–El sólo
quería lo mejor para ti –dijo Jian, defendiendo a Donghae–. Eras tú quien no
cooperaba.
Él puso los
ojos en blanco.
–En serio,
Sang –Jian no pudo resistir la tentación de hacerle una broma–. Creo que
deberías concederle por fin ese deseo a tu abuela. Cásate y ten una colección
de pequeños piratas Lee.
–¿Es que vas
a presentarte como voluntario? –le preguntó él, devolviéndole la broma.
–¿Quieres
que te siga la broma? –Jian se sujetó el cabello detrás de las orejas y dio un
paso.
–Adelante.
–Claro,
Sang. Soy tu esposo. Tengamos unos cuantos niños.
–¿Y dices
que no flirteas? –Sang avanzó más hacia él.
–No estoy
flirteando.
Su voz
profunda reverberaba por todo el cuerpo de Jian, poniéndolo cada vez más
nervioso.
–Estamos
hablando de tener niños.
–Entonces
estaba equivocado. Yo pensaba que me estabas tirando los tejos.
Jian dio
otro paso adelante y lo miró a la cara. Sólo unos pocos centímetros los
separaban.
–Si alguna
vez te tiro los tejos, Lee Sang, te aseguro que lo sabrás.
–Ahora mismo
me lo parece, Ji –se inclinó hacia él.
–Y no te
equivocas.
Sang no se
rió, ni tampoco retrocedió. Su rostro permanecía tan impasible como de
costumbre.
Se miraron
durante una eternidad, en silencio, inmóviles…
Sang bajó la
vista, sus ojos cayeron sobre sus labios... La tentación se hacía cada vez más
poderosa.
–Esta vez no
pararemos –le dijo en un tono de advertencia, como si pudiera leerle la mente.
Y tenía
razón.
Si llegaba a
besarlo, entonces se arrancarían la ropa de la piel y acabarían haciendo el
amor allí mismo, en la sala de estar del difunto Donghae. La sala de estar de
su abuelo.
Jian
retrocedió bruscamente y fingió examinar el resto de los muebles y la
decoración. Alejándose de él, fue a asomarse a la puerta del dormitorio que había
sido de Donghae.
–Parece que
Donghae era una persona maravillosa –dijo cuando se vio capaz de hablar.
–Lo era
–dijo Sang en un tono neutral que no revelaba nada, como si nada hubiera pasado
unos minutos antes.
–¿Lo echas
de menos?
–Todos los
días.
Jian oyó un
vacío en su voz que le hizo darse la vuelta. Al ver la expresión de su rostro,
sintió un nudo en la garganta. Por muchos defectos que tuviera, Sang había
querido mucho a Lee Donghae.
***
–Por aquel
entonces –dijo Ryeowook desde su tumbona–. Donghae era un bombón.
Apoyados en
el borde de la piscina, Jian y Taeho escuchaban con atención aquellas
divertidas anécdotas de juventud. El agua estaba fresca a pesar del intenso
calor de la tarde. La brisa marina agitaba las hojas de los árboles y los
pájaros cantaban en los jardines cercanos.
Star Island
era lo más parecido a un paraíso en la Tierra.
–Las cosas
han cambiado mucho –dijo Ryeowook, gesticulando con la mano que sostenía un
enorme vaso de té helado–. Entonces no había helicópteros ni nada de eso.
Cuando estabas en la isla, estabas atrapado en ella hasta que llegara el
próximo barco con provisiones. Nos pasábamos la vida tramando y haciendo planes
para escapar de aquí –Ryeowook soltó una carcajada–. Cuando Lee Hyukjae, el
abuelo de Sang, vio a Donghae, vestido con aquellos atuendos que nos habíamos
traído de París, perdió la cabeza, y poco después ya estaba embarazado.
Jian trató
de ocultar su sorpresa. En los cincuenta aquello debía de haber sido todo un
escándalo.
–Ayúdame,
querido –dijo Ryeowook, llamando a su nieto Ungjae.
Él acudió de
inmediato. Lo sujetó del codo y lo ayudó a incorporarse.
–Ahora que
estás aquí… Pensé en llamar a Donghae… –de repente se detuvo y una mirada
confusa se apoderó de él–. Qué tonto. Quería decir que quisiera ir al jardín de
flores. Me gustaría visitar el jardín de rosas de Donghae.
Ungjae miró
a Taeho con algo de tristeza en los ojos.
–Yo puedo
llevarlo, tío Ryeowook.
Jian salió
de la piscina y se ajustó su traje de baño verde menta. Esa misma tarde había
conducido uno de esos pequeños carritos de golf de una casa a la otra, y era
bastante fácil. Podía llevar a Ryeowook sin ningún problema.
–Gracias,
querido –dijo Ryeowook mientras Jian se secaba el cabello con una toalla–. Eres
un buen chico. Deberías seguir adelante y acostarte con Sang.
Jian se
detuvo y parpadeó, perplejo.
–Los Lee no
son de los que se casan –dijo Ryeowook.
–Sang ya se
ha casado con Jian –dijo Taeho sin pensar–. Quiero decir…
Jian
disfrutó de un largo paseo por el jardín, amenizado con infinidad de anécdotas;
fiestas que duraban todo el fin de semana, huéspedes notables, amaneceres
dorados… Donghae debía de haber sido muy feliz en aquel lugar; un joven
despreocupado que se había convertido en una persona seria y responsable,
respetuoso de sus raíces y del concepto de la familia.
Al final del
camino Ryeowook se declaró exhausto y le pidió a Jian que llevara unas rosas al
cementerio y que las depositara sobre la tumba de Donghae. Jian lo llevó de
vuelta a la casa de los Na y entonces, siguiendo sus instrucciones, se dirigió
al cementerio, situado en lo alto de una colina.
Desolado y
azotado por el viento, el cementerio estaba en el punto más alto de la isla, al
final de un sendero rocoso por el que el carrito apenas podía avanzar. Allí
había un pequeño prado lleno de lápidas de las familias Na y Lee, además de
otras cuyos nombres no conocía.
Abriéndose
camino entre la hierba salvaje, Jian leía las inscripciones y casi podía oír el
eco de las voces de otras generaciones. Algunos habían vivido mucho, mientras
que otros habían tenido una corta existencia.
Tristes
mensajes de amor y nostalgia estaban inscritos en la piedra a modo de epitafio.
De repente se topó con dos lápidas recientes, el mármol blanco, pulido y limpio
relucía al borde del cementerio. Eran Lee Hyungsik y Lee Minwoo. Ambos habían
muerto el 17 de junio de 1998…
Aquellos
extraños sólo podían ser los padres de Sang. Aunque las rosas eran para
Donghae, Jian dejó una rosa blanca sobre cada lápida y se sentó un momento
sobre la hierba para contemplar el océano más allá del acantilado, tratando de
imaginar cómo hubiera sido la vida en un lugar como ése.
Él no tenía
raíces tan profundas, pero sí tenía proyectos e ilusiones. De pronto, una gota
de lluvia le cayó sobre el dorso de la mano. Parpadeando, levantó la cabeza y
miró por encima del hombro. Dos enormes nubarrones negros se acercaban cada vez
más, vaticinando una tormenta y convirtiendo la diáfana luz del sol en un
resplandor crepuscular.
No sin
reticencia, se puso en pie y, mientras se limpiaba la ropa, empezó a sentir las
primeras gotas de lluvia por todo el cuerpo. Después de echarle una última
mirada al cementerio, volvió al carrito. Se subió en él, pisó el freno, giró la
llave y pisó el acelerador…
Pisó con más
fuerza, pero no ocurrió nada. El carrito no se movía. Comprobó la llave, la
giró en sentido contrario y volvió a intentar arrancar. Hizo el mismo
procedimiento una vez más, pero el vehículo estaba muerto. La lluvia ya caía
copiosamente y las negras nubes habían ahogado hasta el último vestigio de sol.
Sacó el
teléfono móvil y apretó el botón de llamada rápida de Taeho. Sin embargo, la
llamada fue transferida automáticamente al buzón de voz, así que no tuvo más
remedio que dejar un mensaje. Sólo podía esperar que Taeho no estuviera
acurrucado en un rincón en los brazos de Ungjae. Ojalá hubiera apuntado el
número de teléfono de Sang esa mañana… Miró hacia el prado del cementerio. Las
lápidas se habían convertido en sombras funestas.
Todavía
faltaban un par de horas para la puesta de sol, así que quedaba mucho tiempo
para que Taeho viera el mensaje. De repente el rugido de un rayo retumbó sobre
él y una violenta ráfaga de viento lanzó la lluvia contra su rostro.
Los
relámpagos desgarraban el horizonte una y otra vez y el estruendo posterior
resultaba ensordecedor. En ese momento reparó en un pequeño detalle. El carrito
estaba hecho de metal y además estaba en el punto más alto de la isla… Decidido
a no quedarse allí ni un segundo más, echó a andar por la senda. Todavía había
mucha luz y el camino era cuesta abajo. Además, no podría llevarle más de tres
cuartos de hora llegar a la casa de Ungjae.
–¿Qué
quieres decir con que no está aquí? –Sang miró a Ungjae y después a Taeho.
Ambos tenían el cabello alborotado y era fácil adivinar lo que habían estado
haciendo–. ¿Dónde está?
Una hora
antes había ido al jardín de su abuelo y también había recorrido el castillo
entero, incluyendo el ático y las habitaciones del servicio.
Además,
Ungjae acababa de confirmarle que Ryeowook estaba durmiendo la siesta en su
habitación, así que Jian no estaba con él.
–A lo mejor
fue a la playa –se atrevió a decir Taeho, alisándose el cabello.
–¿Cuándo lo
viste por última vez?
Ungjae y
Taeho se miraron con ojos culpables.
–No importa
–dijo Sang–. Dime su número de teléfono, Taeho.
Taeho se lo
dijo de memoria y Sang lo guardó en su móvil antes de llamar.
Jian tardó
unos segundos en contestar. Su voz sonaba temblorosa y el viento le impedía
oírle bien.
–¿Hola?
–¿Estás bien?
–le preguntó él, gritando sin poder evitarlo.
–¿Sang?
–¿Dónde
estás?
–Eh…
–¿Jian?
–Creo que
estoy a medio camino de la casa, por el sendero del cementerio.
–¿Qué
estabas haciendo allí? –Sang echó a andar hacia el garaje.
– Ryeowook
me pidió que dejara unas flores en la tumba de Donghae. –dijo Jian, casi sin
aliento
–¿Seguro que
no estás herido? –le preguntó Sang. Un chorro incontrolable de adrenalina
corría por sus venas.
El viento
aullaba a través del auricular.
–¿Jian?
–Puede que
esté sangrando un poquito.
A Sang se le
cayó el alma a los pies.
–Tropecé y
me caí. La batería del carrito murió, así que voy andando. Estoy empapado y
está oscuro. No veo muy bien, pero la pierna me pica y me duele…
Sang apretó
el botón de la puerta del garaje y Ungjae lo ayudó a quitar el forro de unos de
los carritos.
–Quiero que
dejes de andar –le dijo Sang–. Estés donde estés, quédate quieto y espérame.
Estaré ahí en diez minutos.
–Te esperaré
justo aquí.
Sang colgó y
arrancó el carrito de golf. Él estaría bien. Estaría empapado y frío, pero eso
tenía remedio. Sin embargo, aun así, tenía la certeza de que se sentiría
muchísimo mejor cuando estuviera seguro en sus… De repente cortó sus
pensamientos por lo sano.
¿En sus
brazos?
¿Qué significaba
aquello?
Tal y como
le había prometido, diez minutos más tarde las luces del carrito lo
encontraron. Estaba calado hasta los huesos y tenía las piernas cubiertas de
barro. Su cabello chorreaba agua y tenía la camisa blanca pegada al cuerpo.
Al detener
el vehículo Sang pudo ver que estaba temblando. Ojalá hubiera llevado una manta
consigo…Antes de que pudiera salir a ayudarle, Jian se subió al carrito, así
que se quitó la camisa y se la puso sobre los hombros mojados.
–Gracias –le
dijo, abrazándose a sí mismo para guardar el calor.
–¿Dónde te
has hecho daño? –le preguntó él, agarrando una linterna y apuntándosela a las
piernas.
Jian giró el
tobillo y entonces él vio la herida que tenía en la pantorrilla. La sangre
estaba mezclada con barro y agua de lluvia.
–No parece
nada grave –se aventuró a decir Jian.
Sin embargo,
a Sang se le encogió el estómago, sabiendo lo mucho que tenía que doler.
Dejó la
linterna en el suelo del carrito y arrancó a toda prisa. Le puso un brazo sobre
los hombros y lo atrajo hacia sí para intentar darle algo de calor.
–¿Qué pasó?
–le preguntó, dirigiéndose hacia el camino de tierra en sentido descendiente.
–Ryeowook
quería poner unas flores sobre la tumba de Donghae, pero después del paseo por
el jardín estaba muy cansado –Jian hizo una pausa–. Es muy bonito el
cementerio.
–Supongo
–dijo Sang. Eso era lo último que le importaba en ese momento.
–Gracias por
rescatarme –le dijo Jian de repente.
Sang sintió
que algo se le encogía en el pecho, pero decidió ignorar la sensación. Jian era
su invitado y en la isla había auténticos peligros, como los acantilados. Era
natural sentir alivio.
–No fue nada
–le dijo, sin creérselo del todo.
***
Toda la
segunda planta estaba en silencio. Uno de los empleados del servicio había
estado en su habitación mientras se bañaba, porque las mantas habían sido
retiradas y su pijama estaba extendido sobre la cama. También habían cerrado
las gruesas cortinas.
Era evidente
que todos esperaban que se acostara a dormir, pero Jian sentía más curiosidad
que cansancio, a pesar de la tormentosa aventura vivida. En su primer paseo por
el castillo había descubierto la galería de retratos de la familia, que
abarcaba todo el pasillo entre las habitaciones de invitados y la escalinata
principal, y esa misma mañana había contemplado las pinturas fugazmente.
Después de
haber leído las lápidas de la familia, estaba deseando ponerles caras a todos
aquellos ancestros de Sang. Abrió un centímetro la puerta del dormitorio y sacó
la cabeza. No había nadie por allí, así que se apretó el cinturón del albornoz
y salió de puntillas. Las arañas brillaban en todo su esplendor, una tras otra
a lo largo del alto techo del corredor. KRY fue el primero en aparecer,
retratado con unos cuarenta y cinco años de edad, sujetando la empuñadura de
una espada que apuntaba al suelo.
Siguió
avanzando, recorriendo todas las generaciones de la familia Lee hasta llegar al
padre de Sang, cuyo retrato estaba situado en el extremo opuesto. Entre el
primer Lee y su descendiente actual había doce generaciones; doce retratos de
hombres a un lado del pasillo. Y en el otro lado había retratos de mujeres y
jóvenes. Retrocedió y volvió a observar el retrato de KRY.
La gran
escalinata estaba justo detrás de él en la pintura, así que debía de haber sido
él quien había construido el castillo. Resultaba tan extraño estar en un lugar,
y ver ese mismo lugar en un cuadro de más de tres siglos… Con sólo pensar que
el pirata KRY había caminado por esos mismos pasillos, se estremecía por
dentro.
–Asusta,
¿verdad?
La voz de
Sang apareció de la nada. La mullida alfombra había ahogado el ruido de sus
pasos.
Sin embargo,
por alguna razón, Jian no se sobresaltó.
–Se parece
mucho a ti –dijo, mirando a uno y después al otro.
–¿Quieres
ver algo todavía más extraño? –Sang avanzó hacia el lado de los retratos de las
parejas.
Jian fue
detrás de él.
–Eyden Lee
–dijo, señalando un cuadro en particular–. Era el esposo de KRY.
Erguido como
una vara, el joven estaba sentado frente a una vieja mesa de madera. De cabello
pelirrojo, vestía un traje verde por encima de una blusa semitransparente.
Tenía las mejillas sonrosadas y unos labios carnosos.
–Vaya –dijo
Jian–. Viéndolo así, ¿quién se atrevería a decir que es tu
tatara-tatara-tatara-abuelo?
Sang soltó
una carcajada.
–Míralo un
momento.
Jian arrugó
los párpados.
–¿Qué tengo
que buscar?
–El cabello
cobrizo, los ojos, esos labios con forma de corazón, la barbilla…
Confundido,
Jian volvió la vista hacia Sang. Él le acarició el cabello, todavía húmedo.
–Se parece
mucho a ti.
–No.
–Ya lo creo
que sí.
–De acuerdo.
Puede que un poco –admitió, pensando que debía de haber miles de jóvenes en la
ciudad con sus ojos y el cabello cobrizo.
–Puede que
mucho.
–¿De dónde
era? –preguntó, sintiendo gran curiosidad por aquel joven aventurero.
–Era de
Londres –dijo Sang–. Según tengo entendido, el joven hijo de un tabernero.
–¿Y se casó
con un pirata?
–Él lo
raptó.
–No es
cierto.
Sang se
inclinó hacia él como si le fuera a susurrar algo al oído.
–Lo metió en
su barco –dijo, con una voz profunda y casi siniestra–. Y creo que hizo todo lo
que quiso con él hasta llegar al otro lado del Atlántico.
Le apartó el
pelo de la cara y, por alguna razón, Jian reparó en la ropa que llevaba puesta
en ese momento.
Debajo del
albornoz blanco, no llevaba nada más, y la temperatura de su piel subía por
momentos. De repente notó que se le había abierto la solapa y que Sang se había
dado cuenta.
El silencio
estaba cargado de electricidad. Sabía que debía cubrirse rápidamente, pero las
manos no le respondían. Sang se volvió hacia él y la mano que le tocaba en el
hombro se deslizó hasta su cuello.
–A veces
creo que lo tuvieron muy fácil –le dijo él en un susurro poderoso.
–¿Quiénes?
–preguntó, casi sin aliento.
–Los piratas
–dijo él, agarrándole la solapa del albornoz con la otra mano–. Hacían lo que
querían, y dejaban las preguntas para más tarde.
Le tiró del
albornoz y lo atrajo hacia sí al tiempo que sus labios aterrizaban sobre los
suyos con fuerza, calor y decisión. Jian se tambaleó un instante, pero él le
sujetó de la cintura mientras lo besaba.
Un momento
después le agarró el cinturón del albornoz y empezó a tirar hasta soltar el
nudo. Metió la mano por dentro y volvió a agarrarlo de la cintura, apretándose
contra su pecho desnudo. Susurró su nombre, entreabrió los labios y le dejó
entrar en su boca.
Los pezones
se le habían endurecido y un delicado cosquilleo los recorría por dentro. Relajando
los muslos, abrió las piernas ligeramente y él dio un paso adelante, rozándolo
con el tejido vaquero de sus pantalones. Jian sintió olas de deseo que lo
sacudían por dentro.
Entre cuadro
y cuadro, Sang lo acorraló contra la pared de piedra y le agarró los pezones,
colmándolo de besos al mismo tiempo y quitándole por fin el albornoz, dejándolo
completamente desnudo. Entonces retrocedió un momento y lo miró de arriba
abajo.
–Eres
maravilloso –le dijo, volviendo a besarlo y acariciándolo por todas partes, las
caderas, el abdomen, el pecho…
Jian contuvo
el aliento al sentir sus manos sobre los pezones; una sensación casi dolorosa,
pero exquisita.
Sang
entrelazó sus dedos con los de él, le levantó los brazos y, apoyándose contra
la pared, exploró su cuerpo con la boca, marcándolo con besos ardientes desde
los labios hasta el pecho, buscando sus pezones y chupándoselos hasta hacerle
perder la razón.
Jian gimió
su nombre. Pero él siguió adelante, volviendo a besarlo en los labios y
deslizando las manos sobre su pecho una vez más, frotándole los pezones con los
pulgares. Jian enredó las manos en su cabello y le hizo besarlo con más fuerza.
Poco a poco, Sang deslizó una mano sobre su vientre hasta llegar al fino vello,
y más allá. Le rodeó con los brazos y se apretó más contra él, escondiendo el
rostro contra su cuello y probando el sabor de su piel. Él le introdujo los
dedos y Jian sintió una sacudida de placer. Gritó su nombre y un arrebato de
deseo le cegó por completo.
Desesperado,
le desabrochó el botón del pantalón y le bajó la cremallera.
Él le agarró
del trasero, lo levantó en el aire y lo apoyó contra la fría pared.
–¿Tienes
protección? –recordó Jian de pronto.
–Sí –dijo
él.
–Rápido –le
suplicó–. Por favor, rápido.
Sang se
preparó y un segundo después estaba dentro de él, deslizándose hacia lo más
profundo de su ser y lanzando rayos de placer que lo atravesaban por todos
lados. Con los puños apretados y los pies contraídos, Jian se dejó llevar por
la urgencia de su cadencia desenfrenada. El alto techo de la habitación giraba
a su alrededor, los relámpagos iluminaban los ventanales y los truenos sacudían
las entrañas del castillo.
Se inclinó
contra él, tratando de rozar cada rincón de su piel. Y así comenzó a sentir
unas contracciones de placer que se propagaban como una onda expansiva. Volvió
a gritar su nombre. Él le respondió con un gruñido profundo. Y entonces la
tormenta, el castillo y sus propios cuerpos vibraron al unísono…
O________O
ResponderEliminaromg...y así empieza la "colección de pequeños piratas"
jajajajajajajajaj
me encanta esta historia...
ahora va a resultar que Jian es descendiente del esposo del pirata KRY....
jajajajajajaa seria genial!!!!
dejaría ese vació de no tener raíces....la compartiría con su esposo!!! wi!!!
ojala y si!