Después de
una intensa noche de pasión, Sang tenía a Jian en sus brazos y respiraba el
dulce aroma de su cabello. Una sábana los cubría hasta la cintura, pero las
mantas yacían en el suelo desde hacía mucho tiempo.
–Esto es
maravilloso –le dijo Jian, poniendo una mano sobre el cabecero de madera
labrada y contemplando las hermosas filigranas del techo.
–Esto sí que
es maravilloso –dijo él, deslizando la punta de un dedo sobre su vientre hasta
llegar a la curva de sus caderas.
–No sabía
que había gente que vivía así –le agarró la mano y le dio un beso en la palma.
–A mí me
llevó un tiempo darme cuenta de que hay gente que no vive así – admitió él.
–¿Fuiste un
niño mimado? –le preguntó, apoyándose en un codo.
–Yo no diría
tanto –dijo él, dibujando el contorno de su cadera con la mano hasta llegar al
dorso de su rodilla–. Pero tenía unos cinco años cuando me di cuenta de que no
todo el mundo tiene su propio castillo.
–Yo tenía
unos cinco años cuando me di cuenta de que casi todo el mundo tenía padres
–dijo él por fin.
Aquellas
palabras produjeron una reacción inmediata en Sang. Su mano se detuvo allí
donde estaba.
–¿Creciste
sin tus padres?
Jian asintió
y se volvió boca arriba, intentando esconder la emoción que le embargaba.
–¿Qué pasó?
–Mi madre
murió cuando yo nací. No tenía familia, o por lo menos yo nunca los conocí.
–Ji –dijo
él, apenado.
–No sabía
quién era mi padre, o nunca me lo dijo –Jian dibujó un cuadrado con las manos–.
Desconocido. Eso dice mi partida de nacimiento. Padre… Desconocido.
Automáticamente
la mano de Sang se cerró sobre su piel.
–Yo no
sabía… –dijo, y entonces se dio cuenta de que aquello no tenía mucho sentido.
No sabía
nada porque nunca se había molestado en preguntarle. En ningún momento había
deseado saber algo acerca de su vida, sino que había hecho todo lo posible por
terminar con todo y deshacerse de él cuanto antes.
–Solía
preguntarme quién era en realidad –murmuró Jian, casi como si hablara consigo
mismo–. Un príncipe a la fuga, un huérfano, quizá un prostituto –su voz se
endureció en ese momento–. A lo mejor mi padre era uno de sus clientes. ¿Qué
crees que significa eso?
Sang le
apartó un mechón de pelo de la cara.
–Creo que
significa que tienes una gran imaginación.
–Podría ser
cierto –le dijo, insistiendo.
–Supongo
–dijo él, volviendo a trazar formas caprichosas sobre su vientre con las puntas
de los dedos–. Yo soy un temible pirata y tú eres el doncell ultrajado. Pero no
tengo ningún problema con ello. Me parece muy bien.
Jian agarró
una almohada y le dio en la cabeza.
–A ti todo
te parece bien.
–Sólo
contigo –apartó la almohada y le acarició la cara, sabiendo que lo decía de
verdad–. ¿Fuiste adoptado?
Jian guardó
silencio un momento y él se arrepintió de haberle hecho la pregunta.
–Estuve en
varios orfanatos –le dijo finalmente.
Sang se
sintió como si acabaran de darle un golpe en el pecho.
–Lo siento
mucho. No sé cómo he podido hacer tanta ostentación de…
–No lo
sabías.
–Ojalá lo
hubiera sabido.
–Bueno, yo
quisiera haber crecido en un castillo, pero así son las cosas.
–Tenemos
muchas habitaciones de huéspedes y todo –le dijo él en un tono bromista,
intentando aligerar la conversación.
–¿Por qué no
me encontraste antes?
–Ojalá lo
hubiera hecho –dijo él, de corazón.
La sonrisa
de Jian se desvaneció lentamente, pero tampoco se transformó en tristeza.
Sucumbiendo
a la exigencia del deseo una vez más, Sang lo besó en los labios y lo estrechó
entre sus brazos.
–¿Tan
horrible fue? –se atrevió a preguntarle.
–Estaba muy
solo –le susurró, y entonces soltó una carcajada–. No puedo creer que te esté
contando todo esto precisamente a ti… de entre todas las personas…
–¿Qué pasa
conmigo?
–Tú eres el
tipo que me está arruinando la vida.
–¿Qué?
Él miró a su
alrededor y extendió los brazos.
–¿Qué
demonios hemos hecho?
–Estamos
casados.
–Nos casó
Elvis –de repente se levantó de la cama. Sang no quería que se fuera; no podía
dejar que se fuera.
–¿Y mi
albornoz?
–Abajo.
Jian
masculló un juramento.
–No tienes
que irte –le dijo él.
Se volvió
hacia él, todavía desnudo, glorioso; la persona más increíble que jamás había
conocido.
–Esto ha
sido un error.
Él también
se puso en pie y lo miró a los ojos.
–Puede que
haya complicado un poco más las cosas –admitió.
–¿Un poco
más?
–Las cosas
no tienen por qué cambiar.
–Todo acaba
de cambiar –vio la camisa de él y la recogió del suelo–. No deberíamos haber
sucumbido a la química que hay entre nosotros. Y para que lo sepas, esto no
significa que me has ganado la partida.
–¿Qué?
–preguntó él sin entender.
–Tengo que
llamar a Taeho –miró alrededor–. Probablemente esté abajo. Probablemente
se esté preguntando dónde estoy.
–Taeho no
está abajo –le dijo Sang con seguridad. Jian se puso su camisa por la cabeza.
–¿Y cómo lo sabes?
Sang rodeó
la cama y se acercó a él.
–Taeho no va
a venir esta noche.
–Pero… –Jian
se detuvo y sólo le llevó un segundo entender la expresión de sus ojos–. ¿En
serio?
–En serio.
–¿Estás
seguro de que lo hicieron?
–Oh, estoy
seguro.
–Quiero mis
diez dólares –dijo Jian, intentando contener una sonrisa sin mucho éxito.
Levantó la vista y lo miró de frente–. Voy a reformar el edificio. A mi manera.
–Supongo que
añadir la condición de que te acuestes conmigo antes de sellar el trato sería
inapropiado, ¿no?
–Y también
ilegal.
–Soy un
pirata. Lo legal me trae sin cuidado.
Jian no le
contestó, pero tampoco retrocedió.
–Duerme
conmigo, Ji –le dijo, apretando los puños para no tocarlo.
Jian vaciló
y él contuvo la respiración. Miraba hacia todos lados, mordiéndose el labio
inferior. Finalmente, Sang se dejó llevar por sus impulsos. Le agarró de la
camisa y lo estrechó entre sus brazos.
–No puedo
dejarte ir todavía.
«Quizá
mañana. O quizá nunca…».
***
Sang
encontró a Jian en la galería, contemplando un retrato de su abuelo.
–Hey –le
dijo, acercándose por detrás y agarrándolo de la cintura.
–¿Crees que
era feliz?
–Sí.
–¿Amaba a tu
abuelo?
–Ven. Quiero
enseñarte algo –sin responder a su pregunta, Sang lo condujo hacia la
escalinata.
–¿Tu
habitación?
–No. Pero me
gusta que pienses así –lo guió hacia el primer piso y finalmente llegaron a la
salita de estar de Donghae.
–¿Qué
estamos haciendo?
–Quiero
demostrarte que era feliz.
Sentó a Jian
en un taburete y sacó un viejo álbum de fotos de la estantería de libros.
–Ése es él
–dijo, señalando la foto de un joven con una sonrisa radiante. Su esposo estaba
a su lado.
–Sí parecía
feliz –admitió Jian ante la evidencia.
Jian pasó la
página y encontró más fotos de fiestas. Los invitados reían, bebían ponche,
jugaban al croquet y paseaban por los hermosos jardines. Había una orquesta
tocando en una glorieta y algunas parejas estaban bailando. En algunas de las
fotos aparecían niños, jugando y corriendo; entre ellos, Sang.
–Yo nunca he
tenido un jardín –dijo de repente.
–Entonces
supongo que no te ensuciabas tanto como yo –le dijo él, intentando bromear un
poco.
–Una vez me
di cuenta de que… –se detuvo y agarró el borde del álbum con fuerza.
–¿Ji? –él se
lo quitó de las manos con sutileza.
–Iba a decir
que… –dijo, cerrando los ojos un momento–. Iba a decir… Una vez me di cuenta de
que la gente podía regalarme, deshacerse de mí –su voz se quebró–. Yo traté de
ser bueno, muy bueno.
Sang sintió
que se le rompía el corazón. Lo rodeó con el brazo y lo atrajo hacia sí.
–Lo siento,
Ji –le susurró contra el cabello. El sacudió la cabeza a un lado y al otro.
–No es culpa
tuya.
–Has pasado
mucho tiempo solo –le dijo él, respirando profundamente.
–Estoy
acostumbrado –le dijo, pero no era cierto. Nadie tenía por qué acostumbrarse a
no tener una familia–. Mira… –dijo, secándose una lágrima solitaria–. Hay luna
llena.
Él se volvió
y miró por la ventana.
–Sí.
–¿Quieres ir
a la playa?
–Sí
–respondió él sin vacilar.
El agua
salada y fría acariciaba la piel de Jian, pero Sang le daba calor con su
cuerpo, sujetándolo contra su pecho. Por encima de su hombro izquierdo, podía
ver las luces de la casa de los Na a lo lejos, y al otro lado divisaba el
castillo de los Lee en todo su esplendor.
Pasaron unos
minutos en silencio. Las olas frescas batían contra sus cuerpos y el sonido de
la espuma de mar, al impactar contra la orilla, iba y venía con la brisa
marina.
–Taeho va a
quedarse unos días más. ¿Quieres quedarte tú también? –le preguntó Sang suavemente,
meciéndolo en sus brazos.
Jian se puso
rígido, sin saber muy bien qué le estaba preguntando.
–Con Taeho,
unos días más… Podrías trabajar desde aquí.
–¿Y qué pasa
contigo?
–Si tú te
quedas… –le dijo él, esbozando una sonrisa cálida–. Entonces no me voy.
–De acuerdo
–dijo, devolviéndole la sonrisa.
–¿Sí?
–Sí.
Él lo hizo
girar en el agua y Jian enroscó las piernas alrededor de su cintura,
agarrándole de los hombros para no perder el equilibrio.
La luna
brillaba desde lo más alto del firmamento, rodeada de un manto de estrellas.
Era la misma luna que había guiado a KRY hasta la isla; la misma que Donghae
había contemplado de niño, y después como appa.
Sang bajó el
ritmo y entonces se detuvo. Jian contempló los jardines iluminados que tanto había
amado Donghae. El abuelo de Sang había sido el guardian del castillo, el que
custodiaba la herencia de la familia… El edificio Lee era mucho más reciente,
pero el espíritu de Donghae también estaba en él. A lo mejor él tenía razón. A
lo mejor un cambio radical en el diseño no era tan buena idea después de todo…
–¿Sang?
–¿Mm?
Jian sintió
la vibración de sus labios sobre el cuello.
–¿Podrías
darme una copia de los diseños del arquitecto anterior?
Él
retrocedió y levantó las cejas.
–¿En serio?
–Sí.
–Claro
–asintió–. Claro que puedo.
–No te
prometo nada –le dijo.
–Lo
entiendo.
–Sólo voy a
mirarlos –Jian no tenía ni idea de qué hacer a partir de ese momento. Su
carrera estaba en juego, pero de alguna forma sentía que tenía un compromiso
con la familia Lee.
–De acuerdo
–dijo Sang, esbozando una sonrisa.
–No quiero
despertar falsas esperanzas.
–Oh, Ji
–dijo él, y entonces le dio un húmedo beso en los labios–. Mis esperanzas
llevan despiertas algún tiempo.
Jian
sucumbió a la tentación y parpadeó con un gesto de flirteo.
–¿Y qué es
lo que esperas exactamente?
–A ti.
Desnudo.
Jian se miró
y luego lo miró a él, de arriba abajo.
–Eso me
gusta.
–En mi cueva
de piratas –lo besó de nuevo en el cuello, en la mandíbula, en la mejilla…
–¿Quieres un
consejo, Sang?
–¿Que
acelere un poco?
Jian se rió.
–Por cierto,
para el futuro, eso que me acabas de decir probablemente sea más efectivo si
cambias lo de la cueva por un castillo.
Él le agarró
un pezón, frío y erecto en el aire húmedo. Gimió.
–Cueva
–repitió él en un susurro gutural.
–Muy bien.
Sí. Lo que sea.
***
Tres días
más tarde llegaron los padres de Ungjae y, como de costumbre, llevaban
invitados. Sang, por su parte, se alegró mucho de verlos. Después de la muerte
de sus padres, lo habían apoyado mucho y él les estaría eternamente agradecido
por ello. Sin embargo, su llegada significaba el final de su pequeña escapada
con Jian. Ungjae jamás dejaría que un joven se quedara en la casa en presencia
de sus padres, y ya era hora de volver al trabajo.
–Hablabas en
serio cuando dijiste que traerían unos cuantos amigos –le dijo Jian de camino a
la casa de los Na.
Se oía
música a través de las ventanas y varios grupos de personas paseaban por la
terraza.
–Lo más
seguro es que Taeho se quede en mi casa esta noche –le dijo él–. Ryeowook no se
da cuenta, pero con sus padres… Ungjae no…
–Lo entiendo
–dijo, asintiendo.
Sang
esperaba que Taeho reaccionara de la misma manera.
Al llegar al
final del camino, apretó el botón del garaje para guardar el carrito de golf. A
pesar de la alegría que le producía la llegada de los padres de Ungjae, había
algo que lo inquietaba. Por más que lo intentaba no podía quitarse la sensación
de que algo maravilloso estaba a punto de terminar. Bajó del vehículo, tomó la
mano de Jian y lo condujo hacia la puerta por la que entraban en la fiesta.
Incapaz de contenerse, se detuvo un instante. Le sujetó las mejillas con ambas
manos y le dio un beso ardiente. Él le respondió, como siempre hacía,
entreabriendo los labios, rozándole con su pecho, poniéndose de puntillas. Eso
era lo que más le gustaba.
Le apretó la
cintura con más fuerza.
Aquello no
era un adiós. Jian trabajaba para él y los dos vivían en Seúl. Podrían verse
cada día en la oficina. De hecho, estaban casados. Él no podía irse así como
así y desaparecer de su vida. Tarde o temprano encontraría la forma de
retenerlo a su lado.
–Si sigues
así, jamás se creerán que somos compañeros de trabajo y nada más.
–Somos
esposos –le recordó él.
Jian sonrió
y le pasó la punta del dedo índice por la nariz, de un modo juguetón.
–No hacemos
más que hacer teatro, ¿verdad, Sang?
Él abrió la
boca para protestar, pero Jian dio media vuelta y subió las escaleras. Abrió la
puerta y el momento se desvaneció.
Rápidamente
Sang sujetó la puerta con una mano para que no se le cerrara en la cara. La
música brotaba de los altavoces y un murmullo de voces inundaba el gran salón.
Todos los empleados del servicio estaban trabajando ese día. Impecablemente
vestidos, deambulaban por la estancia con bandejas de aperitivos y bebidas.
Al ver que
Jian se dirigía hacia Taeho, fue tras él, pero entonces se vio interceptado por
el padre de Ungjae y terminó enredado en una larga conversación. Para cuando
terminó, Jian había desaparecido. Y Taeho también.
Después de
pasear entre los invitados durante un buen rato, se encontró con Ungjae. Éste
lo alcanzó frente al estudio de su padre y lo hizo entrar rápidamente. Parecía
muy agitado. Fue hacia la barra y se sirvió una copa de whisky.
–¿Seguro que
no te importa que Taeho duerma en tu casa hoy?
–No. En
absoluto.
Ungjae
arqueó una ceja, alzando el vaso vacío.
–No me
importa. En absoluto –repitió Sang, adentrándose más en el estudio y dejando
atrás el jolgorio de la fiesta.
–Todavía no
se lo he dicho –le confesó Ungjae, dándole una copa y sirviéndose otra más.
–¿Quieres
que te ayude?
Ungjae
sacudió la cabeza y fue hacia la ventana.
–¿Qué pasa
con Taeho?
Su amigo lo
miró como si estuviera loco.
–El tío Ryeowook
está empeñado en casarte lo antes posible –añadió Sang, en un tono jocoso–. Ten
cuidado.
–Hay otras
cosas con las que tengo que tener más cuidado –dijo Ungjae.
–No pareces
muy preocupado.
Ungjae se
encogió de hombros.
–En serio,
Ungjae, ¿pasa algo entre ustedes? –le preguntó Sang, mirándolo fijamente.
–Yo no he
dicho que pase nada –dijo Ungjae, frunciendo el ceño.
–¿Entonces
no pasa nada?
–¿Y qué pasa
contigo y con Jian? –preguntó Ungjae, apretando los labios.
–Nada
–contestó Sang, apoyándose en el respaldo de un mullido butacón.
–Te estás
acostando con él.
–Sólo es…
–Sang le lanzó una afilada mirada.
Se detuvo.
En realidad no sabía lo que era en realidad. Lo que tenía con Jian se había
convertido en algo confuso que escapaba a su comprensión.
–¿Sexo?
–preguntó Ungjae sin rodeos.
–Algo sin
importancia –dijo Sang.
–¿Y qué pasa
con la reforma? ¿Eso tampoco tiene importancia? No has olvidado por qué lo
trajiste aquí, ¿no?
–No. No he
olvidado por qué lo traje aquí.
Ungjae bebió
otro sorbo.
–Y bien, ¿el
plan está saliendo según lo previsto?
–Muy bien
–dijo Sang–. Me ha pedido los planos anteriores. Lleva unos días usándolos. Y,
bueno, creo que ya empieza a entender que a mi abuelo no le iba todo ese
futurismo chic. Además, lo ha entendido él solo, y eso es justo lo que
queríamos.
–Bueno, así
que tu pequeño plan malvado está saliendo a la perfección.
–Fue tu
pequeño plan malvado, no el mío.
–Pero tú
estuviste de acuerdo –apuntó Ungjae–. Tú lo llevaste a cabo. Y parece que con
él te ahorrarás un montón de problemas.
–Sí –dijo
Sang, pensando que eso ya no era tan importante como antes.
–Bueno, creo
que ya hemos oído bastante.
La voz de
Taeho los atravesó como un relámpago.
Sang se dio
la vuelta de golpe y casi derramó la copa de whisky.
En la puerta
del estudio estaba Jian, pálido como la leche. Taeho, en cambio, estaba rojo,
iracundo.
–Tú… –señaló
a Ungjae con el dedo. La voz le temblaba de pura rabia–. Maldito pirata
manipulador… Llévanos de vuelta a Seúl. ¡Ya!
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