Lee Sang era
la última persona a la que Wang Jian esperaba ver frente a su puerta. Aquel
hombre alto, pelinegro y de ojos feroces era la razón por la que estaba
haciendo la maleta, la razón por la que dejaba su apartamento de alquiler. Él
era la persona por la que se veía obligado a abandonar su ciudad. De frente a
él, cruzó los brazos sobre su camiseta polvorienta y vieja. Sólo podía esperar
que sus ojos rojos no lo delataran. Con un poco de suerte ya no tendría marcas
de lágrimas sobre las mejillas.
–Tenemos un
problema –dijo Sang en un tono tenso. Su expresión seguía siendo impasible y
con la mano izquierda sostenía un pequeño maletín de cuero negro.
Llevaba un
exquisito traje de firma y una impecable camisa blanca, combinados con una
corbata roja de seda de la mejor calidad y unos gemelos de oro macizo. Como de
costumbre, llevaba el pelo recién cortado y estaba recién afeitado. Sus
zapatos, tan pulidos que parecían espejos, debían de costar una pequeña
fortuna.
–No tenemos
nada –le dijo él, apretando los dedos de los pies dentro de los acolchados
calcetines que llevaba.
Jian iba
vestido de manera informal. Sus vaqueros estaban un poco gastados, pero no era
ningún desarrapado. Un joven tenía derecho a vestir cómodamente en su propia
casa. Lee Sang, en cambio, no tenía ningún derecho a estar allí.
–No estoy
bromeando, Jian.
–Y yo no me
estoy riendo –dijo. Los problemas del gran Lee Sang le daban igual.
Ese hombre
no sólo lo había echado de su puesto de trabajo, sino que también le impedía
trabajar en cualquier otra empresa de diseño de Seúl.
Él miró por
encima de su hombro.
–¿Puedo
entrar?
Jian fingió
considerarlo un momento.
–No.
Aunque fuera
el dueño y señor de Lee Transportation y también de muchas otras empresas, no
tenía ningún derecho a entrar en su casa, la cual, en ese momento, estaba hecha
un desastre, sobre todo por la lencería que estaba bajo la ventana.
Lee Sang
apretó la mandíbula. Y él hizo lo propio, manteniéndose firme.
–Es personal
–dijo él, insistiendo. Cambió el maletín de mano.
–No somos
amigos.
En realidad
eran enemigos, porque eso era lo que pasaba cuando una persona le arruinaba la
vida a otra. No importaba que él fuera atractivo, inteligente, triunfador, buen
bailarín… Había perdido todos sus derechos a… todo.
Sang se puso
erguido y entonces miró a ambos lados del viejo corredor de aquel edificio de
más de cincuenta años. La luz era mortecina y la moqueta estaba raída. En esa
sección del quinto piso había diez puertas, y la de Jian estaba al final del
pasillo, junto a la alarma de incendios y a la puerta de emergencia de acero.
–Muy bien
–dijo él–. Lo haremos aquí.
Jian
retrocedió unos pasos, dispuesto a regresar al refugio de su hogar.
No podía
ceder. Jamás volvería a hacer nada con él bajo ningún concepto.
–¿Recuerdas
aquella noche en Las Vegas? –le preguntó él. La pregunta le hizo detenerse en
seco.
Jamás
olvidaría la fiesta de empresa de Lee Transportation, después del Congreso
sobre Tecnología en Automotores, celebrada en el Bellagio tres meses antes.
Cantantes,
bailarines, malabaristas, acróbatas… Aquello había sido un derroche de
diversión destinado a entretener a la enorme multitud, en su mayoría clientes
de alto standing de la firma. Un hombre disfrazado de Elvis se los había
llevado de la pista de baile y los había hecho participar en una boda falsa.
En aquel
momento le había parecido muy divertido, de acuerdo con el tono ligero del
festejo. Obviamente, los martinis de frambuesa que se había tomado durante la
velada habían ablandado mucho su fuerza de voluntad y al final se había visto
arrastrado al estrado, más que dispuesto a representar aquella ridícula
parodia. Sin embargo, al volver la vista atrás, no podía sino avergonzarse de
sí mismo.
–¿El papel
que firmamos? –dijo Sang, continuando, al ver que guardaba silencio.
–No sé de
qué me estás hablando –le dijo, mintiendo.
En realidad
se había encontrado con los falsos papeles de la boda esa misma mañana. Era una
estupidez haber guardado aquel recuerdo sin sentido. Sin embargo, la ilusión de
pasar una noche colgado del brazo de Lee Sang había tardado unos días en
desvanecerse. Recordaba muy bien el momento en que había guardado aquellos
papeles. Entonces todo parecía tan mágico; aquellos minutos en la pista de
baile en compañía de Sang… Pero no había sido más que una fantasía ridícula.
Aquel hombre había destruido su vida a la semana siguiente.
–Es válido
–dijo él, respirando hondo. Jian frunció el ceño.
–¿Válido
para qué?
–Matrimonio.
Jian no
contestó. ¿Acaso estaba sugiriendo que habían firmado unos documentos reales?
–¿Es una
broma?
–¿Me estoy riendo?
–le preguntó él.
Y no lo
estaba haciendo. En realidad Lee Sang rara vez sonreía, y tampoco era muy dado
a hacer bromas. Aquella noche, al parecer, había sido una excepción.
–Estamos
casados, Jian –le dijo, sin pestañear.
Eso no podía
ser cierto. Había sido una farsa. Habían representado un papel sobre un
escenario. Nada más.
–Estábamos
borrachos –dijo Jian, incapaz de creer semejante tontería.
–Archivó el
certificado.
–¿Y cómo lo
sabes? –preguntó Jian, con un remolino de ideas en la cabeza.
–Porque me
lo han dicho mis abogados –le dijo, y entonces miró hacia el interior del
apartamento con disimulo–. ¿Puedo entrar, por favor?
Jian pensó
en las novelas de misterio que estaban tiradas en el sofá, las revistas que
descansaban sobre la mesita central, el montón de papeles del banco, la tarjeta
bancaria, los extractos bancarios… Recordó el paquete medio lleno de donuts que
estaba sobre la encimera de la cocina, la cajita de lencería sexy,
completamente a la vista. Si le estaba diciendo la verdad, no podía ignorarle
así como así. Apretó los dientes.
¿Qué
importancia tenía lo que él opinara? ¿Por qué iba a importarle que viera los
donuts en la cocina? En cuestión de unos días, él habría salido de su vida para
siempre. Lo dejaría todo atrás, y empezaría de nuevo en otra ciudad.
Al pensar en
ello, sintió un nudo en la garganta y los ojos volvieron a llenársele de
lágrimas. Cuántas veces había tenido que empezar de nuevo… Ya casi había
perdido la cuenta. Todas aquellas casas de acogida… Jamás había podido tener
esa sensación de seguridad y normalidad que estaba a punto de perder. Había
vivido en ese apartamento desde su comienzo en la universidad, y era lo más
parecido a un hogar que jamás había conocido.
–¿Jian?
Él se tragó
todas las emociones.
–Claro –le
dijo con decisión y seriedad, dejándole paso–. Entra.
Al entrar en
la casa Sang reparó en el desorden de cajas de embalar que estaban esparcidas
por todo el apartamento. No tenía sitio donde sentarse, y él ni siquiera le
ofreció una silla.
Pero, de
todos modos, no iba a quedarse mucho tiempo allí.
Aunque
intentara ignorarla, Jian no dejaba de mirar de reojo la caja de lencería. Sang
lo siguió con la mirada y finalmente reparó en la pijama de seda blanco y malva
que su amigo Taeho le había regalado por Navidad.
–Disculpa
–dijo en un tono seco y fue a cerrar la caja.
–Claro –dijo
Sang, en un tono ligeramente burlón. Se estaba riendo de él. Perfecto.
Las tapas de
la caja volvieron a abrirse, y Jian se ruborizó. Se volvió hacia él, desviando
su atención. Sin embargo, por encima del hombro de él podía ver la caja abierta
de donuts. Tres de ellos ya habían ido a parar a sus caderas esa misma mañana.
Sang, por el contrario, no parecía tener ni una pizca de grasa en su escultural
cuerpo. Seguramente su desayuno consistía en una pieza de fruta, cereales y
proteínas; todo preparado por su chef personal, que utilizaría ingredientes
importados.
Él dejó el
maletín sobre un montón de DVDs y abrió la solapa.
–Mis
abogados han preparado los papeles del divorcio.
–¿Necesitamos
abogados? –Jian aún intentaba hacerse a la idea. Estaba casado.
Con Sang. Su
mente quería correr en distintas direcciones, pero sujetó bien las riendas. Lee
Sang podía ser guapo, inteligente y rico, pero también era frío, calculador y
peligroso. Había que estar loco para querer casarse con él.
–En estos
casos los abogados son un mal necesario –le dijo él, sacando documentos.
Jian sintió
como le hervía la sangre al oír aquel tópico sobre los abogados. Su amigo Taeho
no era «un mal necesario»; nada más lejos. ¿Cómo reaccionaría Taeho al
enterarse de lo que le había pasado? ¿Se reiría, o acaso se enfadaría con él?
¿Se preocuparía? La situación era de lo más absurda.
Jian se
llevó un mechón de cabello detrás de las orejas y comenzó a juguetear con su
pendiente. Cada vez se ponía más nervioso. Esperó a que Sang volviera a
prestarle atención y entonces habló.
–Creo que a
veces lo que pasa en Las Vegas no se queda en Las Vegas.
Un músculo
se contrajo en la mandíbula de Sang y Jian sintió un agradable pinchazo de
satisfacción al ver que le había hecho perder la compostura, aunque sólo fuera
por un instante.
–Convendría
que te tomaras todo esto más en serio.
–Nos casó
Elvis –dijo, sin poder contener la carcajada. Los ojos de Sang relampaguearon.
–Vamos, Sang
–dijo, intentando aligerar el tono de aquella conversación–. Tienes que admitir
que…
–Firma los
papeles, Jian –le dijo él, sacando un sobre de entre los documentos.
Quería
seguir con la broma un poco más.
–Supongo que
esto significa que no habrá Luna de Miel, ¿no?
Sang contuvo
la respiración y su mirada se desvió una fracción de segundo hacia sus labios.
De repente una visión fugaz y potente irrumpió en los pensamientos de Jian. ¿Se
habían besado aquella noche en Las Vegas? Quizá… Instantáneas de su boca, su
calor, el sabor de sus labios llenos y vigorosos… Se imaginó que podía sentir
sus brazos fuertes alrededor de la cintura, apretándole contra él. Hasta ese
momento siempre había creído que sólo había sido un sueño febril, pero…
–Sang,
nosotros…
Él se aclaró
la garganta.
–Intentemos
centrarnos un poco, por favor.
–Muy bien
–le dijo, apartando aquella imagen turbadora de sus pensamientos.
Si lo había
besado, aunque sólo hubiera sido una vez, entonces había sido el peor error de
su vida. Odiaba a Lee Sang con todas sus fuerzas, y sólo quería que saliera de
su vida cuanto antes. Extendió el brazo y agarró el sobre.
–Sólo nos
llevó cinco minutos casarnos, así que divorciarnos no nos llevará mucho más
tiempo.
–Me alegro
de que lo veas de esa manera –él asintió con la cabeza y buscó algo en el
bolsillo de la chaqueta–. Pero, por supuesto, quiero recompensarte por todas
las molestias –le dijo, sacando un bolígrafo de oro y una chequera de cuero–.
¿Un millón? –le dijo de pronto, abriendo la chequera.
–¿Un millón
de qué? –Jian parpadeó, totalmente perplejo. Él respiró con impaciencia.
–Dólares. No
te hagas el ingenuo, Jian. Los dos sabemos que esto va a costarme bastante.
Jian se
quedó boquiabierto. ¿Acaso se había vuelto loco? Él esperaba, expectante.
«Un
momento…», se dijo Jian. ¿Acaso estaba desesperado?
La mente del
joven volvió atrás como quien rebobina una película. Sang y él estaban casados,
por lo menos ante la ley. Claramente se había convertido en un problema para
él, pero Lee Sang rara vez debía de toparse con un inconveniente que no pudiera
resolver con un cheque en blanco.
«Uh, qué
interesante», pensó.
Soltó una
carcajada y puso el sobre encima de la mesa. No quería el dinero de Sang, pero
tampoco iba a rechazar la recompensa que sin duda se merecía.
¿Qué joven
lo hubiera rechazado? El divorcio no tenía por qué efectuarse en cinco minutos.
Iba a estar en Seúl durante un par de semanas por lo menos, así que, por
primera vez en su vida, el señor Lee iba a conocer lo que era estar a merced de
otro.
Jian respiró
hondo, se centró un poco y recordó a Taeho. Su amigo era brillante en esas
cosas. Él hubiera sabido exactamente qué hacer.
De pronto la
respuesta apareció ante él como la luz de un faro en mitad de la noche.
–Me parece
que en Seúl funciona lo de los bienes comunes, ¿no? – le dijo, levantando las
cejas.
Sang parecía
confundido, pero entonces su mirada se endureció. Estaba furioso.
«Qué pena…»,
pensó Jian.
–No recuerdo
haber firmado ningún acuerdo prematrimonial –añadió. Ya empezaba a disfrutar de
la situación.
–Quieres más
dinero, ¿no? –le dijo él en un tono ecuánime.
En realidad
lo que Jian quería era recuperar su vida, su carrera.
–Me echaste
–señaló, sintiendo el deseo de recordárselo.
–Todo lo que
hice fue rescindir un contrato –le dijo él.
–Sabías que
yo sería el chivo expiatorio. ¿Quién va a contratarme en Seúl a partir de
ahora?
–No me gustó
tu proyecto de renovación –dijo él, sin perder la calma.
–Sólo
trataba de sacar a tu edificio de los años treinta.
El edificio
sede de Lee Transportation tenía un potencial infinito, pero nadie se había
molestado en aprovecharlo durante más de cincuenta años.
Él la
fulminó con la mirada durante unos segundos.
–Muy bien.
Como quieras. Te eché de la empresa. Te pido disculpas. Ahora, ¿cuánto quieres?
Jian se puso
erguido, decidido a llevarse la victoria.
–Dame una
sola razón por la que debería ponértelo fácil.
–Porque
quieres estar casado tan poco como yo.
Lo cierto
era que tenía razón. La idea de ser el esposo de Lee Sang le hacía sentir
escalofríos.
Escalofríos
de desprecio, sin duda. De haber sido cualquier otro hombre podría haberlo
confundido con una sensación de deseo, pero ése no era el caso.
–El esposo
de Lee Sang… –dijo, fingiendo meditarlo un instante.
De forma
deliberada, miró a su alrededor y contempló su destartalado apartamento.
–¿No tienes
un ático en Gangnam?
Él apretó el
botón del bolígrafo para sacar la punta.
–¿Me estas
desafiando? ¿Quieres que llame a tu abogado?
Jian esbozó
la primera sonrisa auténtica que sus labios habían dibujado en muchos meses.
–Sí –dijo–.
Adelante. Llama.
Él se acercó
un poco y Jian sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.
Se
atravesaron con la mirada.
–También
podrías dejarme los papeles del divorcio –dijo con una dulzura fingida–. Se los
haré llegar a mi abogado para que los lea la próxima semana.
–Dos
millones.
–La próxima
semana –dijo Jian, tratando de disimular su propia reacción ante aquella suma
desorbitada–. Un poco de paciencia, Sang.
–No sabes lo
que estás haciendo, Jian.
–Estoy
velando por mis propios intereses.
En realidad
ésa era la decisión más sabia. Los documentos del divorcio podían esconder
cualquier cláusula perniciosa. ¿Quién podía saber lo que la manada de abogados
de Lee Sang era capaz de hacer?
Ambos
guardaron silencio. El bullicio del tráfico retumbaba cinco pisos más abajo.
–No me fío
de ti, Sang –le dijo sin contemplaciones, y era cierto.
La expresión
de él se volvió de hierro en una fracción de segundo. Guardó el bolígrafo en el
bolsillo, puso la chequera dentro del maletín y se alisó los hombros de la
chaqueta con un gesto deliberado. Unos segundos después, la puerta se cerró de
un portazo.
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