Una antigua leyenda griega.
Poseedor de una fuerza suprema y de un valor sin
parangón, fue bendecido por los dioses, amado por los mortales y deseado por
todas las mujeres y jóvenes que posaban los ojos en él. No conocía la ley, y no
acataba ninguna.
Su habilidad en la batalla, y su intelecto superior
rivalizaban con los de Aquiles, Ulises y Heracles. De él se escribió que ni
siquiera el poderoso Ares en persona podía derrotarle en la lucha cuerpo a
cuerpo.
Y, por si el don del poderoso dios de la guerra no
hubiera sido suficiente, también se decía que la misma diosa Afrodita le besó
la mejilla al nacer, y se aseguró de que su nombre fuese siempre guardado en la
memoria de los hombres.
Bendecido por el divino toque de Afrodita, se convirtió
en un hombre al que ninguna mujer o joven podía negarle el uso de su cuerpo.
Porque, llegados al sublime Arte del Amor… no tenía igual. Su resistencia iba
más allá de la de cualquier mero mortal. Sus ardientes y salvajes deseos no
podían ser domados.
Ni negados.
Con los ojos de un guerrero, de él se comentaba que su
sola presencia era suficiente para satisfacerlos, y que con un solo roce de su
mano les proporcionaba un indecible placer.
Nadie podía resistirse a su encanto.
Y proclive como era a provocar celos de otros, consiguió
que le maldijeran. Una maldición que jamás podría romperse.
Como la del pobre Tántalo, su condena fue eterna: nunca
encontraría la satisfacción por más que la buscase; anhelaría las caricias de
aquellos que le invocara, pero tendría que proporcionarle un placer exquisito y
supremo.
De luna a luna, yacería junto a una pareja y le haría el
amor, hasta que fuese obligado a abandonar el mundo.
Pero se ha de ser precavido, porque una vez se conocen
sus caricias, quedan impresas en la memoria. Ningún otro hombre será capaz de
dejar a ese joven o mujer plenamente satisfecho. Porque ningún varón mortal
puede ser comparado a un hombre de tal apostura. De tal pasión. De una
sensualidad tan atrevida.
Guárdate del Maldito.
Sostenlo sobre el
pecho y pronuncia su nombre tres veces a medianoche, bajo la luz de la luna
llena. Él vendrá a ti y hasta la siguiente luna, su cuerpo estará a tu
disposición.
Su único objetivo será complacerte, servirte.
Saborearte.
Entre sus brazos aprenderás el significado de la palabra
«paraíso».
— Cielo, necesitas que te echen un buen polvo.
Lee Donghae se estremeció al escuchar el grito de Judith
en mitad del pequeño Café de Nueva Orleáns, donde se encontraban apurando los
restos del almuerzo. Desafortunadamente para él, la voz de su amiga poseía un
encantador timbre agudo que podía hacerse oír incluso en mitad de un huracán.
Y que en esta ocasión, fue seguido de un repentino
silencio en el atestado local.
Al echar un vistazo a las mesas cercanas, Donghae percibió
que los hombres dejaban de hablar, y se giraban para observarlos con mucho más
interés del que le gustaría.
¡Jesús! ¿Aprenderá alguna vez Judith a hablar en voz
baja? O peor aún, ¿qué será lo próximo que haga, quitarse la ropa y bailar
desnuda sobre las mesas?
Otra vez.
Por enésima vez desde que se conocieron, Donghae deseaba
que Judith pudiese sentirse avergonzada. Pero su vistosa, y a menudo
extravagante, amiga no conocía el significado de dicha palabra.
Se tapó la cara con las manos e hizo lo que pudo por
ignorar a los curiosos mirones. Un deseo irrefrenable de deslizarse bajo la
mesa, acompañado de una urgencia aún mayor de darle una buena patada a Judith,
lo consumían.
— ¿Por qué no hablas un poquito más alto, Nani? —murmuró—.
Supongo que los hombres de Canadá no habrán podido escucharte.
— Oh, no lo sé —dijo el guapísimo camarero moreno al
detenerse junto a su mesa—. Seguramente se dirigen hacia aquí mientras
hablamos.
Un calor abrasador tomó por asalto las mejillas de
Donghae ante la diabólica sonrisa que le dedicó el camarero, obviamente en edad
de acudir a la universidad.
— ¿Puedo ofrecerles algo más? —preguntó, y después miró
directamente a Donghae—. O para ser más exactos, ¿hay algo que pueda hacer por
usted, señor?
¿Qué tal una bolsa con la que taparme la cabeza y un
garrote para golpear a Judith?
— Creo que ya hemos acabado —contestó Donghae con las
mejillas ardiendo. Definitivamente, mataría a Judith por esto—. Sólo
necesitamos la cuenta.
— Muy bien, entonces —dijo sacando la
nota, y escribiendo algo en la parte superior del papel. La colocó justo
delante de Donghae—. Puede hacerme una llamadita si necesita cualquier cosa.
Una vez el camarero se marchó, Donghae se dio cuenta de
que había anotado su nombre y su teléfono en la parte superior del papel.
Judith le echó un vistazo y soltó una carcajada.
— Espera y verás —le dijo Donghae, reprimiendo una
sonrisa mientras calculaba el importe de la mitad de la cuenta con su Palm
Pilot—. Me las pagarás.
Judith ignoró la amenaza y se dedicó a buscar el dinero
en su bolso adornado con cuentas.
— Sí, sí. Eso lo dices ahora. Si yo estuviese en tu
lugar, marcaría ese número. Es monísimo el chico.
— Jovencísimo —corrigió Donghae—. Y creo que voy a pasar.
Lo último que necesito es que me encierren por corrupción de menores.
Judith paseó la mirada por el preciso lugar donde el
camarero esperaba, con una cadera apoyada en la barra.
— Sí, pero don Soy Igualito a Lee Minho, que está ahí
enfrente, bien lo merece. Me pregunto si tendrá algún hermano mayor…
— Y yo me pregunto cuánto estaría dispuesto a pagar Jinhyuk
por saber que su mujer se ha pasado todo el almuerzo comiéndose con los ojos a
un chico.
Judith resopló mientras dejaba el dinero sobre la mesa.
— No me lo estoy comiendo. Lo estoy evaluando para ti.
Después de todo, era de tu vida sexual de lo que hablábamos.
— Bueno, mi vida sexual es sensacional y no le interesa a
la gente que nos rodea. —Y tras soltar el dinero en la mesa, cogió el último
trozo de queso y se encaminó hacia la puerta.
— No te enfades —le dijo Judith mientras salía tras él a
la calle, atestada de turistas y de los clientes habituales de los
establecimientos de Jackson Square.
Las notas de jazz de un solitario saxofón se escuchaban
por encima de la cacofonía de voces, caballos y motores de automóviles; una
oleada de calor típico de Louisiana las recibió al salir a la calle.
Intentado no hacer caso del aire, tan espeso que
dificultaba la respiración, Donghae se abrió camino entre la multitud y los
tenderetes ambulantes, dispuestos a lo largo de la valla de hierro que rodeaba
Jackson Square.
— Sabes que es cierto —le dijo Judith una vez lo
alcanzó—. Quiero decir, ¡Dios mío, Donghae!, ¿cuánto hace? ¿Dos años?
— Cuatro —contestó con aire ausente—. ¿Pero a quién le
interesa llevar la cuenta?
— ¿Cuatro años sin tener relaciones sexuales? —repitió Judith
incrédula.
Varios mirones se detuvieron, curiosos, para observar
alternativamente a Judith y a Donghae.
Ajena —como era habitual en ella— a la atención que
despertaban, Judith continuó sin detenerse.
— No me digas que tú has olvidado que estamos en plena
Era de la Electrónica. O sea, vamos a ver, ¿alguno de tus pacientes sabe que
llevas tanto tiempo sin echar un polvo?
Donghae acabó de tragarse el trozo de queso y le dedicó a
su amiga una desagradable y furiosa mirada. ¿Es que la intención de Judith era
la de gritar a todo pulmón, en plena Vieux Carre, sus asuntos personales a todo
humano y caballo que pasara por la zona?
—Baja la voz —le dijo, y añadió con sequedad—, no creo
que sea de la incumbencia de mis pacientes si soy o no la reencarnación de la
Virgen. Y con respecto a la Era de la Electrónica, no quiero tener una relación
con algo que viene acompañado de una etiqueta con advertencias y unas pilas.
Judith soltó un bufido.
— Sí, vale, oyéndote hablar se diría que la mayoría de
los hombres deberían venir acompañados de una etiqueta con esta advertencia: Atención, por favor,
Alerta Psíquica. Yo, macho-man, soy propenso a sufrir horribles cambios de
humor, y a poner caras largas, y poseo la habilidad de decir la verdad a una pareja
sobre su peso, sin previo aviso.
Donghae soltó una carcajada. Había soltado de carretilla,
en innumerables ocasiones, ese discursito sobre las etiquetas que deberían
llevar los hombres.
— Ah, ya lo entiendo, Doctor Amor —dijo Judith—. Usted
se limita a sentarse y escuchar cómo sus pacientes le largan todos los detalles
íntimos de sus encuentros sexuales, mientras usted vive como
un miembro vitalicio del “Club de los célibes”. —bajando la voz, Judith
añadió:— No puedo creer que después de todo lo que has escuchado en tus
sesiones, nada haya conseguido revolucionar tus hormonas.
Donghae le lanzó una mirada divertida.
— Bueno, a ver, soy un sexólogo. No me beneficiaría mucho
que mis pacientes se dedicaran a hacerme experimentar la petit mort mientras
echan fuera todos sus problemas. En serio, Nani, perdería el título.
— Pues no entiendo cómo puedes aconsejarles, cuando ni
siquiera te acercas a un hombre.
Haciendo una mueca, Donghae comenzó a caminar hacia el
lado opuesto de la plaza, justo frente a la Oficina de Información Turística,
donde Judith había instalado su puestecillo para echar las cartas y leer las
líneas de las manos.
Cuando llegó al tenderete, suspiró.
— Sabes que no me importaría quedar con un hombre que valiera la pena. Pero la mayoría resulta ser una pérdida
de tiempo tan evidente que prefiero sentarme en el sofá y ver doramas.
Judith le dedicó una expresión irritada.
— ¿Qué tenía de malo Gun?
— Mal aliento.
— ¿Y Jai?
— Le encantaba hurgarse en la nariz. Especialmente
durante la cena.
— ¿Tan?
Donghae miró a Judith y ésta alzó las manos.
— Vale, quizás tuviera un pequeño problema con lo de las
apuestas. Pero es que todos necesitamos distraernos con algo.
Donghae lo miró furioso.
— Eh, Madam Judith, ¿ya has regresado de almorzar? —le
preguntó Sungmin desde el puestecillo situado justo al lado del suyo, en el que
vendía objetos de loza y dibujos, hechos por él.
Unos años más joven que ellos, Sungmin tenía una melena
negra y siempre llevaba ropas que a
Donghae le hacían pensar que estaba delante de un hada.
— Sí, ya he vuelto —le contestó Judith mientras se
arrodillaba para abrir la tapa del carrito de la compra que todas las mañanas
aseguraba a la verja de hierro con una de esas cadenas que se usan para las
bicicletas—. ¿Algo interesante durante mi ausencia?
— Un par de chicos cogieron una de tus tarjetas, y
dijeron que regresarían después de comer.
— Gracias —dijo Judith guardando el monedero en el carro,
sacó la caja de puros azul donde guardaba el dinero y las cartas de tarot, siempre
envueltas en un pañuelo de seda negra, y un delgado, pero gigantesco, libro con
tapas de cuero marrón que Donghae no había visto nunca.
Judith se colocó su enorme pamela de paja, se dio la
vuelta y se puso en pie.
— ¿Tus artículos tienen los precios marcados? —preguntó a
Sungmin.
— Sí —le contestó éste mientras cogía su monedero—. Sigo
diciendo que trae mala suerte; pero al menos, si alguien quiere saber lo que
valen cuando no estoy, puede averiguarlo.
Una motocicleta de aspecto desastroso frenó a cierta
distancia.
— ¡Eh, Sungmin! —gritó el conductor—. Mueve el culo.
Tengo hambre.
El chico le saludó sin hacer caso a la orden.
— No me agobies o comerás tú sólo —le contestó mientras
caminaba sin prisas hacia él, y se subía a la parte trasera de la moto.
Donghae movió la cabeza mientras les observaba. Sungmin
necesitaba que alguien le aconsejara sobre sus citas, mucho más que él. Les
siguió con la mirada mientras pasaban delante del Café du Monde.
— ¡Oh! Un beignet sería un estupendo postre.
— La comida no puede sustituir al sexo —le dijo Judith
mientras colocaba las cartas y el libro sobre la mesa—. ¿No es eso lo que
siempre dices…?
— De acuerdo, el punto es tuyo. Pero, Nani, en serio, ¿a
qué viene este repentino interés en mi vida sexual? Mejor dicho, en mi falta de
ella.
Judith cogió el libro.
— A que tengo una idea.
El escalofrío que sintió ante las palabras de Judith le
llegó hasta los huesos, y eso que el calor era agobiante. Y él no se asustaba
fácilmente. Bueno, a no ser que su amiga estuviera
involucrada con una de sus ideas típicas de “mamá gallina”.
— ¿No será otra sesión de espiritismo?
— No, esto es mejor.
En su interior, Donghae se encogió y comenzó a
preguntarse qué sería de su vida en esos momentos si hubiese tenido una
compañera de habitación normal el primer año en la universidad, en lugar de Judith
Quiero Ser Una Gitana Traviesa. De algo estaba seguro: no estaría discutiendo
de su vida sexual en medio de una calle llena de gente.
En ese momento, se fijó en lo diferentes que eran, pero él
sabía que Judith escondía una mente astuta y una gran inseguridad bajo su
«exótico» atuendo. Por dentro, se parecían mucho más de lo que cualquiera podía
imaginar.
Excepto en la extraña creencia que Judith había
desarrollado por el ocultismo. Y en su insaciable apetito sexual.
Acercándose a él, Judith dejó el libro en las manos poco
dispuestas a cogerlo de Donghae y comenzó a pasar hojas. Se las arregló para no
dejarlo caer.
Y para no poner los ojos en blanco por la exasperación
que le invadía.
— Encontré esto el otro día, en esa vieja librería que
hay junto al Museo de Cera. Estaba cubierto por una montaña de polvo; intentaba
encontrar un libro sobre psicometría cuando de repente vi éste, ¡Voilà! —dijo
señalando triunfalmente a la página.
Donghae miró el dibujo y se quedó con la boca abierta.
Jamás había visto algo parecido.
El hombre del dibujo era fascinante, y
la pintura estaba realizada con asombroso detalle. Si no fuese por las marcas
dejadas en la página al haber sido impresa, se diría que se trataba de una
fotografía actual de alguna antigua estatua griega.
No, se corrigió a si mismo: de un dios griego. Estaba
claro que ningún mortal podía jamás tener esa pinta tan fantástica.
Gloriosamente desnudo, el tipo exudaba poder, autoridad y
una aplastante y salvaje sexualidad. Aunque su pose pareciera ser casual, daba
la sensación de estar contemplando un depredador listo para ponerse en acción
en cualquier momento.
Las venas se le marcaban en aquel cuerpo perfecto que
prometía poseer una fuerza inigualable, diseñada específicamente para
proporcionar placer.
Con la boca seca, Donghae observó los músculos, que
tenían las proporciones adecuadas para su altura y su peso. Contempló la
profunda hendedura que separaba los duros pectorales y bajó hasta el estómago, esculpido
con forma de tableta de chocolate, que suplicaba ser acariciado.
Y entonces llegó al ombligo. Y después a…
Bueno, no se les había ocurrido tapar aquello con una
hoja de parra. ¿Y por qué deberían haberlo hecho? ¿Quién, en su sano juicio,
iba a querer ocultar unos atributos masculinos tan estupendos? Y siguiendo con
aquella línea de pensamiento, ¿quién necesitaría un artilugio con pilas
teniendo aquello en su casa?
Se humedeció los labios y volvió a la cara.
Mientras contemplaba los afilados y apuestos contornos
del rostro, y los labios, con una diabólica sonrisa apenas esbozada, le asaltó
la imagen de una ligera brisa agitando esos mechones que llegaban hasta su
cuello, especialmente diseñado para cubrirlo de húmedos besos. Y de aquellos
penetrantes ojos, mientras alzaba una lanza sobre la cabeza, y gritaba.
El sofocante aire que le rodeaba se estremeció
ligeramente de forma repentina, y le acarició las partes de su cuerpo expuestas
a la brisa.
Casi podía escuchar el profundo timbre de la voz del
tipo, y sentir cómo aquellos musculosos brazos lo envolvían y lo atraían hacia
un pecho duro como una roca, mientras su cálido aliento le rozaba la oreja.
Percibía unas manos fuertes y expertas que vagaban por su
cuerpo, y le proporcionaban un deleite exquisito, mientras buscaban sus más
recónditos lugares.
Un escalofrío le recorrió la espalda y el cuerpo comenzó
a palpitarle en zonas donde nunca había pensado que aquello pudiese ocurrir.
Sentía un dolor fiero y exigente que jamás había experimentado.
Parpadeó y volvió a mirar a Judith, para ver si también
ella se había visto afectada del mismo modo. Pero si así era, no daba señales
de ello.
Debía estar alucinando. ¡Exacto! Las especias del
almuerzo le habían llegado al cerebro y lo habían convertido en papilla.
— ¿Qué opinas de él? —le preguntó Judith, mirándole por
fin a los ojos.
Donghae se encogió de hombros, en un esfuerzo por olvidar
la hoguera que abrasaba su cuerpo. Pero sus ojos volvieron a demorarse en las
perfectas formas del hombre.
— Se parece a un paciente que tuvo cita ayer.
Bueno, no era exactamente cierto… el chico que había
estado en su consulta era medianamente atractivo, pero nada que ver con el
hombre del dibujo.
¡Jamás había visto algo así en toda su vida!
— ¿De verdad? —los ojos de Judith adquirieron un matiz
oscuro que pronosticaba el comienzo de su sermón sobre las oportunidades de
conseguir una cita y la intervención del destino.
— Sí —dijo cortando a Judith antes de que pudiese
comenzar a hablar—. Me dijo que era una lesbiana atrapada en el cuerpo de un
hombre.
Judith abrió la boca, muda de asombro. Cogió el libro,
quitándoselo a Donghae de las manos, y lo cerró con fuerza mientras le miraba
furioso.
— Siempre conoces a las personas más extrañas.
Donghae alzó una ceja.
— Ni se te ocurra decirlo —dijo Judith mientras ocupaba
su sitio habitual tras la mesa. Colocó el libro a su lado—. Te lo advierto;
esto —dijo, dando dos golpecitos al libro— es lo que estás buscando.
Donghae miró fijamente a su amiga mientras pensaba en lo
absolutamente convincente que parecía Madam Judith —autoproclamada Señora de la
Luna—, sentada tras sus cartas de tarot, con aquella mesa morada, y el
misterioso libro bajo las manos. En ese momento, casi podía creer que Judith
era en realidad una esotérica gitana.
Si creyera en esas cosas.
— Vale —dijo Donghae dándose por vencido—. Deja de hablar
con rodeos y dime qué tienen que ver ese libro y ese dibujo con mi vida sexual.
El rostro de Judith adoptó una expresión bastante seria.
— El tipo que te he enseñado… Hyukjae… es un esclavo
sexual griego que está obligado a cumplir los deseos de aquélla persona, joven
o mujer que le invoque, y a adorarla.
Donghae se rió con ganas. Sabía que estaba siendo muy
maleducado, pero no pudo evitarlo. ¿Cómo demonios iba creer Judith, una
licenciada en historia antigua y en física, premiada con una beca dada por la
Universidad de Oxford, y con un doctorado en filosofía, en algo tan ridículo,
aun con todas sus excentricidades?
— No te rías. Lo digo en serio.
— Ya lo sé, eso es lo que me hace gracia —se aclaró la
garganta y se serenó —. Vale, ¿qué tengo que hacer?, ¿quitarme la ropa y bailar
desnudo a medianoche? —un leve intento de sonrisa curvó sus labios, sin
importarle que los ojos de Judith se oscurecieran a modo de aviso—. Tienes
razón, me encargaré de conseguir una buena sesión de sexo, pero no creo que sea
con un espléndido esclavo sexual griego.
El libro se cayó de la mesa.
Judith dio un grito, se levantó de un salto y tiró la
silla. Donghae jadeó.
— Lo empujaste con el codo, ¿verdad?
Judith negó con la cabeza muy despacio; tenía los ojos
abiertos como platos.
— Confiésalo, Nani.
— No fui yo —dijo con una expresión mortalmente seria—.
Creo que lo ofendiste.
Moviendo la cabeza ante aquella necedad, Donghae sacó de
su bolsa las gafas de sol y las llaves. Bien, estupendo, esto se parecía a la
época de la facultad, cuando Judith le habló de usar una Ouija, y lo amañó todo
para que le dijese que se iba a casar con un dios griego cuando cumpliera los
treinta años, y que iba a tener seis hijos con él.
Hasta el día de hoy, Judith se negaba a admitir que había
sido ella la que dirigiera el puntero.
Y, en este preciso momento, hacía demasiado calor bajo el
implacable sol de agosto como para discutir.
— Mira, necesito regresar al consultorio. Tengo una cita a
las dos en punto y no quiero coger un atasco. ¿Vendrás entonces esta noche?
— No me lo perdería por nada del mundo. Llevaré el vino.
— Bien, te veo a las ocho. —E hizo una larga pausa para
añadir:— Dile a Jinhyuk que hola y que gracias por dejarte visitarme por mi
cumpleaños.
Judith lo observó alejarse y sonrió.
— Espera a ver tu regalo —susurró, y recogió el libro del
suelo. Pasó la mano por la suave tapa de cuero repujado, y quitó unas motas de
polvo.
Volvió a abrirlo y observó de nuevo el maravilloso
dibujo; aquellos ojos habían sido dibujados con tinta negra, y aun así, daban
la impresión de estar mirándote profundamente.
Por una sola vez su hechizo iba a funcionar. Estaba
segura.
— Te gustará Donghae, Hyukjae —murmuró dirigiéndose al
hombre mientras recorría con los dedos su cuerpo perfecto—. Pero debo
advertirte algo: acabaría con la paciencia de un santo. Y traspasar sus
defensas va a resultar más duro que abrir una brecha en la muralla de Troya. No
obstante, si alguien puede ayudarlo, ése eres tú.
Sintió que el libro desprendía una súbita oleada de calor
bajo su mano, y supo instintivamente que era la forma que Hyukjae elegía para darle
la razón.
Donghae pensaba que estaba loca a causa de sus creencias,
pero siendo la séptima hija de una séptima hija, y con la sangre gitana que
corría por sus venas, Judith sabía que había ciertas cosas en la vida que
desafiaban cualquier explicación. Ciertas corrientes de energía misteriosa que
pasaban desapercibidas, esperando que alguien las canalizara.
Y esa noche habría luna llena.
Devolvió el libro a la seguridad del carrito de la compra
y lo cerró con llave. Estaba segura que había sido cosa del destino que el
libro llegara hasta ella. Había sentido su llamada tan pronto como se acercó a
la estantería donde yacía.
Puesto que llevaba dos años felizmente casada, supo que
no estaba destinado a ella. La usaba para llegar donde lo necesitaban.
Hasta Donghae.
Su sonrisa se ensanchó. Cómo sería tener a este
increíblemente apuesto esclavo sexual griego a tu disposición y disponer de él
durante todo un mes…
Sí. Éste era, definitivamente, un regalo de cumpleaños
que Donghae recordaría durante el resto de su vida.
me encanta, el sexy Kyuk esclavo sexual, waaa que biennnn
ResponderEliminarPues vaya amiga que tiene DongHae, me imagino la cara de vergüenza de Hae después de la declaración pública de Judith sobre su vida sexual xD
ResponderEliminarSin embargo parece que Judith va a ser más acertada de lo que Hae piensa, quién sabe y después de este cumpleaños hasta lo de la Ouija se le cumpla. Va a ser un gran regalo de cumpleaños.
Gracias por el Mp ^^
lkfhdfoiarhbafoidhaf esto ya lo habia leido y O M G!!! LO AMEEEE!! MALDETO Y SENSUAL HYUKJAE!!!! Gracias por el mp!
ResponderEliminar_n_a_t_i_