaba. No creía que nada pudiera tranquilizarle después de
los espantosos cinco días que acababa de pasar.
El cochero de Kangin había llegado a la
cabaña a primera hora de la mañana, cuando él se disponía a emprender su
caminata diaria hasta el pueblo. Leeteuk supuso que le traía un mensaje de Kangin, pero
no, el hombre le había dicho que estaba allí para llevarlo a Londres. No le
había dado ninguna explicación de por qué lo había dejado librado a su suerte
durante cinco interminables días. De hecho, el cochero no tenía ninguna otra
información para él. Sólo le habían dado instrucciones de recogerlo y llevarlo
a Londres.
Leeteuk se había apresurado a empacar todo,
incluidos los pocos artículos esenciales que se había visto obligado a comprar,
por si volvían a llevarlo a un sitio tan espartano como la cabaña. Pero le había
pedido al cochero que antes lo llevara a Bridgewater para entregar el último libro
que había transcrito y que, por fortuna, había terminado la noche anterior.
Por lo menos no estaba sin un céntimo.
Incluso había pagado por su propia comida al mediodía, cuando el cochero se
había detenido en una posada, y comprado algo más de comida para llevar consigo
por si acaso. Después del miedo que había pasado al encontrarse solo el primer
día en la cabaña, tardaría un tiempo en dejar de preocuparse por su sustento.
Kim Kangin le debía muchas explicaciones, y
Leeteuk esperaba ser capaz de mantener la calma el tiempo suficiente para oír
lo que tenía que decir. Pero durante todo el viaje a Londres había estado
hirviendo de rabia contenida, y cuando llegó a su destino, a última hora de la
tarde, estaba tan tenso que le dolía todo el cuerpo. Eso, sumado al resfriado,
a la fiebre y al hecho de que en la casa no hubiera nadie para recibirle, no
hizo más que aumentar su irritación.
Le quedaba una hora de luz natural para
explorar la casa. El cochero sólo había permanecido allí lo suficiente para
encender el fuego. Y había múltiples lámparas y velas para alumbrarse por la
noche.
No era una casa grande para los cánones de
la nobleza, pero las siete habitaciones eran agradables, cómodas y amplias, y
la casa estaba situada en un barrio elegante, con un pequeño parque en el
centro. Había una pequeña cocina independiente con una habitación contigua para
uno o dos criados —contenía dos camas estrechas—, un comedor con una mesa lo
bastante grande para seis personas, un salón, un pequeño estudio y dos
dormitorios en la planta alta.
El hecho de que estuviera completamente
amueblada, incluso con una estantería llena de libros en el estudio, pinturas
exquisitamente enmarcadas en las paredes, adornos sobre las mesas y la cocina
bien surtida de alimentos no perecederos, le indujo a creer que era la vivienda
habitual de alguien. Muchos caballeros alquilaban sus casas de la ciudad mientras
pasaban una temporada en el continente o en sus fincas del interior. Pero ya
estaba dando cosas por supuestas, y se había prometido no volver a hacerlo.
Junto al dormitorio más grande, que Leeteuk
decidió sería el suyo si había de permanecer allí, había un cuarto de baño
completo y moderno. Cuando terminó de inspeccionar la casa tomó un baño. La
incómoda tina de la cabaña —con poca agua caliente, puesto que tenía que
calentarla y cargarla hasta allí— no había sido en absoluto satisfactoria. Esta
bañera sí era cómoda, aunque Leeteuk no se demoró, pues no sabía cuándo podía
aparecer Kangin.
En la cocina no había comida fresca, de
modo que comió lo que había traído de la posada. Podría haberse preparado algo
con los alimentos no perecederos, pero no tenía ganas de cocinar. La fiebre le
había subido varios grados, como ocurría cada noche. Esperaba poder curarse el
resfriado ahora que estaba en Londres. Las largas caminatas diarias hasta
Bridgewater en el aire helado, y una vez bajo la lluvia, no le habían permitido
reponerse.
La fiebre junto con la comida abundante, el
baño caliente y el fuego acogedor conspiraron todos para que se quedara dormido
en el sofá de la sala. Pero despertó al oír la llave en la puerta principal y
tuvo tiempo suficiente para sentarse antes de que Kangin apareciera en el
umbral, aunque no para parecer despierto.
Tenía los ojos entornados, le goteaba la
nariz, como de costumbre, y estaba a punto de sonarse con el pañuelo que
llevaba siempre consigo cuando lo vio. Caramba. Casi había olvidado lo guapo
que era, sobre todo vestido con ropa formal, como en esa ocasión. A juzgar por
su elegancia, la fiesta de la que venía, o a la que se dirigía, debía de ser
muy especial.
—Hola, querido Leeteuk —dijo con una
sonrisa afectuosa—. Aún es temprano para dormir. ¿Acaso te ha agotado el viaje?
Leetuk asintió y de inmediato negó con la
cabeza. Demonios, aquél no era el mejor momento para tener la mente nublada por el sueño.
—Habría venido antes —prosiguió él mientras
se acercaba—. Pero la boda a la que acabo de asistir congregó a toda mi
familia, y es muy difícil escapar de
ellos. ¿Qué te ha pasado en la nariz?
Leeteuk parpadeó. Se llevó la mano
automáticamente a la nariz y el contacto con la piel despellejada le indicó a
qué se refería Kangin. Estaba tan acostumbrado a no tener espejo en la cabaña que ni siquiera
había recordado mirarse en alguno de los de la casa, aunque podía imaginar los
estragos causados por el uso constante
del pañuelo.
—Estoy constipado —comenzó, pero la sola
mención de su estado aclaró su mente y desató su furia contenida—. Pillé un
resfriado caminando hasta Bridgewater. Sin duda se preguntará por qué iba a
hacer algo así con el tiempo tan frío. Bien, estaba muerto de hambre, y puesto
que en la cabaña no había comida ni tenía esperanzas de que apareciera por obra
y arte de magia, tuve que emplear el
único medio de transporte que tenía, o sea mis pies, para ir a comprarla. Claro
que tampoco tenía dinero, de modo que me vi obligado a buscar un trabajo para
poder comer.
Su sarcasmo sorprendió a Kangin, pero lo
que más le alarmó fueron las últimas palabras: Leeteuk había tenido que buscar
trabajo. Dio por supuesto que para alguien del oficio del joven, trabajar
equivalía a hacer una sola cosa, la que encontraría más sencilla y familiar, es
decir, vender sus favores.
Y sus pensamientos se pusieron de
manifiesto cuando preguntó con sequedad:
—¿Y qué clase de trabajo encontraste?
El hecho de que, después de todo lo que le
había contado, sólo se interesara por ese punto hizo que Leeteuk respondiera
airadamente:
—¡No el que usted piensa! Pero ¿y qué si lo
hubiera sido? ¿Le parecería mejor que me hubiera muerto de hambre?
Era evidente que lo estaba acusando, de modo
que Kangin se puso a la defensiva.
—Que me aspen si sé de qué hablas —gruñó—.
¿Cómo ibas a morirte de hambre si ordené que te enviaran comida para varias
semanas? Y mi cochero se quedó allí a tu disposición, de modo que no
necesitabas ir andando a ningún sitio, a menos que quisieras hacerlo.
Leeteuk lo miró con incredulidad. O sufría
algún tipo de alucinación o mentía. ¿Y qué sabía Leeteuk de él, después de
todo, para creer que no era un mentiroso? Le había parecido agradable. Le había
pareado cortés.
Pero quizá todo
hubiera sido una estratagema para que no sospechara que disfrutaba haciendo que
la gente sufriera privaciones o pasara miedo. Si esto último era verdad, estaba
en una situación más delicada de lo que había supuesto, atado a Kangin por el
contrato de compraventa hasta que él decidiera poner fin a la relación.
La sola idea de que pudiera ser un hombre
cruel le enfureció hasta tal punto que se puso en pie y comenzó a arrojarle
todo lo que tenía al alcance de la mano, mientras gritaba:
—¡Nadie me envió comida! ¡El cochero no
apareció hasta esta mañana! ¡Y si piensa que va a engañarme y confundirme con
sus embustes...!
No continuó porque Kangin no permaneció
inmóvil bajo la lluvia de proyectiles. Esquivó el primero con facilidad y el
segundo pasó por encima de su cabeza mientras se abalanzaba sobre Leeteuk, lo
empujaba al sofá y caía encima de él.
Cuando recuperó el aliento después del
impacto, Leeteuk gritó:
—¡Quítese de encima, torpe!
—Mi querido niño, te aseguro que no he
caído encima de ti por torpeza. La posición en que nos encontramos es
intencionada, te lo aseguro.
—¡Pues quítese de encima de todos modos!
—¿Para que continúes con tu ataque? Pues
no. La violencia no formará parte de nuestra relación. Juraría que ya lo había
dejado claro.
—¿Y cómo llamaría a la forma en que me está
aplastando?
—Pura y simple prudencia. —Hizo una pausa
mientras lo miraba—. Aunque también diría que es una posición muy agradable.
Leeteuk entornó los ojos.
—Si está pensando en besarme, le aconsejo
que no lo haga —advirtió.
—¿No?
—No.
Kangin suspiró.
—De acuerdo —dijo, pero una media sonrisa
asomó a sus labios cuando añadió— Aunque yo no siempre sigo los buenos
consejos.
Era imposible detenerlo en la posición en
que se encontraban, sobre todo porque él le cogió la barbilla para evitar que
girara la cabeza. Sus labios rozaron los de Leeteuk y se apartó, como si se
hubiera quemado. De hecho, fue el calor de la fiebre lo que le hizo apartarse.
—Cielo santo, estás enfermo. Estás ardiendo
de fiebre. ¿Te ha visto un médico?
—¿Cómo quiere que pagara a un médico si las
monedas que gané trancribiendo apenas me alcanzaron para comer?
Con la cara roja de rabia, Kangin se levantó
y exclamó:
—Explícate. ¿Te robaron? ¿Acaso se quemó la
cabaña con todo lo que contenía? ¿Cómo es que no tenías comida, cuando ordené
que te enviaran más que suficiente?
—Eso dice usted, pero como no llegó nada,
yo diría que no es cierto.
Kangin tensó los músculos.
—No me acuses de mentir, Leeteuk. No sé qué
ocurrió con las provisiones que envié a la cabaña, aunque lo averiguaré. Y es
verdad que dejé instrucciones. También dejé el coche y el cochero a tu
disposición.
Parecía sincero. Leeteuk deseó tener la
certeza absoluta de que lo era. Pero se limitó a concederle el beneficio de la
duda hasta que tuviera pruebas de lo contrario.
—Si eso es cierto, le aseguro que no le vi
el pelo al cochero hasta esta misma mañana.
—Tenía que pasar por la cabaña todos los
días para preguntar si lo necesitarías. ¿Quieres decir que no lo hizo nunca?
—¿Cómo quiere que lo sepa, si casi nunca
estaba allí? ¿O no ha oído que cada mañana iba al pueblo a comprar comida?
Finalmente Kangin comprendió por lo que
había tenido que pasar el joven... y solo.
—Dios santo, entonces no me extraña que te
abalanzaras sobre mí. Ay, Leeteuk, lo siento muchísimo. Créeme. Si hubiera
sabido que estabas tan incómodo en la cabaña, habría regresado de inmediato.
Parecía tan mortificado que Leeteuk sintió
deseos de tranquilizarlo. En realidad, a pesar del miedo y la preocupación, la
situación no habría sido tan terrible si no hubiera sido invierno y no hubiera
pillado un resfriado. Y ahora que la ira lo abandonaba, los síntomas del
resfriado se hacían más patentes.
Se reclinó en el sofá. Tras haber
derrochado tanta energía en su rabieta, se sentía débil.
—Creo que me vendría bien un poco de
descanso...
—Y un médico —agregó él mientras lo
levantaba en brazos y se dirigía al dormitorio.
—Puedo andar —protestó —. Y lo único que
necesito es descansar, ahora que no tengo que salir al aire frío.
Kangin dio un respingo, aunque Leeteuk no
lo notó. Comenzaba a marearse al ver que las paredes pasaban a su lado a una
velocidad vertiginosa. ¿Acaso Kangin corría escaleras arriba? No; se estaba
desmayando y muy pronto perdió por completo el sentido.
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