—¿Por qué diablos te has retrasado tanto?
—gruñó Shangho a su casero mientras se incorporaba lentamente, frotándose la
nuca.
—Intrusos, mi lord —respondió Jung mientras
recorría el vestíbulo sujetando a Leeteuk con tanta fuerza que el joven tenía
una permanente mueca de dolor—. Los vi desde la cocina cuando la estaba
registrando en busca del joven. Noté unos movimientos raros al borde del bosque
que da a la parte trasera de la casa. Estaban demasiado cerca para mi gusto.
—¿Intrusos? ¿Tan lejos de la carretera
principal? —Shangho frunció el entrecejo con aire pensativo—. ¿No eran simples
cazadores?
—No podían ser cazadores, pues no llevaban
armas. Y eran dos. Supuse que debía detenerlos para que usted los interrogara.
—¡Qué fastidio! Maldita sea —protestó Shangho—. ¿Dónde están?
—En las cuadras, atados. A uno le he dado
bastante fuerte. No estoy seguro de que siga vivo. El otro no despertará hasta dentro de un buen rato.
Shangho asintió con indiferencia, como si
aquello fuera un incidente habitual que se había repetido muchas veces en el
pasado.
—Entonces pueden
esperar, pero él no. Excelente. Ya llevaba demasiado tiempo esperando este
momento. Lo has hecho muy bien, Jung, como siempre.
Finalmente miró a Leeteuk y le reveló por
un breve instante hasta qué punto estaba furioso por lo que había hecho. Había
conseguido lastimarle con aquella caída por las escaleras. Probablemente no
estaba acostumbrado a que sus víctimas se defendieran, o por lo menos no a
resultar herido por ellas.
Pero entonces le dedicó aquella sonrisa que
helaba la sangre en las venas. Leeteuk no necesitó oírle decir que tenía
intención de desquitarse, y muy pronto. Lo llevaba escrito en su expresión y en
sus ojos, y se relamía ante la idea.
Indicó por señas a Jung que le precediera. Leeteuk
fue conducido a rastras por un tramo de escalones, después por otro y por un
último, donde aquel horrible hedor le asaltó de nuevo. Detrás de una de las
puertas, alguien empezó a llorar con tono lastimero. Un escalofrío recorrió la
espalda de Leeteuk.
—¡Silencio ahí dentro! —espetó Jung.
El silencio fue inmediato. Jung gobernaba
los sótanos, y quienes vivían allí obedecían, o de lo contrario...
¿De lo contrario,
qué? Leeteuk supuso que pronto lo descubriría.
Esta vez no se detuvieron a conversar
antes de obligarlo a entrar. Jung no esperó las órdenes de Shangho; lo arrojó
sobre la cama en cuanto penetraron en la estancia de reciente construcción. El
joven soltó un gemido al aterrizar sobre sus brazos atados. Ya hacía tiempo que
se le habían vuelto a entumecer las manos, pero ahora sintió intensas punzadas
de dolor cuando el contacto con la cama les devolvió la vida. Por eso tardó un
momento en caer en la cuenta de que el hombre le sujetaba firmemente una pierna
y ahora se la rodeaba con una correa de cuero. Intentó detenerlo pateándolo con
el otro pie, una y otra vez. Él no pareció notarlo y muy pronto lo inmovilizó
con las correas.
Leeteuk palideció y sintió náuseas. Aquella
correa ponía fin a la más mínima esperanza. Pero a pesar de ello intentó rodar
sobre sí mismo para bajarse de la cama, desesperado, preso del pánico. Su otro
pie fue inmovilizado con una presa tan férrea que lo obligó a gemir. Adivinó
que sus patadas habían conseguido hacerle daño al hombre, después de todo. Y en
pocos segundos, la otra correa estaba en posición.
Reparó entonces en Shangho, que estaba en pie
junto a la cama. Le sonreía, y Leeteuk casi pudo leerle la mente. Se estaba
deleitando con su indefensión y su miedo, disfrutando por anticipado de lo que
le esperaba. ¿Ahora? ¿Iba a ocurrir ahora?
—¿Las mismas reglas, mi lord?
La pregunta del casero hizo que Shangho apartara
la vista del joven, y una vez más su expresión se volvió casi indiferente.
—Sí, no debes tocarlo hasta que yo lo haya
forzado a mi entera satisfacción. Pero después será tuyo para que hagas lo que
te plazca, igual que con los otros.
—¿Y el rubio al que ha dedicado su atención
últimamente? —preguntó Jung con voz esperanzada.
—Sí,
sí, ya puedes recuperarlo —dijo Shangho con impaciencia—. No dudo de que
transcurrirá algún tiempo antes de que vuelva a desearlo, ahora que tengo a éste
para divertirme.
—Gracias, mi lord. He de reconocer que el
rubio era mi favorito, aunque estoy seguro de que éste será...En cuanto usted
haya acabado con él. Lo que más me gusta es domesticar a los nuevos. Los dejo
sin comer varios días y se alegran de hacer feliz al viejo Jung, de complacer
todos mis deseos.
Shangho dejó escapar una risa cascada.
—Y estoy seguro de
que hay muchas maneras de hacerte feliz.
—Oh, sí, mi lord. Doy gracias por el día en
que usted me ofreció este trabajo, hablo en serio. Todos esos hermosos jóvenes
que nunca habrían dejado que el viejo Jung se les acercara siquiera, cambian de
opinión en cuanto están aquí abajo. Y en cuanto a esta belleza, ¿quiere que se
lo prepare ahora?
—En realidad me muero de hambre —dijo Shangho—.
Creo que comeré un bocado antes de iniciarlo. Lo he esperado con impaciencia y
no quiero que nada me distraiga de mi placer una vez que empiece. Confío en que
la cocina estará bien surtida...
—Sí, en ella encontrará todos sus
caprichos, como me ordenó.
—Bien, bien. Pero comprueba las correas. No
quiero que exista la más mínima posibilidad de que no siga aquí cuando yo
regrese, que será muy pronto.
—Seguirá aquí, tiene usted mi palabra.
Shangho asintió y sonrió a su casero.
—Realmente cuento contigo, Jung, lo digo
sinceramente. Aunque debo ocuparme de los demás. También espero eso con
ansiedad. Ah, y ve a buscar mis herramientas —dijo tras reflexionar un instante—.
No quiero molestarme en abrir la celda del rubio para cogerlas.
¿Herramientas? ¿Qué herramientas? A juzgar
por lo que sucedía allí abajo, debía
tratarse de instrumentos de tortura. ¿O acaso llamaban herramientas a los
látigos?
Las palabras de Kangin resonaron de nuevo
en sus oídos, obsesivamente. Los azota hasta dejarlos bañados en sangre. Al
parecer, no puede mantener relaciones sexuales con ellos sin la visión de esa
sangre.
Dios, ¿por qué había tenido que contárselo?
Habría preferido no saber lo que iba a ocurrirle hasta que ocurriera. No
saberlo habría sido aterrador, pero ahora... La ignorancia es una bendición. El
conocimiento, en este caso, era absolutamente terrorífico.
Shangho se había ido a comer. Una cosa tan
normal en medio de aquella pesadilla para Leeteuk. ¿Era de los que comen
deprisa o despacio? ¿Cuánto tiempo exactamente le quedaba hasta que él volviera
para iniciarlo?
Sólo había conseguido demorarlo un poco
cuando se había escapado. Pero él se lo había permitido. Formaba parte de la
diversión. Y puesto que este retraso era por su propia conveniencia, podía
estar de regresó en pocos minutos.
Jung aún seguía allí. Le habían ordenado que
acabase de ceñirle las ataduras a Leeteuk y hacía precisamente eso, obligándole
a girar y apoyarse sobre un costado para desatarle las manos, pero en realidad
retorciéndoselas más allá de lo que sus músculos permitían.
Lo mantuvo en esa
posición mientras enlazaba una correa alrededor de una de sus muñecas, porque
así impedía que la otra mano le estorbara, atrapada debajo y detrás del joven.
Aunque de cualquier modo Leeteuk no podía
hacer nada para evitar que aquellas últimas correas lo sujetaran. Una vez más,
sus manos se habían quedado entumecidas por las apretadas ligaduras y también
le dolían los brazos por haberlos tenido doblados detrás de la espalda tanto
tiempo.
El hombre abandonó la habitación en cuanto
hubo terminado, pero no fue demasiado lejos. Leeteuk lo oyó hurgar en la
cerradura de otra de las habitaciones y también oyó los gritos cuando su
ocupante anticipó la visita, fuertes alaridos que no cesaron hasta que la
puerta volvió a cerrarse con llave.
Leeteuk se estremeció. Dios Santo, cuánto
horror sólo porque uno de aquellos jóvenes había pensado que Shangho o su
casero se disponían a entrar. Supo que no duraría mucho allí. Si lo único que
podía esperar cada día era sentir dolor
y más dolor, se volvería loco.
Jung volvió a entrar en la habitación del
joven y depositó sobre su estómago tres látigos de aspecto y longitud
diferentes... y un cuchillo. Las herramientas de Shangho. Las que iba a emplear
con él. Leeteuk había alzado la cabeza para mirarlas fijamente y no podía
apartar la vista de ellas. Estaba a punto de vomitar.
El hombre soltó una risita al ver la
expresión de sus ojos.
—Cuando él termine contigo, aún quedará lo
suficiente para satisfacerme a mí —le aseguró—. No soy exigente.
Leeteuk clavó la mirada en los ojos del
hombre y vio que los tenía azules, en realidad de un color azul muy bonito. No
era fácil advertirlo en su rostro desfigurado.
Había olvidado que Shangho había dicho que
luego lo entregaría a Jung para que él hiciera con él lo que quisiera. ¿Le
importaría a Leeteuk para entonces?
El casero no se recreó con la angustia del
joven y cerró la puerta a su espalda, aunque sin llave. Dejó la lámpara
encendida en la habitación. ¿Con la intención de que Leeteuk siguiera
contemplando los instrumentos que había dejado?
Leeteuk arqueó bruscamente la espalda en el
mismo instante en que se cerró la puerta, con la intención de arrojar los
látigos y el cuchillo al suelo. Pero quitándoselos de encima de su cuerpo no
los hacía desaparecer. Se estremeció una vez más, sintiendo aumentar sus
náuseas. Y se preguntó si, de no haber tenido la mordaza todavía puesta, habría
empezado a gritar. Quizá lo hiciera de todos modos.
Las correas no cedían. Tiró de ellas
violentamente, se arqueó y se contorsionó, pero no notó la menor diferencia. Le
resultaría imposible librarse de ellas o conseguir que se zafaran de la cama.
La puerta se abrió nuevamente, demasiado
pronto, al cabo de lo que le parecieron apenas unos segundos. Era Shangho. Por
lo visto, se había dado prisa con la comida.
Los músculos de Leeteuk se tensaron de
miedo. El hombre contempló sus herramientas esparcidas por el suelo y chasqueó
la lengua con disgusto. Se inclinó para recoger una. Era el cuchillo. Leeteuk palideció.
Shangho lo acercó a su mejilla. De un solo tajo cortó la mordaza de Leeteuk,
que pudo escupirla de inmediato.
No se lo
agradeció. Sabía condenadamente bien que no se la dejaba puesta para oír sus
gritos.
Pero no iba a gritar. Iba a usar su ingenio
y salir del atolladero con argumentos. Era la única posibilidad que le quedaba.
Shangho no estaba loco... no por completo. Si conseguía presionarle lo
suficiente para hacerlo razonar, quizá le dejara en paz o incluso le liberase.
Era una esperanza descabellada, pero la única que tenía.
—Suélteme ahora, lord Shangho, antes de que
sea demasiado tarde. No debió secuestrarme, pero no diré nada acerca de lo que
ha hecho si...
—No te he traído aquí para soltarte,
precioso —dijo él, situándose a los pies de la cama.
—¿Pero por qué me ha traído? Ya tiene otros
chicos aquí. Los he oído... —Consiguió contenerse para no decir gritar.
—Sí, golfillos sin hogar, en su mayoría, a
los que nadie echa de menos y que no tienen amigos a quienes les importe lo que
les ocurra. Aunque tengo alguno que otro adquirido en una subasta, como tú.
—¿Por qué los retiene aquí?
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—¿Nunca los deja marchar?
—Oh, no, no puedo hacer eso. Una vez que
vienen aquí, ya no pueden irse.
—¡Pero no vienen voluntariamente! —gritó—.
¡Al menos yo no!
—¿Y qué?
—¿Por qué necesita tantos?
Shangho se encogió nuevamente de hombros.
—Las cicatrices tienden a inhibir la
hemorragia.
Lo dijo con tono desapasionado, como si no
fuera él quien provocaba esas cicatrices. Lo que hacía no lo turbaba ni le
provocaba el menor remordimiento. Lo que Leeteuk estaba oyendo sólo confirmaba
lo que ya había adivinado.
El hombre tomó el cuchillo, lo
acercó a Leeteuk y rasgó la tela de su pantalón. Leeteuk soltó un involuntario
gemido. Él sonrió.
—No te preocupes, bonito. Ya no volverás a
necesitar estas ropas —dijo, y rasgó el resto del pantalón. A continuación se
situó de nuevo al lado de la cama para examinar la manga de la chaqueta del joven—.
Los putos os las estáis quitando continuamente, innumerables veces al día, de
modo que aquí abajo tenemos la amabilidad de ahorraros esa molestia.
Se echó a reír de lo que consideró un
divertido chiste.
—Yo no soy un puto.
—Claro que lo eres, igual que él.
Volvía a mencionar a aquel otro joven, con
un tono que daba a entender que era el mayor pecador del mundo.
—¿Quién es él?
Una fría llamarada brotó de los ojos de Shangho
justo antes de que le abofeteara.
—¡No vuelvas a mencionarlo!
El bofetón había obligado a Leeteuk a
apartar el rostro. El cuchillo se deslizó bajo la manga y empezó a cortar antes
de que Leeteuk se volviera para dirigirle una mirada fulminante.
—¿O qué? ¿Me pegará? ¿No es eso lo que ya
tenía intención de hacer?
—¿Crees que no hay maneras de hacerte
sufrir aún más, como le ocurrió a él? Te lo aseguro, sólo los otros putos de
ahí abajo oirán tus gritos.
¿Era algo intencionado, un horror más que
añadir a los de cada joven encerrado allí abajo? Shangho parecía hacerlo todo
deliberadamente, como si hubiera representado la misma escena en ese mismo
escenario incontables veces en el pasado. Sólo había un sirviente en la
propiedad... y era absolutamente fiel a Shangho. No había nadie, ni lo habría
jamás, que contara las atrocidades que se llevaban a cabo en aquel sótano.
¿Cuántos años hacía que Shangho se dedicaba
impunemente a aquello? ¿Cuánto tiempo llevaban encerrados algunos de esos
jóvenes?.
Tenía que conseguir que siguiera hablando.
El hombre dejaba de cortarle la ropa cada vez que decía algo. Pero titubeó
antes de volver a mencionar al misterioso joven.
—Usted me ha robado de lord Kim. ¿Cree que
no se enterará y vendrá a vengarse?
Shangho se detuvo. Una sombra de
preocupación cruzó su rostro, pero la disipó rápidamente.
—No seas ridículo —lo reconvino—. Los putos
huyen continuamente.
—No cuando no lo desean, y él sabe que yo
no quería. Y no es idiota. Sabrá exactamente dónde buscarme. La única esperanza
para usted es dejarme marchar.
—Si
viene, le mataré.
—Cuando venga, él le matará a usted
—recalcó Leeteuk—. Pero eso ya lo sabía, lord Shangho. Es muy valiente por su
parte jugar así con la muerte.
El hombre palideció, pero no lo suficiente.
—No hará nada sin pruebas. Y nunca te
encontrará aquí. Nadie conoce este lugar, ni nadie lo conocerá jamás.
Tenía respuestas
para todo. Mencionar a Kangin no estaba sirviendo de nada. Shangho le temía,
sí, pero se consideraba a salvo de la venganza de Kangin.
El hombre rodeó la cama y procedió a cortar
la otra manga de la chaqueta, hasta llegar al hombro. A Leeteuk se le estaba
agotando el tiempo. Tenía que arriesgarse a mencionar de nuevo a aquel joven.
Era lo único que alteraba realmente a Shangho.
—¿También lo trajo aquí?
—Cállate.
Lo había sobresaltado hasta el punto que el
cuchillo resbaló de su mano y produjo un corte en el brazo del joven, que no
pudo contener un respingo. Pero no podía dejar que eso le detuviera. Por lo
menos no había vuelto a pegarle.
—¿Por
qué lo odia tanto?
—¡Cállate! No te odio. Nunca te he odiado.
Pero no debiste haberte fugado con tu amante cuando papá descubrió que eras un
puto. Me pegó a mí en tu lugar, porque tú no estabas. Debiste dejar que te
matara, como pretendía. Te lo merecías. Yo no quería hacerlo por él cuando te
encontré, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que castigarte. Aún tengo que
castigarte.
Oh, Dios, ahora creía que él era ese otro
joven... su propio padre. Él lo había matado, y volvería a matarlo cuando
acabara de “castigarlo” por sus pecados. Leeteuk solo se había condenado a sí
mismo a sufrir mucho más dolor del que habría recibido... si no le hubiera
empujado definitivamente más allá del borde de su locura.
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