Atravesaron
el vestíbulo del edificio Lee y se dirigieron directamente al despacho de Sang,
situado en el último piso. Jian conocía muy bien las instalaciones, así que era
imposible perderse.
–He venido a
ver a Lee Sang –anunció ante la recepcionista unos minutos después, en un tono
seguro y convencido. El corazón se le había acelerado y las palmas de las manos
le sudaban sin cesar.
–¿Tiene
cita? –le preguntó la joven morena con suma cortesía, mirándole a él y después
a Taeho.
–No
–admitió, y entonces se dio cuenta de que era bastante difícil que Sang
estuviera disponible en ese preciso momento.
–Dígale que
se trata de un asunto legal –dijo Taeho, dando un paso adelante–. Wang Jian.
La joven
morena levantó la cabeza bruscamente, llena de curiosidad.
–Claro. Por
supuesto. Un momento, por favor –dijo, levantándose de la silla.
–Te mandaré
la factura –contestó Taeho con un hilo de voz.
–No. No lo
harás –dijo Jian en un tono bromista.
–Dentro de
diez minutos más o menos, podrás permitirte mi minuta –dijo Taeho, bromeando.
–Mándale la
factura a Sang –sugirió Jian, que ya empezaba a sentir mariposas en el
estómago.
–Lo haré.
La
recepcionista volvió enseguida, esbozando una perfecta sonrisa de plástico mil
veces ensayada.
–Por aquí,
por favor.
Los condujo
a través de unas cuantas estancias y oficinas hasta llegar a unas dobles
puertas situadas al final del corredor. Al otro lado se vislumbraba un lujoso
despacho con alfombras de color burdeos. Jian fue el primero en entrar. Al
verla acercarse, Sang se puso en pie.
–Gracias,
Amy –le dijo a la recepcionista con un gesto.
La joven
abandonó la estancia inmediatamente y cerró las puertas al salir. Él miró a
Taeho fugazmente y entonces levantó una ceja.
–Mi abogado
–le explicó Jian de inmediato–. Kim Taeho.
–Por favor…
–dijo, invitándolos a sentarse con un gesto.
–Firmaré tus
papeles –le dijo, permaneciendo de pie.
Sang miró a
Taeho un instante y después volvió a mirar a Jian. Se atisbaba una sonrisa en
sus labios y en sus ojos había un profundo alivio.
–Pero quiero
dos cosas –dijo Jian, prosiguiendo. Aunque supiera que era un momento para
disfrutar, estaba demasiado nervioso como para regodearse viéndole sufrir.
Sin embargo,
aquello tenía que salir bien. Tenía que salir bien.
Sang arrugó
el entrecejo y Jian casi pudo ver las cifras y los cálculos que bailaban en su
mente.
–Uno…
–añadió, contando con los dedos–. El matrimonio será un secreto. Dos. Me das un
trabajo. Director del proyecto de renovación o algo similar.
–¿Quieres un
trabajo? –Sang aguzó la mirada.
–Sí.
Parecía
realmente confundido.
–¿Por qué?
–Necesitaré
un despacho y algo de personal de apoyo para terminar el proyecto de
renovación. Como todo eso está disponible aquí…
Él
permaneció en silencio durante unos segundos.
–Te ofrezco
dinero, no un trabajo.
–No quiero
tu dinero.
–Jian…
Jian se puso
erguido.
–Esto no es
negociable, Sang. Yo llevo las riendas y tengo carta blanca. Te hago la
renovación del edificio, a mi manera, y…
Él se
inclinó hacia delante e hizo tamborilear los dedos sobre el escritorio.
–Ni hablar.
–¿Cómo?
Se
fulminaron con la mirada durante un incómodo segundo y un millón de emociones
circuló por el organismo de Jian. Él resultaba de lo más intimidante, pero
también era innegablemente atractivo. Lee Sang era tanto el problema como la
solución.
–Debería
saber, señor Lee… –dijo Taeho. Su voz sonaba altiva y autoritaria–. Que le he
entregado una copia del testamento de Lee Donghae al joven Wang, tal y como fue
archivado en el juzgado testamentario.
De pronto se
hizo un vacío en la estancia. Nadie se movía. Nadie respiraba. Jian se obligó a
mantenerse firme y erguido, cruzó los brazos sobre el pecho y dejó que la
expresión de Lee Sang lo llenara de confianza. Él parecía realmente anonadado.
–Me
divorciaré de ti, Sang –le dijo–. Firmaré lo que haga falta y te devolveré toda
tu empresa, tan pronto como recupere mi carrera como arquitecto.
Una mirada
furibunda se clavó en él.
–¿Me estás
chantajeando?
–Estoy
haciendo un trato –a Jian se le puso la carne de gallina. Transcurrieron varios
segundos llenos de silencio.
La expresión
de él apenas cambió, pero finalmente asintió con un leve gesto de la cabeza.
En ese
momento el corazón de Jian dio un vuelco y una ola de alivio le recorrió de
pies a cabeza.
Lo había
conseguido. Había conseguido una segunda oportunidad.
Sang jamás
lo perdonaría, pero eso no tenía la más mínima importancia. Lo que de verdad
importaba era que había recuperado su empleo.
De pie bajo
la marquesina de cemento del edificio Lee, Jian contempló la lluvia que caía
copiosamente. Era el final de su primer día de trabajo, y los nervios habían
dado paso a un optimismo precavido. Sang no lo había hecho sentir precisamente
bienvenido, pero por lo menos tenía un escritorio, un despacho cubículo sin
ventanas, una mesa plegable y un mueble de archivos destartalado.
Inhaló el
húmedo aire de mayo. Enormes gotas de lluvia se estrellaban contra el pavimento
y formaban charcos y riachuelos por doquier. Miró al cielo, encapotado y
oscuro, y calculó la distancia que había hasta las escaleras del metro,
situadas en la siguiente manzana. Ojalá hubiera comprobado el pronóstico del
tiempo por la mañana. Ojalá hubiera metido el paraguas.
–Encontraste
todo lo que necesitabas, ¿no? –le dijo una voz familiar desde detrás.
Jian se dio
la vuelta lentamente.
Lee Sang
parecía más alto e imponente que nunca frente a la fachada de aquel histórico
edificio.
–¿No podías
haberme buscado un despacho más pequeño? –le preguntó, intentando contraatacar.
–¿No te has
enterado todavía? –le preguntó él, esbozando una gélida sonrisa irónica–.
Estamos haciendo reformas.
–Pero tu
despacho sí que es bastante grande –le dijo, persistiendo, con la esperanza de
despertar algo de culpa en aquel ser indolente.
–Eso es
porque soy el dueño de la empresa –le dijo él. La expresión de su rostro dejaba
claro que también era dueño de una buena parte del mundo.
–Y yo
también –le dijo ella sin pestañear. Sin embargo, la victoria no iba a durarle
mucho.
–¿Quieres
que eche a mi vicepresidente por ti? –le preguntó él, desafiante, pero seguro
de sí mismo.
–¿No tienes
nada que no sea ni un despacho de ejecutivo ni un armario empotrado?
–Elije tú
mismo –le dijo él, encogiéndose de hombros–. Puedo echar a quien quieras de su
despacho.
–Y entonces
sabrán que es por mí.
–Pero eres
el dueño de la empresa, ¿no?
–Simplemente
trátame igual que a todos los demás –dijo Jian, poniendo los ojos en blanco.
–Eso es un
poco difícil –le dijo él al tiempo que señalaba un despampanante coche negro
que se acercaba a la acera en ese momento–. ¿Te acerco a algún sitio?
–¿Subirme al
coche del jefe después de mi primer día de trabajo? –dijo, mirándolo con
incredulidad. Tenía que estar de broma.
–¿Tienes
miedo de que la gente piense algo que no es?
–Tengo miedo
de que piensen algo que es.
–Tengo unos
documentos que tienes que firmar –dijo él, esbozando una media sonrisa.
La lluvia no
remitía, pero Jian dio un paso adelante, mascullando un juramento.
–Lo del
divorcio tendrá que esperar, señor Lee.
Sang salió a
la lluvia detrás de él, siguiéndole el ritmo.
–No son
papeles de divorcio, joven señor Lee.
Jian se
sobresaltó al oír aquel apelativo en sus labios. Ladeó la cabeza y lo miró con
disimulo. Aquellos ojos oscuros, el entrecejo enfurruñado, la cicatriz en su
pómulo derecho…
Trató de
imaginarse una escena íntima, en la que bromeaban, se tocaban…
–¿Jian?
La voz de él
lo devolvió a la realidad.
–¿Qué clase
de papeles?
Él miró a su
alrededor. Varios empleados salían por la puerta del edificio en ese momento,
pero ninguno estaba lo bastante cerca como para oír.
–Se trata de
la confirmación de mi puesto como presidente y director general.
–¿Y qué eres
ahora?
–Presidente
y director general –sus ojos de hierro eran tan oscuros e impenetrables como
los nubarrones de una tormenta–. Los dueños de la empresa han cambiado.
Jian
necesitó un instante para asimilar la magnitud de sus palabras. Sin su firma,
el puesto de Lee Sang en la empresa corría peligro. Sin su autorización, no
podía hacer lo que siempre había hecho, y no podía ser quien siempre había
sido. De repente, algo frío y duro se le clavó en el estómago. Algo no estaba
bien. No era correcto que tuviera tanto poder cuando lo único que deseaba era
conservar su puesto de trabajo. Además, no quería ahondar más en aquello tan
extraño que sentía por Lee Sang.
–Entra en el
coche, Jian –le dijo él–. Tenemos que firmar y zanjar este asunto.
En ese
momento Jian se fijó en el río de empleados que salía por la puerta principal
del edificio. Aunque bajaran las escaleras a toda prisa para escapar de la
lluvia, todos les lanzaban miradas curiosas y fugaces. Y eso fue lo que le hizo
decidirse. Subir al coche del jefe delante de todo el personal estaba fuera de
toda discusión.
–Recógeme en
Revolt, más allá de la parada de autobús –le dijo, acercándose un poco y
bajando la voz.
–No es para
tanto, ¿no crees? –le dijo él, poniendo los ojos en blanco un instante.
–Sí que es
para tanto –le dijo.
–Te vas a
calar hasta los huesos –le advirtió él.
–Buenas
tardes, señor Lee –le dijo, alzando la voz para que todo el mundo le oyera, y entonces
siguió de largo.
Tras cruzar
la concurrida calle, se secó un poco la cara, sacó el móvil y apretó el botón
de marcación rápida mientras corría hacia la marquesina de la parada de
autobús.
–¿Jian?
–dijo Taeho desde el otro lado de la línea. Su voz sonaba algo fatigada.
–¿Qué estás
haciendo?
–Estoy en la
bicicleta.
Jian se
imaginó a su amigo, pedaleando furiosamente en la bicicleta estática que tenía
en su pequeño ático.
–Voy a
llegar tarde a la cena –dijo Jian.
–¿Qué pasa?
–preguntó Taeho.
–Estoy a
punto de meterme en un enorme y siniestro coche negro con Lee Sang –mientras se
abría paso entre la gente, Jian bajó el tono de voz para sonar misterioso e
intrigante.
–Entonces
será mejor que me des la matrícula.
–Te la
mandaré en un mensaje –Jian soltó una carcajada.
–¿Por qué
vas a subir a su coche?
–Quiere que
firme algo.
–Entonces
deberías dejarme leerlo antes.
–Lo haré si
parece complicado –le prometió a Taeho–. Dice que es para confirmar su puesto
como presidente y director general –añadió, sabiendo que no podía creerse nada
de lo que ese hombre le dijera.
–Podría ser
un truco –le advirtió Taeho.
–Ésa es otra
de las razones por las que te quiero tanto –le dijo Jian, sonriendo.
–Ahora en
serio, Ji. Si ves por algún lado las palabras «irreconciliable» o «absoluto»,
echa a correr.
–Lo haré
–dijo Jian.
El coche
negro se acercaba.
–Ups. Ahí
está. Tengo que dejarte.
–Llámame
cuando hayas terminado. Quiero todos los detalles. Y quiero cenar –Taeho se
quedó sin aire un momento–. Definitivamente quiero cenar.
–Te llamaré
–prometió Jian, cerrando el teléfono y guardándoselo en el bolso al tiempo que
Lee Sang bajaba del coche.
Él se subió
las solapas del abrigo y le hizo señas para que entrara en el vehículo. Jian se
sujetó el abrigo, empapado y chorreante, y subió al coche como pudo.
–Lunático
–le murmuró él entre dientes.
–Tienes
suerte de que no vayamos a tener hijos –le dijo Jian por encima de hombro al
tiempo que se acomodaba en el asiento.
–Tengo
suerte de saber que me libraré de ti –le dijo él, cerrando la puerta. Rodeó el
coche y subió por el lado del conductor.
Jian se secó
un poco las manos, se alisó la chaqueta y entonces frunció el ceño. Su bolso se
había convertido en una enorme y pesada masa de agua.
–A
Miangdon –le dijo al conductor. Al
inclinarse adelante se vio de refilón en el espejo retrovisor. Tenía un aspecto
horrible.
–Al ático,
Henry –dijo Sang, corrigiéndolo.
–¿No me vas
a acercar a casa? –exclamó Jian, anonadado.
No obstante,
no sabía muy bien por qué se dejaba sorprender por sus malos modales. Lee Sang
era un tipo egoísta y prepotente.
–Henry te
llevará a casa más tarde.
Jian levantó
una ceja a modo de interrogante.
–Tengo los
papeles en el ático.
El joven se
dio cuenta de que había mordido el anzuelo. Tener los papeles en el coche
hubiera sido demasiado sencillo para un hombre como él. Resignado desistió de
su empeño en arreglarse un poco. Estaba hecho un desastre, y no había nada que
hacer.
–No te
preocupes por mí –le dijo–. No es que tenga vida propia –añadió en un tono
afilado.
Henry se
incorporó al río de coches, Sang lo miraba de reojo, con escepticismo.
–Basta con
un garabato y estarás fuera de este lío.
Jian sacudió
la cabeza con decisión. Por mucho que quisiera romper los lazos maritales, no
podía dejarle salirse con la suya así como así. Si lo hacía, él le echaría a la
calle en un abrir y cerrar de ojos.
Sang se
recostó en el cómodo asiento de cuero y se puso de frente a él.
–¿Y si te
prometo que conservarás tu trabajo?
La lluvia
caía cada vez con más fuerza sobre el techo solar del vehículo, y los
parabrisas apenas quitaban el agua de la luna delantera.
Jian se
volvió hacia él y lo miró a los ojos.
–Para eso
tendría que confiar en ti.
–Puedes
confiar en mí.
Jian soltó
una risotada.
–Me
arruinaste la vida.
–Te he
convertido en un joven muy rico.
–No quiero
ser un joven rico.
–Lo diré de
nuevo. Puedes salir de ésta cuando quieras.
Jian se
dedicó a mirar a su alrededor y a examinar el interior del coche, ignorándole
por completo.
–¿Hay alguna
forma de terminar esta conversación, o vamos a seguir dando vueltas sin llegar
a ningún sitio?
Los cláxones
de los coches que estaban a los lados pitaron con fuerza al tiempo que Henry
giraba a la izquierda. Jian se apartó el pelo húmedo de la cara y trató de
resistir la tentación de quitarse los encharcados zapatos y hundir los dedos de
los pies en la mullida alfombra del coche.
–Creo que no
te va a gustar ser mi socio en los negocios –le advirtió Sang.
–¿Porque tú
vas a hacer que sea un infierno? –le preguntó, mirándolo fijamente.
–Y yo que
pensaba que estaba siendo sutil.
–Esto tiene
cincuenta páginas –de pie, en mitad del salón del ático de Sang, Jian frunció
el ceño al examinar el documento.
–Se trata
del control de una corporación que vale millones de dólares –le dijo él,
haciendo acopio de toda su paciencia, que no era mucha–. Sería un poco difícil
resumirlo todo en un folio.
–Tendré que
llevárselo a mi abogado –dijo Jian, inclinándose para meterlo en el bolso.
–Léelo antes
de decidir –dijo Sang con ironía–. No está en chino –añadió–. Tú y yo tenemos
que firmar en la página tres, para autorizar al comité de dirección. Los
miembros ya han firmado en la página veinte, ratificándome en mi puesto. El
resto es… Bueno, léelo. Ya lo verás.
Jian titubeó
un momento y lo observó con ojos de sospecha.
–Muy bien
–dijo unos segundos más tarde. Soltó el bolso sobre el sofá y suspiró–. Le
echaré un vistazo.
Sang contuvo
una mueca de dolor al ver cómo el bolso empapado caía sobre su flamante sofá
forrado en cuero blanco.
–¿El abrigo?
–le dijo, extendiendo las manos antes de que lo tirara en cualquier parte.
Se quitó el
chubasquero. Debajo llevaba una camisa de flores la cual le quedaba un poco
holgada, pero lo que llamó la atención de Sang fueron los ceñidos pantalones de
color negro que acentuaban sus piernas estilizadas.
–Gracias
–dijo Jian, entregándole el abrigo.
–Yo… Ah…
–señaló en la dirección del pasillo y la cocina, y se escapó antes de que su
propio rostro lo delatara.
Una vez en
la cocina, encontró una nota de su ama de llaves. Le había dejado ensalada y
pollo en la nevera, y también le había dejado una botella de Cabernet sobre la
barra. Agarró el sacacorchos de forma automática, respirando hondo, tratando de
controlar las emociones que luchaban en su interior.
Frustración,
deseo… Sin duda Jian era un joven atractivo. Eso ya lo sabía. Lo había sabido
desde el primer momento. Pero había jóvenes atractivos por todas partes, así
que no tenía por qué obsesionarse con él. Sacó el corcho.
No. No tenía
por qué encapricharse de él. De hecho, lo mejor que podía hacer era buscarse
una cita; eso lo mantendría distraído. Últimamente había trabajado demasiado.
Eso era todo.
Una cita con
un joven hermoso cortaría por lo sano aquella estúpida fascinación por Wang
Jian. Sacó dos copas del mueble de la cocina. Ungjae se había ofrecido a
presentarle al nuevo piloto de su avión privado. Decía que era atractivo y
atlético.
Antes de
darse cuenta de lo que había hecho, había llenado dos copas de vino.
–Oh, maldita
sea –se detuvo un instante, para recapitular. En realidad el vino no era tan
mala idea.
Si Jian
firmaba, podían brindar por ello, o quizá el alcohol la ablandaría un poco…
Se quitó la
chaqueta del traje y fue un momento al dormitorio. La guardó en el armario, se
quitó la corbata y se miró en el espejo. Se desabrochó los puños de la camisa y
se la remangó hasta los codos. Si aquello hubiera sido una cita, se habría
afeitado y cambiado de ropa, pero no lo era. Y su apariencia no tenía la más
mínima importancia para Wang Jian.
Algo más
cómodo, regresó a la cocina, agarró las copas y se dirigió al salón. Al llegar
junto a la puerta se detuvo un instante. Jian parecía sentirse como en casa. Se
había quitado los zapatos y había doblado las piernas hasta apoyarlas bajo los
muslos; sus pies descalzos apoyados contra el brazo del sofá. El cabello se le
estaba secando, tomando volumen. Parecía totalmente concentrado. Escudriñaba el
documento con toda atención, achicando los ojos y arrugando los labios.
Mientras lo
observaba, debió de moverse, porque se volvió.
–¿Vino? –le
ofreció, levantando una de las copas, fingiendo que no lo había estado mirando.
–Tienes
razón –le dijo, soltando los papeles sobre su regazo y estirando un brazo por
encima del sofá; un gesto casual, pero muy sensual.
–Nunca creía
que te oiría decir eso –le dijo. Hubiera querido sonar más irónico, pero las
palabras no salieron de esa manera.
–Lo firmaré
–dijo, volviendo a la primera página del documento y poniéndolo sobre la mesa.
–¿En serio?
–le preguntó Sang, sin poder evitar la sorpresa. Le dio la copa de vino, para
disimular.
Jian la
aceptó y se encogió de hombros.
–Es justo
como tú has dicho.
–Vaya –dijo
él, en un tono sarcástico.
–Me ha
sorprendido mucho –dijo Jian, notando que él se había quitado la chaqueta y la
corbata.
Él se sentó
al otro lado del sofá.
–Entonces,
«salud» –dijo, levantando su propia copa.
Jian se
permitió una media sonrisa; una que lo hacía más hermoso que nunca. Se inclinó
adelante y chocó su copa contra la de él.
Con ese
movimiento le ofreció una generosa visión de su pecho, tan generosa que Sang tuvo
que apartar la vista rápidamente. Ambos bebieron un sorbo de vino.
Y entonces
la sonrisa se hizo más grande y un hoyuelo travieso se dibujó en su mejilla
derecha.
–¿Un día
duro en la oficina, cariño? –le preguntó en un tono bromista. Sang sintió un hormigueo
en su interior al oírla.
–Ya sabes…
Lo de siempre –le dijo, siguiéndole la broma.
–¡Qué raro
es esto! –dijo Jian, cerrando los párpados.
–Sí.
–Es algo muy
raro. Quiero decir que, en una escala del uno al… Bueno, es raro. Es raro –hizo
una pausa y se puso serio–. No quiero sacar nada de todo esto –le dijo,
mirándolo fijamente y con honestidad.
Él levantó
las cejas con un gesto de escepticismo.
–Quiero
poner las cosas en su sitio –le aseguró.
–¿Es así
como lo ves en tu cabeza? –le preguntó el.
–En cuanto
me gane un lugar dentro de mi profesión, te dejaré en paz. Yo quiero una
carrera, Sang. No quiero quedarme con tu empresa.
No podía
negarlo más. Le creía. Entendía que quisiera mejorar y realizarse
profesionalmente. Sus métodos no eran los más ortodoxos, pero no tenía más
remedio que aceptar que se había convertido en un mero instrumento para Jian;
un obstáculo que salvar para conseguir sus objetivos.
–¿Tienes un
bolígrafo? –le preguntó él, buscando la página de firmas del documento.
–Claro –se
levantó y fue a buscarlo al escritorio.
–Voy a cenar
con Taeho –le dijo Jian–. No quiero llegar tarde.
–Yo tengo
una cita –dijo él, mintiendo.
Después
llamaría a Ungjae y le pediría el teléfono de aquel piloto precioso.
Por que tiene que hacer todo tan dificil!
ResponderEliminarpor que no seduce a Jian y ya!!!
aceptar que le gusta y lo desea...ahhhhhhhh
Hombre, que complique!