Sang se
subió al flamante deportivo que esperaba junto a la acera y dio otro portazo.
–¿Firmó? –le
preguntó Na Ungjae desde el lado del conductor al tiempo que ponía la primera
marcha.
Sang se
abrochó el cinturón.
–No.
Él siempre
había estado orgulloso de su talento para la negociación, pero había algo en
Jian que lo hacía perder el equilibrio. Aquel encuentro había sido un completo
fracaso.
No recordaba
que fuera tan testarudo, pero, a decir verdad, apenas lo conocía. Habían
coincidido algunas veces antes de la fiesta, pero nunca habían cruzado más que
un puñado de palabras inconsecuentes. No sabía mucho de él, pero sí recordaba
que era listo, diligente, divertido y… hermoso.
No podía
negar su belleza. Aquel día, vestido con un traje exquisito, había sido el
joven más radiante en aquella sala de fiestas.
–¿Le
ofreciste el dinero? –le preguntó Ungjae.
–Claro que
le ofrecí el dinero.
–¿Y no
funcionó?
–Va a llamar
a su abogado –dijo Sang, haciendo una mueca y mascullando un juramento. De
alguna manera, había jugado mal sus cartas. Había estropeado la única
oportunidad que tenía de acabar con todo aquello sin hacer ruido.
Ungjae puso
el intermitente, miró por el espejo retrovisor hacia la concurrida calle, y
pasó de refilón entre dos coches.
–Entonces,
básicamente, estás en un lío muy gordo.
–Gracias por
un análisis tan constructivo –dijo Sang con un sarcasmo mordaz. Lee
Transportation podía correr peligro y no era momento para bromas.
–¿Para qué
están los amigos?
–Para
invitar a una cerveza.
–Hoy tengo
que volar –dijo Ungjae–. Y sospecho que necesitas todas tus facultades a pleno
rendimiento.
Sang apoyó
el codo sobre el reposabrazos al tiempo que el coche se abría camino entre el
tráfico denso. Su mente no dejaba de repasar el encuentro con Jian una y otra
vez. ¿En qué momento lo había estropeado todo?
–A lo mejor
debería haberle ofrecido más –dijo, pensando en voz alta–. ¿Cinco millones? La
gente normal aceptaría cinco millones, ¿no?
–A lo mejor
tienes que decirle la verdad –sugirió Ungjae.
–¿Estás
loco?
–Técnicamente,
no.
–¿Decirle
que ha heredado todo el patrimonio de mi abuela? ¿Servirle el pastel en bandeja
de plata? ¿Y también su propia ruina?
–Es que es
así. Ha heredado todo el patrimonio de tu abuela.
Sang sintió
que le hervía la sangre. Estaba viviendo una pesadilla, y Ungjae no estaba
siendo precisamente de mucha ayuda.
–Me traen
sin cuidado los papeles de la supuesta capilla –dijo Sang, casi con un
gruñido–. Wang Jian no es mi esposo. No tiene derecho a la mitad de Lee
Transportation, y tendrán que matarme antes que…
–Puede que
su abogado no esté de acuerdo contigo.
–Si su
abogado tiene un par de neuronas en la cabeza, le aconsejará que agarré los dos
millones y que desaparezca cuanto antes.
Estaban
casados. Sí. No podía sino reconocer el estúpido error que había cometido. Sin
embargo, su abuela no podía haber tenido eso en cuenta el redactar su
testamento. La ley podía decir una cosa, pero la realidad era muy distinta. Su
abuelo jamás hubiera querido que un extraño heredara todo su patrimonio.
No sabía en
Seúl se aplicaba la ley de los bienes comunes, pero, aunque lo fuera, Jian y él
nunca habían convivido. Nunca habían mantenido relaciones sexuales. De hecho,
ni siquiera habían sido conscientes de que estaban casados. La idea de que un
simple empleado de tres al cuarto fuera a quedarse con la mitad de su empresa
era descabellada.
–¿Has
pensado en conseguir una anulación? –preguntó Ungjae.
Sang
asintió. Había hablado con sus abogados, pero las noticias no habían sido muy
alentadoras.
–No nos acostamos
juntos –le dijo a Ungjae–. Pero él podría mentir y decir que sí lo hicimos.
–¿Crees que
mentiría?
–¿Y yo qué
sé? Pensaba que iba a aceptar los dos millones –Sang miró a su alrededor–
¿Estamos cerca de algún bar decente?
–No voy a
dejar que te emborraches a las tres de la tarde –Ungjae sacudió la cabeza y
giró a la izquierda con brusquedad.
El deportivo
se aferró al pavimento y pasó zumbando por delante de un taxi, casi rozándolo.
–¿Ahora
tengo niñera?
–Necesitas
un plan, no una copa.
Se detuvieron
ante un semáforo en rojo en la siguiente intersección. Dos taxistas tocaban el
claxon sin cesar y discutían con gestos acalorados. Un enjambre humano cruzaba
el paso peatonal bajo la fina llovizna que caía sin parar.
–Cree que yo
lo despedí.
–¿Y lo
hiciste?
–No –dijo
Sang con contundencia.
Ungjae lo
miró de reojo con gesto de escepticismo.
–¿Se lo
inventó o es que hiciste algo que lo hizo pensar que lo echabas de la empresa?
–De acuerdo
–dijo Sang, cambiando de posición en el asiento–. Rescindí el contrato para
Empire de renovar el edificio de oficinas. El proyecto no se acercaba en lo más
mínimo a lo que yo buscaba.
–Y entonces
lo echaron –dijo Ungjae, asintiendo con la cabeza. Sang levantó las palmas de
las manos en un gesto defensivo.
–La elección
del personal es cosa de ellos, no mía.
El proyecto
de renovación de Jian era exótico y ostentoso; un diseño excéntrico, plagado de
estridencias modernistas. Aquello no casaba en absoluto con la imagen
corporativa de la empresa. Lee Transportation llevaba más de cien años siendo
uno de los emblemas corporativos de la ciudad de Seúl. Sus clientes, personas
serias y trabajadoras, confiaban en ellos de forma incondicional, y esperaban
solidez y estabilidad a cambio de su confianza.
–¿Entonces
por qué te sientes culpable? –preguntó Ungjae al tiempo que entraban en un
aparcamiento subterráneo.
–No me
siento culpable.
Sólo eran
negocios, ni más ni menos. La culpa no formaba parte de la ecuación.
No tenía que
dar su brazo a torcer porque una vez hubiera bailado con él, o porque lo
hubiera tenido en sus brazos y lo hubiera besado… o porque durante una fracción
de segundo hubiera llegado a preguntarse si había alcanzado el cielo… Las decisiones
basadas en un impulso sexual siempre llevaban a un hombre al fracaso
profesional y económico.
Ungjae soltó
una exclamación de incredulidad al tiempo que llegaban a la cabina del empleado
del aparcamiento. Se detuvo y puso punto muerto.
–¿Qué? –dijo
Sang, desafiante.
Ungjae le
señaló con el dedo antes de hablar.
–Ya conozco
muy bien esa expresión. Cuando teníamos quince años robamos una botella de vino
de la bodega de mi padre, y también me acuerdo muy bien del día en que te
«liaste» con Jenri.
El empleado
abrió la puerta del conductor y Ungjae dejó caer las llaves sobre su mano.
Sang también
bajó del coche.
–No estoy en
deuda con Wang Jian y desde luego nunca… –cerró la boca antes de hablar más de
la cuenta y rodeó el reluciente capó del deportivo. La belleza de Wang Jian no
tenían cabida en aquella conversación, así que no había por qué sacarle a
colación.
–A lo mejor
ése es tu problema –dijo Ungjae. Sang soltó una exclamación sin palabras.
–Te casaste
con él –añadió su amigo, sólo para
mortificarlo. Era evidente que Ungjae estaba disfrutando mucho con todo
aquello–. Debió de gustarte, aunque sea un poco –dijo al tiempo que cruzaban el
aparcamiento–. Tú mismo me has dicho que no te acostaste con él. A lo mejor lo
que sientes no es rabia, sino otra cosa… –dijo en un tono claramente
insinuante.
–Tienes
razón, no es rabia. Es pura furia –le espetó Sang, cada vez más molesto–. Y en
cuanto a lo que estás insinuando… Créeme. Sé muy bien cuál es la diferencia.
Lo único que
deseaba de Wang Jian era librarse de él de una vez y por todas; cualquier otro
interés estaba fuera de toda discusión.
–Dices que
sientes furia, pero, ¿contra quién? ¿Contra él o contra ti?
–Contra él
–dijo Sang–. Yo soy el que está intentando resolver las cosas. Si firmara los
malditos papeles, o si mi abuelo no hubiera…
–No me digas
que la vas a tomar con tu pobre abuelo ahora…
Sang no estaba
enojado con su abuelo Hae, pero tampoco era capaz de entender su
comportamiento. ¿Por qué había puesto en peligro la fortuna de la familia?
–No, pero…
¿En qué estaba pensando en ese momento?
Ungjae se
subió a la acera.
–A lo mejor
quería que tu pobre esposo fuera capaz de mantener cierto equilibrio de poder.
De repente
una idea inquietante se abrió camino entre los pensamientos de Sang.
–¿Mi abuelo
habló contigo acerca del testamento?
–No. Porque
era un joven cabal e inteligente.
Sang no
podía discrepar en ese sentido. Lee Donghae había sido un joven inteligente,
organizado y muy capaz. Sin embargo, esas cualidades no explicaban en absoluto
semejante decisión. Sus padres habían muerto en un accidente marítimo cuando él
tenía veinte años, y desde entonces su abuelo había sido su única familia.
Habían
estado muy unidos durante los últimos catorce años, pero su extraordinaria
fortaleza se había desvanecido durante su último año de vida. Había fallecido
tan sólo un mes antes, a la edad de noventa y un años.
Se
dirigieron al ascensor y Ungjae insertó la tarjeta corporativa que daba acceso
al helipuerto situado en la azotea del rascacielos.
–Probablemente
quería poner las cosas en su sitio –dijo Ungjae con una sonrisa, apoyándose en
la pared al tiempo que el ascensor se ponía en marcha–. Con todo ese dinero en
juego, por lo menos tendrás una mínima oportunidad de lograr que un joven
decente se case contigo.
–Me halaga
ver cuánto confías en mí –dijo Sang con ironía.
–Sólo digo
que…
–¿Que soy un
perdedor?
El ascensor
aceleró, rumbo a la última planta.
–Hay ciertos
rasgos de tu personalidad que asustan a las parejas.
–¿Como qué?
–Eres un
tipo malhumorado, testarudo y demasiado exigente. Te apetece un whisky a las
tres de la tarde y tu trasero ya no es el de antes.
–Mi trasero
no es asunto tuyo.
Sang ya iba
para treinta años, iba al gimnasio cuatro veces a la semana y
todavía podía correr más de 15 kilómetros en una hora.
–¿Y tú qué?
–le dijo a Ungjae, desafiante.
–¿Qué pasa
conmigo?
–Tenemos la
misma edad, así que tu trasero corre tanto peligro como el mío. Sin embargo, no
veo que tengas ninguna prisa por sentar la cabeza.
–Soy piloto
–dijo Ungjae, sonriendo de nuevo–. Los pilotos son sexys. Aunque seamos viejos y
tengamos canas, siempre conseguimos a los jovencitos.
–Oye, yo soy
millonario –dijo Sang.
–¿Y yo no?
El ascensor
se detuvo y las puertas se abrieron, dándoles acceso al pequeño vestíbulo
previo al helipuerto. Uno de los helicópteros negros y amarillos de Imfact Air
los esperaba en la pista. Tras formarse como piloto, Ungjae había creado Imfact
Air como filial dependiente de la empresa de su familia, y la había convertido
en una de las aerolíneas más importantes de Corea.
Ungjae
saludó con un gesto a un técnico uniformado y entonces subió al aparato. Sang
hizo lo mismo.
–¿Quieres
que te deje en el despacho? –le preguntó, comprobando una serie de
interruptores y poniéndose los auriculares.
–¿Qué planes
tienes? –preguntó Sang, que no tenía ninguna prisa por quedarse solo con sus
miserias. Tenía mucho en qué pensar, pero primero quería consultarlo con la
almohada, empezar de nuevo, olvidar la desagradable escena con Jian…
–Me voy a la
isla –dijo Ungjae–. Mi tío Ryeowook lleva tiempo pidiéndome que me pase, así que
voy a verle.
–¿Te importa
si voy contigo?
Ungjae lo
miró de reojo, sorprendido.
La mejor
forma de describir al tío Ryeowook era decir que era un excéntrico. La memoria ya
le empezaba a fallar y, por alguna razón, pensaba que Sang era un patán. También
le gustaba torturar al violín Stradivarius de la familia y solía leer sus
propios poemas en voz alta.
–Tiene dos
pekineses nuevos –le advirtió Ungjae.
Pero a Sang
no le importaba. La isla siempre había sido su refugio y en ese momento
necesitaba despejarse un poco antes de trazar el «Plan B».
–Espero que
tu padre todavía tenga ese Glenlivet de treinta años.
–Dalo por
hecho –dijo Ungjae, arrancando el aparato.
En unos
segundos, las aspas del helicóptero comenzaron a girar y lo elevaron en el
aire.
***
Una semana
después, Jian quedó con su amigo y abogado Kim Taeho en el parque que estaba
detrás de donde Taeho trabajaba como profesor de Derecho. Los cerezos estaban
en flor y su aroma impregnaba el ambiente. Era miércoles, a la hora de comer, y
los bancos cercanos al estanque de los patos estaban llenos de estudiantes y
trabajadores.
–He
terminado de revisar tus papeles –dijo Taeho.
Eran amigos
desde la universidad. Habían compartido dormitorio en la residencia
universitaria y se habían hecho inseparables desde el primer momento.
–¿Puedo
firmar los documentos? –preguntó Jian. Los rayos del sol reflejaba sus
siluetas en la superficie del estanque–. ¿Cuánto tiempo debería esperar antes
de hacerlo?
Taeho esbozó
una sonrisa radiante y apretó el sobre contra el pecho de su amigo. Jian lo
agarró de forma instintiva.
–Oh, es
mucho mejor que eso –dijo Taeho.
–¿Mejor que
qué?
Taeho soltó
una carcajada.
–Quiero decir
que te ha tocado la lotería.
–¿La
lotería?
Jian no
entendía ni una sola palabra de lo que su amigo le decía. ¿Por qué le hablaba
así?
–¿Qué
quieres? ¿Una mansión? ¿Un jet privado? ¿Un billón de dólares?
–Ya te lo
dije. No quiero su dinero. ¿Y qué quieres decir con eso de un billón? Él me
ofrecía dos millones.
–Eso es
mucho más que dos millones –dijo Taeho, sacudiendo la cabeza, sorprendido–. Es
todo lo que tenía el mismísimo Lee Donghae.
Jian levantó
las manos e hizo un gesto que indicaba su absoluta incomprensión. Suponía que
Lee Donghae tendría algo que ver con Lee Sang, pero ahí se había quedado. ¿Qué
tenía que ver ese joven con el dinero de él? Taeho se acercó a su amigo y bajó
el tono de voz, como si se tratara de una conspiración.
–Donghae era
el matriarca de la familia Lee –le dijo, mirando alrededor con recelo–. Murió
hace un mes en la mansión de los Lee de Star Island.
El camino se
bifurcaba, así que Taeho condujo a Jian hacia la ruta que rodeaba el estanque.
Sus zapatos repiqueteaban contra el pavimento caliente y liso.
Jian seguía
sin entender nada.
–Leí una
copia de su testamento –añadió Taeho–. Y tú, mi querido amigo, estás en él.
–¿Pero cómo
voy a estar en él?
–De hecho
–dijo Taeho en un tono de profundo regocijo–. Tú eres el único beneficiario.
Jian se
detuvo en seco y clavó su mirada en los ojos de Taeho.
–Le ha
dejado toda su fortuna al esposo de Lee Sang.
–Ya. Desde
luego –dijo Jian, pensando que se trataba de una broma.
–Lo digo muy
en serio.
Jian se
apartó un poco para dejar pasar a un par de ciclistas.
–¿Y cómo iba
a saber que yo existía?
–No lo sabía
–Taeho sacudió la cabeza–. Eso es lo que lo hace increíble. Bueno, en realidad
todo es increíble.
–Taeho…
–empezó a decir Jian con impaciencia.
–Según el
testamento todo su patrimonio está sujeto a un fideicomiso hasta que Sang se
case –dijo Taeho–. Pero él ya se ha casado, así que, ante la ley, te
corresponde el cincuenta por ciento de Lee Transportation.
Jian sintió
que se le aflojaban las rodillas. Por eso parecía tan desesperado.
–Bueno, ¿qué
quieres? –preguntó Taeho, entre risas.
Sin
palabras, Jian le devolvió el sobre. Aquello era demasiado para él. Dio un paso
atrás y sacudió la cabeza.
–No quiero
nada –dijo finalmente.
–No seas
tonto.
–La boda fue
una farsa. Fue un error. Yo no quería casarme con él y desde luego no merezco
heredar la mitad de su empresa.
–Entonces
acepta el dinero –le dijo Taeho, intentando razonar.
–Tampoco
quiero el dinero.
Taeho levantó
las palmas de las manos en un gesto de exasperación.
–¿Y entonces
qué quieres? ¿Cómo quieres tomarte la revancha?
Jian pensó
en ello un momento.
–Quiero que
sufra.
Taeho soltó
una risotada, agarró del brazo a su amigo y continuó andando.
–Confía en
mí, cariño –le dio un palmadita en la espalda–. Ya está sufriendo.
–Y quiero un
trabajo –dijo Jian con convencimiento–. No quiero dinero fácil –añadió, con la
voz cada vez más fuerte–. Quiero una oportunidad para demostrar lo que valgo.
Soy un buen… No. Soy un gran arquitecto. Sólo quiero una oportunidad para
demostrarlo.
El camino
terminaba en la acera. Taeho levantó la vista y contempló el logo de Lee
Transportation, colocado en lo alto del edificio sede de la empresa.
–Entonces
pídesela.
Jian arrugó
los párpados para protegerse de los inclementes Kanginos de sol y contempló
aquellas enormes letras azules. Se volvió un instante hacia su amigo y después
volvió a mirar el logo.
–Cuánto te
quiero, Taeho –le dijo, esbozando una sonrisa y apretando el brazo de su
amigo–. Es un plan brillante.
Y eso era
exactamente lo que iba a hacer. Conseguiría que Lee Sang le diera un empleo; el
trabajo que debía haber sido suyo desde un primer momento: el proyecto de
renovación de la sede de Lee Transportation.
Retomaría el
asunto justo donde lo había dejado, o mejor aún… Desarrollaría una iniciativa
mucho más llamativa. Y entonces, una vez le hubiera demostrado a todo el mundo
que era un arquitecto con talento, firmaría los papeles y Lee Sang recuperaría
su empresa. Además, así no tendría que irse de Seúl.
La luz
cambió a verde y Jian tiró del brazo de su amigo.
–Te vienes
conmigo.
–Tengo clase
ahora –Taeho vaciló un momento.
–No
tardaremos mucho –le prometió Jian.
–Pero…
–Vamos.
Necesito que le sueltes algo de jerga legal para que se asuste un poco.
–Ya está
asustado. Créeme –dijo Taeho, echando a andar.
–Entonces
todo será muy fácil –le aseguró Jian mientras subía la corta escalinata.
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