Se detuvieron en Newbury para almorzar en
una modesta posada que Kangin frecuentaba desde que había heredado la propiedad
de Bridgewater. Sabia que el sitio era más limpio que la mayoría y que la comida era excelente. Más
aún, ofrecían un comedor privado a aquellos que no querían codearse con los
parroquianos.
Era un servicio bastante caro como para que
solo pudieran disfrutarlo las clases acomodadas, y puesto que Kangin aún no
conocía las costumbres de Leeteuk, no
quería arriesgarse a descubrir que carecía de buenos modales a la vista de todos los comensales.
Sin embargo, los modales del joven eran
impecables. No tendría que temer que lo avergonzara si por casualidad comían con otros conocidos. Y no
veía razón para mantenerle escondido cuando se mudaran a Londres. A fin de cuentas, en la ciudad había
muchos sitios donde uno podía llevar a
un amante sin correr el riesgo de encontrarse con personas que se sentirían
agraviadas por la presencia de alguien de la clase y la profesión de Leeteuk.
En el coche lo había estudiado durante
largo rato sin que Leeteuk lo
advirtiera. Sentado con recato y decoro y vestido con ropa que, sin ser cara,
era perfectamente adecuada para un joven señor, bien podría haber pasado por el
hijo de un duque.
Su ropa le había
sorprendido. Incluso a esa hora de la mañana, no esperaba verlo con un atuendo
tan insólito para un amante. Si eso era lo mejor que había encontrado en su
maleta, tendría que comprarle algo más apropiado.
También le desconcertaba su forma de
hablar. Su dicción era mejor que la de muchas personas de clase alta que, como
él, tendían a chapucear las frases. Pero Leeteuk a la luz del día era una revelación. Mucho mas bonito que
la noche anterior, cuando parecía tan
rígido y aturdido a causa de los nervios.
Tenía un cutis
impecable, de un suave tono crema que hacía que
su rubor resultara aún más atractivo. Sus cejas finas y arqueadas realzaban unos ojos almendrados que
parecían incluso más grandes gracias a las tupidas pestañas negras que los delineaban.
Esos ojos tan expresivos cuando se
llenaban de inocencia, enfado o simple confusión. Tendría que descubrir cuánto
de lo que veía en ellos era verdad, y cuánto un astuto artificio.
Le encontraba fascinante; de eso no cabía
duda. La noche anterior había tardado siglos en conciliar el sueño sabiendo que
estaba bajo el mismo techo, mientras que Leeteuk había dormido como un ángel.
Eso le había molestado. El joven no había permanecido despierto, esperando su
visita, porque ignoraba que estaba en la casa del hombre que le había comprado.
Había pensado que ese hombre era Minho.
Kangin aún no comprendía su propia reacción
ante el malentendido. Apenas conocía a ese joven. El solo hecho de haberle
comprado no justificaba sus celos... al menos por el momento. ¿Y celos de Minho?
Claro que su primo no había disimulado su
deseo de comprarlo. Y Leeteuk había reconocido que lo encontraba apuesto.
Naturalmente, si hubiera dicho lo contrario jamás lo habría creído. Todos los
jóvenes encontraban a Minho excepcionalmente atractivo. Y desde luego no se
había dejado engañar cuando Leeteuk había asegurado que lo prefería a él. Era
más que evidente que mentía.
Pero no debía preocuparse por esas cosas.
Al fin y al cabo, no tenía el menor deseo de que se enamorara de él y empezara
a fantasear con un hogar e hijos propios. Ningún hombre quería una cosa así de
su amante. Y ahora, después de lo que había pasado en el coche, sabía que lo
deseaba con todo su ser.
La falta de sutileza del chico se había
sumado a su propia pasión para formar una extraña mezcla que había desbordado
su deseo. Todavía no podía creer cuánto le había deseado en el coche y cuánto
tiempo había necesitado para recuperar la compostura.
Lujuria. Debía reconocer que era el
sentimiento más idóneo y conveniente que uno podía abrigar por un amante, de
modo que no estaba disgustado. Puede que Leeteuk hubiera preferido a Minho en
lugar de a él, pero su reacción había sido más que satisfactoria.
Todavía absorto en los mismos
pensamientos, cuando acabaron de comer Kangin
señaló, aunque más para sí que para Leeteuk:
—Estoy tentado de alquilar una habitación
aquí mismo; vaya si lo estoy. Pero tengo la impresión de que la primera vez que
hagamos el amor tardaremos varias horas,
y en tal caso llegaríamos demasiado tarde a Bridgewater... ¿Por qué te
sonrojas?
—No estoy acostumbrado a esta clase de
conversación.
Kangin rió. Su
fingida inocencia le resultaba divertida. Se preguntaba cómo pensaba mantener
la farsa cuando por fin llegara el momento decisivo. Pero lo descubriría esa misma noche, ¿no? Y esa
perspectiva lo hacía muy feliz.
—No te preocupes, querido. Pronto te
acostumbrarás.
—Eso espero —respondió—. De lo
contrario necesitaré aligerarme de ropa.
Estos rubores constantes me dan calor.
Kangin soltó una carcajada.
—Pues yo esperaba ocuparme de ese detalle.
—¿Lo ve? —dijo Leeteuk mientras se
abanicaba con la mano la cara nuevamente encendida—. Estoy pasando tanto calor como si estuviéramos en verano.
—Supongo que cuando llegue el verano será
difícil hacerte ruborizar —respondió Kangin,
aunque sospechaba que nada cambiaría puesto que el joven parecía capaz de sonrojarse a voluntad. Sin embargo,
no tenía intenciones de terminar con una farsa que por el momento le resultaba
divertida—. Ahora será mejor que nos vayamos antes de que cambie de idea y alquile
una habitación.
Lo cierto es que el joven no brincó de la
silla y corrió hacia la puerta, pero estaba claro que luchaba contra su deseo
de hacer exactamente eso. Kangin cabeceó mientras lo seguía hacia la puerta.
Extraño muchacho.
Si hubiera podido
dar crédito a las apariencias, se habría sentido verdaderamente confundido.
Pero había conocido demasiados jóvenes sofisticados para saber que todo formaba
parte del juego de seducción: esos pequeños artificios estaban destinados a
divertir a los hombres, más que a engañarlos o a crear una falsa impresión.
Faltaba quizá una
hora para que se pusiera el sol cuando llegaron a la cabaña para campesinos de
la finca de Kangin. La casa tenía una habitación con una cocina en un extremo,
una mesa en el centro y una pequeña zona en el otro extremo que, a juzgar por
la presencia de un canapé grande y mullido, debía de hacer las veces de sala de
estar, en el fondo había un dormitorio y un minúsculo cuarto de baño con una
tina redonda en lugar de una bañera. Allí
no habían llegado los adelantos de la vida moderna.
Los escasos muebles cubiertos de polvo
atestiguaban que el lugar había estado deshabitado durante mucho tiempo. Había
unas cuantas ollas colgadas de la pared encima del fregadero, una mesa pequeña
con dos sillas y, en la alcoba, una sola cama sin sábanas. Tampoco había armario.
Pero la cabaña estaba en buen estado; la madera
de las paredes no estaba podrida ni había grietas que dejaran pasar el aire. Con una buena limpieza
y unos cuantos artículos básicos
quedaría acogedora.
Tras
echar un vistazo al lugar, Kangin fue a buscar leña a un cobertizo situado
detrás de la casa y encendió el fuego. Cuando terminó, se sacudió el polvo de
las manos y se volvió hacia Leeteuk.
—Tengo que ir a la casa para avisar que
he llegado —dijo—. Preferiría que nadie
supiera quién eres y qué haces aquí, así que cuanto menos te dejes ver, mejor.
Nunca he traído a un joven a este sitio, ¿sabes? Si te vieran, te convertirías
en la comidilla de los criados y la
noticia llegaría pronto a oídos de mi padre, cosa que preferiría evitar.
Pero haré que te traigan sábanas y algunas otras cosas esenciales y regresaré
pronto. ¿No te importa quedarte solo un rato?
—Claro que no —respondió Leeteuk.
Kangin le obsequió con una amplia sonrisa,
aparentemente complacido al ver que no se quejaba de las condiciones del lugar.
—Estupendo. Y quizá podríamos cenar en el
pueblo cuando regrese. Está a apenas un kilómetro y medio de aquí y creo
recordar que hay algunas fondas excelentes. —Mientras hablaba se acercó a Leeteuk,
que estaba sentado a la mesa, y se
inclinó para besarle brevemente en los labios—. No veo la hora de que llegue
esta noche, querido. Y espero que compartas mi impaciencia.
Leeteuk se ruborizó otra vez, pero Kangin ya
no estaba allí para verlo. Cuando la puerta se cerró tras él, el joven suspiró. ¿Esta noche? No. No estaba
impaciente.
Para evitar pensar en ello, decidió adecentar
un poco el lugar. Descubrió un par de
cajas en el cobertizo del fondo: una estaba llena de platos rotos y en la otra
había trapos y un cubo.
Usó los trapos para quitar el polvo de los
exiguos muebles y para limpiar las
ventanas y los armarios vacíos de la cocina. Pero no podía hacer mucho más sin
jabón y sin escoba. De modo que poco después se sentó a esperar la llegada de Kangin
y de las cosas necesarias para convertir la cabaña en un lugar habitable.
Sin embargo, pronto anocheció y el
cansancio de un largo día de trajín le pasó factura. En el coche, Leeteuk se
había sentido más cómodo durante los breves momentos que había permanecido
sentado sobre el regazo de Kangin que durante el tiempo que había estado frente
a él, bajo su atenta mirada que parecía querer leer sus pensamientos. Había
sido una experiencia agotadora. Así que antes de que llegara nadie se durmió en
el canapé, abrigado por la manta y el calor del fuego.
Leeteuk no supo qué pensar a la mañana
siguiente, cuando despertó y encontró la cabaña en el mismo estado que la noche
anterior. Por lo visto, Kangin no había regresado, o si lo había hecho, no se
había molestado en despertarlo. Pero era evidente que no se había quedado, pues
no estaba allí en esos momentos. Como tampoco los enseres que había prometido.
Aquel imprevisto lo mantuvo en ascuas
durante horas, preguntándose por el motivo de aquel cambio de planes. No se le
ocurría nada. Lo único que podía hacer era esperar. La noche anterior Kangin había
dejado claro que no quería que fuera a la casa, así que ni siquiera podía ir a
buscarlo para averiguar qué ocurría.
Por fortuna tenía el cesto que le había
preparado la señora Yoonji y que no había tocado el día anterior. Estaba
hambriento. En el interior encontró un plato con cuatro bollos envueltos en un
paño de cocina, un bote de mermelada y un cuchillo.
Pero sólo consiguieron contentar su
estómago durante unas horas, y Leeteuk deseó haber dormido más en lugar de
despertarse con las primeras luces del alba que se filtraban
a través de las ventanas sin cortinas.
A mediodía estaba demasiado preocupado para
hacer caso de la advertencia de Kangin sobre los posibles rumores que
despertaría su presencia. Ya no le importaba lo que hubiera pensado enviarle;
era la comida lo que más le preocupaba, y también la falta de recursos para conseguirla.
Kangin no le había
dejado dinero ni un medio de transporte. Si no regresaba pronto, tendría serios
problemas. La clase de problemas que lo habían empujado a venderse como amante.
Pero, naturalmente, Kangin regresaría. No
le cabía la menor duda. El problema era cuándo. Por lo visto había olvidado que
no había alimentos en la cabaña. Por la tarde, al ver que el caballero no
volvía, el hambre empujó a Leeteuk a desobedecer sus órdenes. No podía hacer
otra cosa. Tenía que encontrarlo.
Pero en cuanto abrió la puerta encontró su
carta. Estaba metida en la rendija de la puerta y cayó al suelo cuando el joven
se disponía a salir. Desde luego, Leeteuk no sabía de quién era hasta que rasgó
el sobre y la leyó:
Querido Leeteuk:
Nada más entrar en la casa un mensajero
de mi padre se abalanzó sobre mí. Al parecer, requieren mi presencia en SM con
suma urgencia, lo que significa que debería haber estado allí ayer. No quiero
perder un solo minuto, por eso envío esta nota en lugar de acudir en persona.
Ignoro por qué me han enviado a buscar,
pero debería estar de vuelta en un par de días. Si no fuera así, te lo haré
saber. Confío en que te encuentres
cómodo hasta que volvamos a vernos. Hasta entonces... Saludos cordiales,
Kangin.
¿Confiaba en que estaría cómodo durante un par
de días? ¿Cuándo se había marchado con tanta prisa que había olvidado enviarle
las cosas más imprescindibles para adecentar la cabaña? ¿Cuánto tiempo tardaría
en caer en la cuenta de que no había hecho los arreglos necesarios y en tomar
medidas al respecto? Estaba preocupado por la llamada de su padre y sin duda
pensaría más en eso que en Leeteuk. Podrían pasar días...
¡Qué desconsideración! ¡Qué negligencia! Leeteuk
estaba ya tan hambriento que perdió la cabeza y arrojó la carta al fuego, donde le habría gustado
arrojar al propio Kim Kangin.
Tardó casi media hora en localizar la casa,
que era la más grande de la zona. No era simplemente una casa de campo, como
había supuesto Leeteuk, sino una auténtica finca, con cuadras, huertos y un
ejército de criados.
Pidió hablar con el ama de llaves y le
explicó que lord Kim le había alquilado
la cabaña para unas breves vacaciones y que había prometido que estaría
correctamente amueblada y bien provista de alimentos, cosa que no había
resultado así. Un pequeño problema,
fácil de resolver. O al menos eso esperaba. Pero el ama de llaves no se lo puso tan fácil.
—Yo no me ocupo de los arrendatarios de
lord Shin dong... quiero decir lord Kangin, señorito. Bastante tengo ya con atender esta enorme finca,
considerando la poca ayuda con la que cuento. El capataz de lord Kangin se ocupa
de los inquilinos. Lo enviaré a la cabaña en cuanto regrese, al final de la
semana. Estoy segura de que él solucionará sus problemas.
—No me ha entendido —dijo Leeteuk y
procuró explicarse mejor—: Ya he pagado por el uso de la cabaña, y no he traído
más que la ropa imprescindible para mi
estancia aquí porque me aseguraron que en la cabaña habría comida, ropa de cama y todo lo
necesario.
El ama de llaves arrugó el entrecejo.
—Entonces permítame ver su contrato de
arrendamiento. Yo debo responder por todo lo que sale de esta casa, incluida la comida. No puedo darle nada
sin instrucciones expresas del señor, y él no me dio ninguna cuando estuvo aquí anoche.
Naturalmente, no había ningún contrato de
arrendamiento. Y la única prueba que tenía Leeteuk de que conocía siquiera a Kangin
era la carta que había arroja do al fuego.
Razón por la cual, se vio forzada a decir:
—No se preocupe. Pediré crédito en
Bridgewater, si usted me indica cómo llegar allí.
—Desde luego, señorito —dijo el ama de
llaves, nuevamente amable ahora que
sabía que no tendría que sacar nada de su despensa—. Llegará allí por el
camino del este. —Señaló en esa
dirección.
Leeteuk se alejó de la finca sintiéndose
mortificado. Si no hubiera mentido acerca del alquiler de la cabaña, quizá
habría obtenido la ayuda que necesitaba. Pero había querido guardar su relación
con Kangin en secreto, tal como él deseaba, y ésa era su recompensa: un ama de
llaves suspicaz, que ni siquiera le había ofrecido una taza de té con pastas.
Regresó a la cabaña aún más descorazonado y
hambriento. No tenía forma de conseguir crédito en el pueblo, desde luego. Se
imaginó a sí misma pidiendo un préstamo en su condición de amante de lord Kim. El
banquero se reiría de él y lo pondría de patitas en la calle.
Pero al menos le quedaba algún objeto que
podía vender en el pueblo para comprar comida. Tenía un reloj de bolsillo, una
bonita joya con dos diamantes que le habían regalado sus padres al cumplir
catorce años. También tenía aquel horrible traje rojo. Detestaba la idea de
vender el reloj, pero no tenía
alternativa.
Puso el vestido en el cesto de la señora Yoonji
pensando que lo necesitaría para traer la comida a su regreso, y se dispuso a
emprender el largo viaje hacia el pueblo. La cabaña no reunía los requisitos
mínimos para vivir en ella, pero al menos en la cocina había agua fresca en
abundancia y en el cobertizo leña suficiente para mantenerse caliente. Tenía
incluso un plato y un bote de mermelada.
Leeteuk comenzaba a sentirse algo mejor
cuando llegó a Bridgewater a última hora de la tarde. Pero el pequeño
sentimiento de optimismo que albergaba no duró mucho, pues ninguno de los
joyeros con quienes habló demostró el menor interés por comprar su reloj.
Ya anochecía cuando se dio por vencido y
decidió probar suerte con el vestido. La costurera, una tal señora Lafleur,
estaba a punto de cerrar su tienda cuando Leeteuk llegó y sacó el vestido rojo del cesto para enseñárselo.
Cuando le dijo que quería venderlo fue
casi como si la hubiera insultado.
—¿En mi tienda? —exclamó la mujer mirando
el vestido como si Leeteuk hubiera
dejado una serpiente sobre el
mostrador—. No tengo esa clase de clientela,
joven, y nunca la tendré.
—Lo siento —se vio obligada a decir Leeteuk—. ¿Conoce a alguien que la tenga?
—Claro que no —gruñó la mujer—. Podría
darle unas cuantas monedas por el corbatin,
si puede quitarlo sin estropearlo. Yo no
tengo tiempo. El chico que me ayudaba con los libros de cuentas se enfermó y
tengo pedidos que...
Leeteuk no quería oír los problemas de esa
mujer teniendo tantos en su haber, pero al menos le dieron una idea.
—Le ayudaré con los libros si me compra el
traje por cinco libras... —sugirió— y si
me paga algo más, desde luego.
—¡Cinco libras! ¿Por un vestido del que
sólo podré aprovechar la cinta? Le daré una libra por el lazo y pasarás los
libros... sin ningún pago adicional.
—¿Diez libras por dos libros?
La mujer se escandalizó, y su cara
naturalmente rubicunda se puso aún más roja.
—¡Yo no pago esa cantidad ni por un mes de
trabajo!
Leeteuk pasó una mano por la manga de su
chaquetilla.
—Sé lo que vale la ropa de calidad, señora. Y si usted no pagaba a su ayudante esa cantidad por mes, le estaba
estafando.
Para desgracia del joven, su estómago
escogió aquel momento para proclamar su hambre con un sonoro gruñido. Al ver la
reacción de la costurera, Leeteuk supo que la mujer llevaba las de ganar.
Una vez más, se vio obligado a cambiar de
táctica y dijo:
—Muy bien, diez libras por terminar tres libros.
Ya era de noche cuando Leeteuk terminó de
regatear con la mujer. Pero tenía una libra en el bolsillo y la promesa de
recibir otras cuatro cuando terminara de pasar los libros de cuentas que llevaba
en el cesto.
Desgraciadamente, no encontró ninguna tienda
abierta y se vio obligado a comer en una posada, lo que le costó tres veces más
de lo que pensaba gastar. Pero aún le quedaban algunas monedas para comprar
comida a un precio normal al día siguiente. También necesitaría una vela para escribir
por la noche. Y al menos una olla decente, jabón y...
No había sido un
día en absoluto agradable. Paradójicamente, se encontraba en la situación que
quería evitar cuando había decidido venderse. Pero al menos tenía el estómago
lleno. Y la esperanza de recibir más dinero cuando terminara la tarea que le
habían encomendado.
Sobreviviría... al menos lo suficiente para
asesinar a Kim Kangin a su regreso.
Kangin llevaba meses sin pisar su casa de SM.
Como casi todos los hombres de su edad,
prefería la diversión, la sofisticación y los entretenimientos que ofrecía una
ciudad como Londres a la vida de campo. Las dos fincas que le habían legado
todavía no eran su hogar, o no en la forma en que lo era SM.
Sospechaba que sus tíos —Zhoumi, Hyukjae y
Siwon— compartían sus sentimientos, pues los tres se habían criado en SM. Su
joven primo Sungmin también había vivido allí después de la muerte de sus
padres. De hecho, Min, a quien llevaba sólo cuatro años, era como un hermano
para él ya que habían crecido juntos en SM.
Kangin había llegado en plena noche. En
lugar de viajar en coche, había cogido un caballo de las cuadras para llegar
antes. Y había estado tentado de despertar a su padre para preguntarle por qué
lo había enviado a buscar. Pero la expresión horrorizada del mayordomo cuando
le había preguntado si le importaría despertar al señor lo había
convencido de que debía subir a su antigua habitación y aguardar a la mañana.
Y tras pensarlo con más tranquilidad llegó
a la conclusión de que había hecho lo correcto. Al fin y al cabo, si había
acudido a su casa para ver cómo el techo se derrumbaba sobre su cabeza,
despertar a su padre en plena noche sólo conseguiría hacer que ese techo fuera
más pesado todavía. Aunque no recordaba haber hecho nada en los últimos tiempos
que justificara la ira de Shindong. En realidad, no se le ocurría una sola
razón para explicar su llamada.
Naturalmente, Kim Shindong no necesitaba
una razón para convocar a un miembro de su familia. Era el mayor de los Kim, lo que lo convertía en el
cabeza de familia, y tenía la costumbre
de enviar a buscar a sus parientes, en lugar de ir a verlos él mismo, ya fuera
para hablar con ellos, para informarles
de algún asunto... o para derrumbar el
techo sobre sus cabezas.
El hecho de que Kangin
tuviera otros planes, en este caso un hermoso joven esperándolo en la cama, no podría haber importado menos a su padre. Cuando Shindong requería
la presencia de algún familiar, éste
debía acudir de inmediato. Así de sencillo.
Así que Kangin aguardó hasta la mañana.
Pero bajó a buscar a su padre apenas una hora después del amanecer. Claro que
antes se encontró con Nari. No era de extrañar. Nari siempre parecía estar al
tanto de sus visitas e invariablemente lo buscaba para darle la bienvenida. Era
un hábito tan arraigado que si Kangin no la veía en una de sus visitas
sospechaba que algo iba mal.
Nari era una mujer madura de excepcional
belleza, de grandes ojos castaños. Había comenzado a trabajar en la casa como
doncella y luego había ascendido gradualmente en la jerarquía de los criados
hasta ocupar el puesto de honor: llevaba veinte años como ama de llaves de SM.
En el transcurso
de esos años se había esforzado mucho para mejorar su educación, tanto que
había conseguido librarse del acento vulgar que Kangin aún recordaba de su
infancia y había adquirido una serenidad digna de una santa.
Y como todas las mujeres de la casa, desde
la cocinera hasta la lavandera, Nari siempre había tratado a Kangin y a Sungmin
con un talante maternal, aconsejándolos, regañándolos o preocupándose por ellos
cuando lo consideraba oportuno.
Era una conducta natural teniendo en cuenta
que ninguno de los dos niños había tenido una madre cerca cuando más la
necesitaban. Shindong se había casado con su esposa Shinyoung, precisamente
para darles una madre.
Pero por desgracia las cosas no habían
salido como esperaba. Lady Shinyoung era una mujer enfermiza que se pasaba la
vida tomando los baños en Bath y rara vez estaba en casa. Kangin la tenía por
una buena mujer, quizá un tanto nerviosa, pero lo cierto era que ningún miembro
de la familia había llegado a intimar con ella.
A veces se preguntaba si el propio Shindong
la conocía o incluso si tenía algún interés por hacerlo. Eran una pareja
extraña: Shinyoung de estatura baja, pálida y nerviosa; Shindong tan
corpulento, robusto y bravucón. Kangin no los había visto intercambiar una sola
palabra de ternura en todo el tiempo que llevaban juntos. Claro que no era
asunto suyo, pero siempre había compadecido a su padre por la desafortunada
unión con Shinyoung.
Nari había aparecido silenciosamente a su
espalda, mientras Kangin asomaba la cabeza en el estudio vacío de su padre. Su bienvenido
a casa le había dado un susto de muerte, pero se había vuelto hacia ella con
una sonrisa amable.
—Buenos días, Nari. Supongo que no sabrás
dónde está mi padre a una hora tan temprana de la mañana, ¿no?
—Claro que lo sé —respondió ella.
En realidad, Nari siempre sabía dónde
estaban todos los habitantes de la casa a cualquier hora. Kangin ignoraba cómo
se las apañaba para saberlo, con lo grande
que era la casa y el pequeño ejército de personas a su servicio, pero Nari
era así. Tal vez simplemente supiera dónde debía estar cada uno, y dado que
controlaba con serenidad y firmeza todas las actividades domésticas, nadie se
atrevía a estar en ningún otro sitio sin mantenerla informada.
—Está en el invernadero —prosiguió—.
Vigilando los rosales y rabiando porque no florecen de acuerdo con sus
planes... O eso dice el jardinero —añadió con una sonrisa.
Kangin rió. La horticultura era una de las
aficiones de su padre, y se la tomaba muy a pecho. Era capaz de hacer un viaje
a Italia si se enteraba de que por allí había un nuevo espécimen digno de su
jardín.
—¿Y por casualidad no sabrás por qué me ha
enviado a buscar?
Nari negó con la cabeza.
—¿Acaso me crees capaz de husmear en sus
asuntos personales? —dijo con tono regañón. Luego le hizo un guiño cómplice y
murmuró—: Pero puedo asegurarte que esta semana no ha montado en cólera por
ningún asunto en particular... aparte de las rosas.
Kangin sonrió, aliviado, y resistió la
tentación de abrazarla... durante cinco segundos. La mujer protestó entre sus
brazos y dijo:
—Eh, vamos, no querrás que los criados se
hagan una falsa idea.
Kangin rió y le dio una palmada en el
trasero antes de alejarse por el pasillo, gritando por encima del hombro para
que cualquier criado pudiera oírlo en un radio de cinco habitaciones a la
redonda:
—¡Pues yo habría jurado que todo el mundo
estaba al tanto de que te amo con locura, Nari! Pero si no es así, y ya que
insistes, guardaré el secreto.
Las mejillas de Nari se encendieron de
rubor, aunque vio marchar a aquel bribonzuelo con una sonrisa tierna y los ojos
castaños llenos de un amor más grande del previsible. Pero de inmediato contuvo
sus sentimientos maternales y continuó con sus obligaciones matutinas.
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