Park Hyungsik entró en el palacio Zea
por primera vez en diez años. El palacio, una espléndida mansión situada en las
colinas de la Toscana, era tan famoso por su grandiosa arquitectura palatina
como por la producción del legendario vino Zea, artífice de un imperio de
viñedos situados por todo el mundo.
Por desgracia, los recientes
reveses financieros se habían cobrado su precio: la deslumbrante colección de
tesoros que una vez habían llenado la mansión había desaparecido y su grandeza
empezaba a desvanecerse. Pero a partir de ese momento le pertenecía a Hyungsik.
En su totalidad. Cada piedra y cada metro de productiva tierra, y él era lo
bastante rico como para dar marcha atrás al reloj y remediar ese abandono.
Debería haber sido un momento de
triunfo supremo. Sin embargo, Hyungsik no sentía nada. Hacía mucho tiempo que
había dejado de sentir. Al principio se había tratado de un mecanismo de
defensa, pero pronto se convirtió en un hábito que alimentaba.
Le gustaba la estructura limpia y
eficaz de su existencia. No sufría altibajos emocionales. Cuando quería más,
cuando necesitaba un poco de excitación que lo reviviera, la obtenía mediante
el sexo o los retos físicos. Había escalado paredes rocosas en medio de
tormentas de nieve, atravesado selvas en condiciones terribles, y practicado
deportes extremos. No había descubierto el miedo, pero tampoco nada que le
importara de verdad.
Hyungsik recorrió el vacío
vestíbulo de entrada lentamente. Hubo un tiempo en el que el palacio había sido
un hogar feliz y él, un hijo amante, que daba por sentado el afecto, la riqueza
y la seguridad que ofrecía su familia. Pero esos recuerdos habían sido borrados
por la pesadilla que lo siguió. Sabía mucho más de lo que habría deseado saber
sobre la inmensidad de la avaricia humana. Tensó el atractivo rostro y salió a
la terraza trasera, que daba a los jardines. Oyó unos pasos y volvió la cabeza.
Un joven caminaba hacia él.
El rostro de Seojoon
estaba enmarcado por cabello rubio platino. su camisa blanca que se pegaba a
sus pezones y sus pantalones a sus muslos dejaba poco a la imaginación, estaba desnudo bajo la seda. Seojoon siempre había sabido qué era lo que más
atraía a un hombre, y no era la conversación. Él captó su mensaje: era básico e
inmediato.
—No me eches —los lánguidos ojos
expresaron una invitación burlona y suplicante al tiempo— No hay nada que no
haría por tener una segunda oportunidad contigo.
—Yo no doy segundas oportunidades
—Hyungsik alzó una ceja ébano con desdén.
—¿Ni siquiera si esta vez te
ofrezco una prueba sin compromisos? Sé pedir perdón con mucho estilo —con una
mirada provocadora, Seojoon se arrodilló ante él y agarró la hebilla de su
pantalón.
Hyungsik se tensó durante un
segundo y después soltó una carcajada de aprecio. Seojoon, un superviviente
nato, tenía la moral de un prostituto pero al menos era honesto al respecto. Se
ofrecía al ganador. Y sin duda alguna era un premio que muchos hombres matarían
por poseer.
Sabía exactamente qué era Seojoon,
porque una vez había sido suyo. Sin embargo, cuando su brillante futuro se
derrumbó, pasó a ser de su hermano. El amor con un presupuesto ajustado no
atraía a Seojoon; iba donde estaba el dinero. Pero el tiempo había provocado
cambios dramáticos, dado que Hyungsik se había convertido en millonario y los
viñedos Zea eran sólo una pequeña parte de sus negocios.
—Eres el esposo de mi hermano —le
recordó con voz suave, echando las caderas hacia atrás para apoyarse en la
pared y quedar a escasos centímetros de sus manos—, y no me gusta el adulterio,
querido — sonó su teléfono móvil—. Discúlpame —murmuró.
Entró en la casa, dejándolo allí,
sumiso y de rodillas sobre las baldosas de la terraza.
Era su jefe de seguridad, Kim
Taehoon, llamando desde Seúl. Hyungsik contuvo un suspiro. El hombre, oficial
de policía ya jubilado, se tomaba su trabajo muy en serio. Hyungsik tenía un
valioso juego de ajedrez expuesto en su despacho de Seúl y unas semanas antes,
le había sorprendido descubrir que alguien, ignorando el cartel que ordenaba
«No tocar», había resuelto el problema ajedrecístico que exponía el tablero.
Desde entonces, cada movimiento de Hyungsik, había sido contestado por otro.
—Mira, si tanto te molesta, coloca
una cámara de seguridad —sugirió Hyungsik.
—Esta tontería con el tablero de
ajedrez está volviendo loco a todo mi equipo —confesó Taehoon—. Estamos
empeñados en cazar a ese bromista.
—¿Y qué vamos a hacer con él
cuando lo encontremos? —preguntó Hyungsik con voz seca—. ¿Denunciarlo por
retarme a una partida de ajedrez?
—Es más serio de lo que opinas
—contraatacó el hombre—. Ese vestíbulo está en una zona privada justo al lado
de tu despacho, sin embargo, alguien entra y sale siempre que quiere. Es un
fallo grave de seguridad. Miré el tablero esta tarde, pero no sabría decir si
alguna pieza ha cambiado de posición.
—No te preocupes por eso —lo
tranquilizó Hyungsik—. Yo lo sabré de inmediato.
Entre otras cosas, porque jugaba
contra un oponente muy innovador, que utilizaba la partida para llamar su
atención. El culpable sólo podía ser un miembro ambicioso de su equipo
directivo, que quería impresionarlo con su destreza para la estrategia.
El chico estaba tan ocupado
mirando a Minwoo que casi tropezó con una silla al salir de la cafetería.
—Eres fantástico para el negocio
—el rostro redondo y amable de Joonyoung Moon se iluminó con una sonrisa. Un
joven de cuarenta y un años, y dueño del negocio—. Todos los hombres quieren
que les sirvas tú. ¿Cuándo vas a elegir a uno con quien salir?
—No tengo tiempo para novios
—Minwoo forzó una risa y sus ojos se velaron para ocultar la inquietud que le
provocaba la pregunta.
Joonyoung, contemplándolo ponerse
la chaqueta para irse a casa, contuvo un suspiro. Ha Minwoo era una
despampanante pelirrojo de sólo veintitrés años, pero vivía como un ermitaño.
—Siempre podrías hacer hueco a
alguno. Sólo se es joven una vez. Lo único que haces es trabajar y estudiar.
Espero que no te preocupe esa historia del pasado y cómo explicarla. Eso ya
quedó atrás.
Minwoo controló el deseo de decir
que el pasado estaba siempre con él, físicamente como una lívida cicatriz en la
espalda, emocionalmente en sus pesadillas nocturnas y ensombreciendo incluso
sus días con una sensación de inseguridad.
Sabía que cuando alguien era
desafortunado no hacía falta que hiciera nada malo para perderlo todo. Su vida
había tomado un curso dramático a los dieciocho años. Él no había hecho nada
para provocar la situación, la calamidad había saltado sobre él de repente,
casi destruyéndolo.
Había sobrevivido, pero la
experiencia lo había cambiado. Antes había sido seguro, abierto y confiado.
También había tenido fe en la integridad del sistema judicial y en la bondad
esencial inherente a los seres humanos. Cuatro años después, esas convicciones
no se habían recuperado del vapuleo sufrido y prefería retraerse en sí mismo
antes de dar pie a más dolor y rechazo.
—Ya quedó atrás —murmuró Joonyoung.
Minwoo tuvo que estirar el brazo para darle un suave apretón en el hombro—.
Deja de pensar en ello.
Mientras caminaba hacia su casa,
Minwoo pensó en lo afortunado que era al trabajar para alguien como Joonyoung,
que lo aceptaba a pesar de su pasado. Por desgracia, Minwoo había descubierto
que, si quería trabajar, la sinceridad era un lujo, y había aprendido a ser
imaginativo en su currículum para explicar su periodo de desempleo.
Sobrevivía gracias a dos empleos:
limpiaba oficinas en el turno de tarde y era camarero en el turno de día.
Necesitaba cada céntimo para pagar las facturas, y no le sobraba nada. Aun así,
largos y frustrantes meses de desempleo le habían enseñado a agradecer lo que
tenía. Pocas personas eran tan generosas y abiertas como Joonyoung. A pesar de
que Minwoo estaba muy cualificada, había tenido que conformarse con trabajos
sencillos y mal retribuidos.
Como siempre, fue un alivio llegar
a su estudio y cerrar la puerta a su espalda. Adoraba su intimidad y agradecía
no tener vecinos ruidosos. Había pintado las paredes del estudio en tonos
pálidos, para reflejar la luz que entraba por la ventana. Rosso estaba
enroscado en el alféizar exterior, esperando su llegada. Abrió la ventana para
que entrase y le dio de comer.
Era un gato vagabundo y medio
salvaje, y había tardado meses en ganarse su confianza. Aún sentía pánico si
cerraba la ventana, así que por mucho frío que hiciera, la dejaba abierta
durante sus visitas. Entendía perfectamente su desconfianza, y la salud del
gato había mejorado mucho desde que empezó a cuidarlo. Tenía el pelo más
lustroso y había engordado.
Rosso le recordaba a la mascota
familiar de su infancia. Minwoo había sido abandonado por su madre biológica en
un parque cuando tenía un año, y había sido adoptado poco después. Sin embargo,
la tragedia volvió a golpearlo a los diez años de edad, cuando su madre
adoptiva falleció en un accidente ferroviario y poco después una enfermedad
debilitante hizo mella en la salud de su padre.
Durante su adolescencia Minwoo
había tenido que cuidar de su padre, dirigir el hogar con un presupuesto muy
ajustado y mantenerse al día en sus estudios. El amor que sentía por su padre
le había dado fuerzas y su único consuelo era que él había fallecido antes de
que el brillante futuro académico que auguraba para su hijo quedase destrozado.
Dos horas después, Minwoo entró en
el edificio de oficinas donde trabajaba cuatro noches a la semana. Le gustaba
limpiar. Era tranquilo. Si realizaba su trabajo a tiempo, nadie le daba órdenes
y no solía haber hombres por allí que lo molestaran. Había descubierto
rápidamente que nadie prestaba atención a los empleados de mantenimiento: su
poca importancia los hacía invisibles, y eso era perfecto para Minwoo. Nunca se
había sentido cómodo con la atracción que provocaba su aspecto en el género
masculino.
Dado que aún había empleados en
sus puestos, primero se ocupaba de las zonas comunes. Hasta los más entregados
al trabajo estaban recogiendo cuando empezaba con los despachos. Estaba
vaciando una papelera cuando una impaciente voz masculina lo llamó desde el
otro extremo del pasillo.
—¿Es el limpiador? Venga a mi
despacho, ¡he derramado algo!
Minwoo se dio la vuelta. El hombre
del traje elegante giró sobre los talones sin dignarse a mirarlo. Lo siguió
rápidamente con el carrito hasta que desapareció tras la puerta que daba al
lujoso despacho privado donde estaba el pretencioso juego de ajedrez. El cartel
que ordenaba «No tocar» seguía allí. Sus labios se curvaron cuando echó un
vistazo de refilón. Su desconocido contrincante había hecho otro movimiento. Haría
el suyo durante su descanso, cuando fuera la única persona que quedase en la
planta.
El despacho era enorme e
imponente, con una fabulosa vista de la ciudad. El hombre, de espaldas a él,
hablaba por teléfono en un idioma extranjero. Era muy alto, de espaldas anchas
y pelo negro. De un vistazo, descubrió el líquido al que se había referido: una
taza de café de porcelana, con el asa rota, había derramado su contenido por
una zona extensa. Empapó el líquido oscuro lo mejor que pudo y fue a rellenar
el cubo con agua limpia.
Hyungsik concluyó la llamada y se
sentó ante el escritorio de cristal. Sólo entonces se fijó en el limpiador, que
estaba arrodillado frotando la moqueta, al otro extremo del despacho. Su melena
era una llamativa y metálica mezcla de tonos cobre, ámbar y caoba.
—Gracias. Con eso bastará —dijo,
displicente.
—Si lo dejo ahora quedará mancha
—le advirtió Minwoo, alzando la vista.
Posó sus enormes ojos marrones en
él. Hyungsik, abstraído, pensó que estaban enmarcados por pestañas dignas de un
cervatillo de dibujos animados. El rostro acorazonado era inusual y de una
belleza tan espectacular que él, que nunca miraba a un joven, fue incapaz de
desviar la vista. Ni siquiera la informal bata podía ocultar la gracia de su
cuerpo esbelto y de largas piernas. Pensó de inmediato que no podía ser
limpiador. Debía ser un actor o modelo en paro. Los jóvenes tan bellos no se
ganaban la vida fregando suelos. Se preguntó cómo había podido evadir a los
agentes de seguridad.
Tal vez uno de sus amigos le
estuviera gastando una broma, aunque le parecía improbable. Sería un truco
demasiado juvenil para Mingyu, y Sang, por su parte, había perdido el espíritu
aventurero tras tener esposo e hijos. Tenía otros amigos, pero lo más probable
era que el joven estuviera intentando engañarlo por sus propias razones.
Cuando Minwoo enfocó al hombre que
había tras el escritorio, se quedó boquiabierto un segundo al ver lo atractivo
que era. Tenía el pelo negro y bien cortado, ojos brillantes como azabache
pulido, pómulos bien esculpidos. Los latidos de su corazón se volvieron
pausados y sonoros, dificultando su respiración.
—En la moqueta —puntualizó,
obligándose a concentrarse en la tarea que había estado realizando, al tiempo
que se ponía en pie.
Hyungsik, por su parte, estaba
memorizando la perfección de sus rasgos. Los jóvenes deslumbrantes no eran
ninguna novedad para él. No entendía qué tenía su rostro para ejercer ese poder
magnético sobre él. Se recostó en el asiento con indolencia simulada.
—Entonces, sigue limpiándola —dijo
con voz ronca—. Pero antes de hacerlo, contesta a una pregunta. ¿Cuál de mis
amigos te ha enviado aquí?
Él curvó las finas cejas con gesto
intranquilo. Su piel adquirió un tono rosado y dejó de mirarlo un
segundo, pero sintió la necesidad de hacerlo de nuevo.
—Perdone, no entiendo qué quiere
decir. Volveré después a limpiar esto.
—No, hágalo ahora —la orden de
Hyungsik lo llevó a detenerse. Él, al ver su sorpresa, empezaba a cuestionar
sus sospechas iniciales.
Arrogante, exigente, obseso
sexual… Minwoo lo etiquetó mentalmente, sonrojándose de ira. Quería salir de
allí, no era tonta. Sabía por qué le había preguntado si lo había enviado un
amigo suyo. En otra ocasión un esperanzado ejecutivo le había preguntado si era
un stripper enviado por sus amigos. Le enojaba que presumieran algo tan
insultante basándose sólo en su apariencia.
Estaba haciendo su trabajo y tenía
tanto derecho como cualquiera a hacerlo en paz. Volvió a arrodillarse y, de
nuevo, sus ojos chocaron accidentalmente con los ojos negros que destellaban
chispas de fuego. Se quedó transfigurado un momento, sin aire y con la boca
seca. Después parpadeó, se obligó a desviar la mirada y descubrió que tenía la
mente en blanco; sólo veía su atractivo rostro.
Hyungsik lo observó atentamente y
comprobó que no hacía nada obvio por llamar su atención. La ropa de trabajo lo
cubría por completo y sus movimientos no eran provocativos, así que no entendía
por qué seguía mirándolo. Había algo distinto en él, un elemento desconocido
que captaba su atención.
Minwoo siguió trabajando en la
mancha, aunque sabía que requeriría un tratamiento especializado más adelante.
Le costaba pensar a derechas. Ningún hombre había provocado una respuesta
similar en él desde Ekyun, y él nunca había conseguido obnubilar su
pensamiento. A pesar de que entonces había estado enamorado, era un adolescente
soñador que se había dejado llevar por ridículas expectativas románticas.
Se dijo que su reacción ante el
bien trajeado ejecutivo no era más que un recordatorio de que la madre
naturaleza lo había bendecido con las mismas reacciones químicas que a
cualquier otro ser humano, y la atracción sexual sólo era una más de ellas. Tal
vez debería agradecer el descubrimiento de que la desilusión y un corazón roto
no habían podido con su capacidad de sentir lo mismo que cualquier mujer
normal.
—Disculpe… —murmuró con educación,
yendo hacia la puerta para marcharse.
Hyungsik se levantó por instinto.
Cerca del umbral, el joven alzó la cabeza y sus ojos expresaron su tensión. La
protesta que él había estado a punto de expresar para impedir su marcha murió
en sus labios.
¡Por todos los diablos, era un
limpiador y él un Park! Sus rasgos se tensaron y se impuso el autocontrol.
Seguía pareciéndole difícil aceptar que un joven tan bello hubiera estado
trabajando tan cerca de su despacho. Y aún era más extraño que él trabajara
hasta tarde sin la presencia de sus auxiliares. ¡Tenía que ser algún tipo de
truco!
Hyungsik era consciente de que su
fabulosa riqueza lo convertía en objetivo deseado. Las parejas llegaban a todo
para captar su atención. Aún era un adolescente cuando cualquier atisbo que
pudiera haber habido de galantería en su carácter se transformó en el más puro
cinismo.
Demasiadas parejas en apuros
habían intentado atraerlo con falsos incidentes que iban de problemas mecánicos
en el coche a llaves que se atascaban, vuelos misteriosamente perdidos,
carencias de alojamiento de última hora o súbitas enfermedades.
Innumerables habían utilizado
trucos para conocerlo. Uno supuestamente respetable e inteligente secretario le
había llevado el café en ropa interior, y otros muchos habían utilizado
reuniones y viajes de trabajo para desnudarse y ofrecerse a él. A sus treinta y
un años había recibido innumerables ofertas sexuales, algunas sutiles, la
mayoría descaradas y algunas inequívocamente extrañas.
Minwoo tomó aire cuando la puerta
se cerró a su espalda. Se preguntó quién sería él, pero rechazó el pensamiento
porque, al fin y al cabo, daba igual. Cuando pasó ante el tablero de ajedrez,
con sus piezas de metal bruñido y gemas incrustadas, titubeó, estudió la
partida y sacrificó un peón, con la esperanza de tentar a su contrincante a
bajar la guardia. Se preguntó si sería él, pero le pareció improbable.
Un tipo elegante que lucía gemelos
de oro y con frío acento de clase alta, que clamaba a gritos colegio privado,
no parecía candidato a intercambiar movimientos de ajedrez con un contrincante
desconocido. Salió al pasillo para reanudar su trabajo.
Hyungsik estaba cerrando su ordenador
portátil cuando sonó el teléfono.
—Tenemos al jugador secreto de
ajedrez grabado, señor —reveló Taehoon con satisfacción.
—¿Cuándo lo han conseguido? ¿Esta
tarde?
—El incidente se produjo anoche.
He tenido a un hombre revisando la grabación durante horas. Creo que le
sorprenderá saber lo que he descubierto.
—Sorpréndeme —urgió Hyungsik,
impaciente.
—Es un joven, miembro del equipo
de limpieza, que trabaja en el turno de noche, un limpiador llamado Ho Minwoo.
Lleva un mes trabajando aquí.
—Envía las imágenes a mi ordenador
—ordenó Hyungsik. Sus rasgos denotaron incredulidad que pronto se convirtió en
curiosidad.
Hyungsik contempló las imágenes
estando aún Taehoon al teléfono. Era él: el deslumbrante pelirrojo. Lo observó
levantarse del sofá del vestíbulo, donde obviamente había estado descansando y
estirándose. Echó un vistazo al tablero y movió el alfil blanco. Se pregunto si
era sexista sospechar que alguien mucho más inteligente le había aconsejado el
diestro movimiento a través de un teléfono móvil. Después, se sacudió y pasó un
peine por el cabello. Mientras estudiaba su exquisito rostro, se preguntó si sabía
que había una cámara de seguridad grabando.
—Es mala conducta, señor —afirmó Taehoon.
—¿Tú crees? —Hyungsik se levantó y
salió al vestíbulo con el teléfono en la mano. Miró el tablero y descubrió que
había hecho un nuevo movimiento al salir. Sin duda con la intención de que él
desvelara su identidad y mordiera el anzuelo. Incluso si sesteaba en el sofá,
dedicarse a la limpieza debía suponer un gran reto para un joven que sólo
tuviera intención de cruzarse en su camino.
—Será amonestado, y seguramente la
empresa de limpieza lo despedirá cuando presentemos una queja…
—No. Deja este asunto en mis manos
y sé discreto al respecto — interpuso Hyungsik—. Yo me ocuparé.
—¿Se ocupará usted, señor?
—repitió el jefe de seguridad con asombro—. ¿Está seguro?
—Por supuesto. Y quiero que
desconectes la cámara de vigilancia inmediatamente —Hyungsik colgó el teléfono.
Sus astutos ojos oscuros resplandecían con chispas doradas. Finalmente, no era
un auténtico y esforzado limpiador que mereciera su respeto. Se preguntó por
qué había estado dispuesto a creerlo siquiera unos minutos. Ese rostro y ese
cuerpo gloriosos, unidos a la creativa partida de ajedrez encaminados a llamar
su atención, apuntaban a otro cazafortunas al acecho.
Hyungsik pensó con sorna que se
había abierto la veda. Era una estrategia de lo más original, y pensaba
divertirse. Y cuanto antes mejor, porque al día siguiente abandonaría Seúl para
participar en un maratón de esquí campo a través en Noruega. Y después tenía
negocios en Nueva York. Tardaría diez días en regresar al Reino Unido.
Enderezó su imponente cuerpo de un
metro ochenta y cuatro de altura y salió del despacho en busca de su presa. Lo
encontró limpiando un escritorio. Su cabello resplandecía bajo las luces del
techo. Cuando se irguió y lo vio en la puerta, sus delicados rasgos expresaron
sorpresa. Hyungsik no tuvo más remedio que admirarlo: sabía hacer su papel. Al
ver su expresión nadie habría imaginado que había estado tentándolo con una
partida que consideraba absolutamente privada durante casi tres semanas.
—Juguemos al ajedrez en el mundo
real, bello mío —sugirió Hyungsik con voz fría y sedosa—. Te reto a acabar la
partida esta noche. Si ganas, me tendrás a mí. Si gano yo, también. ¿Qué puedes
perder?
Minwoo miró fijamente a Park Hyungsik
durante diez segundos. Todas sus expectativas se derrumbaron con ese inesperado
reto que llegaba de un hombre tan poderoso físicamente como el que tenía
delante. Durante mucho tiempo se había protegido a sí mismo no corriendo
riesgos y procurando no llamar la atención. El haberla provocado en un
desconocido y comprender que había cometido un estúpido error lo desarmó.
Aun así, era consciente de que lo
que más le llamaba la atención era su arrogante, oscura y masculina belleza.
Perdiera o ganara, estaba en oferta. Se preguntó si lo decía en serio y, si era
así, si era capaz de aceptar el reto. Mientras limpiaba, había intentado
convencerse de que él no podía ser tan atractivo como le había aparecido. Pero
verlo de nuevo, en carne y hueso, dio al traste con esa razonable conclusión.
Sentía el más extraño placer sólo con contemplar las arrogantes aristas de sus
bellos rasgos. Sintió mariposas en el estómago, junto con una emocionante
sensación de peligro. Entreabrió los labios sin saber qué decir.
—Yo… ejem…
—¿Te asusta un combate cara a
cara? –murmuró él con claro desprecio, mientras sus brillantes ojos negros lo
taladraban como rayos láser.
Minwoo sintió un intenso pinchazo
de ira cuya sensación casi había olvidado. Alzó la barbilla.
—¿Está de broma? —contestó.
—Entonces, vamos a jugar —Hyungsik
dio un paso atrás para que saliera antes que él.
—Pero estoy trabajando —protestó
Minwoo, incrédulo, moviendo la cabeza—. Por Dios, ¿quién es usted?
—¿Lo preguntas en serio? —arqueó
una ceja oscura con ironía.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Soy Park Hyungsik, propietario
del Grupo Hwarang —contestó Hyungsik con voz seca, preguntándose si a él le
parecía inteligente decir algo que él consideraba ultrajante—. Todas las
empresas del edificio me pertenecen. Me resulta difícil creer que no seas
consciente de ese hecho.
Minwoo se quedó helado en el
sitio. No se le había pasado por la cabeza que pudiera ser alguien tan
importante. Pero lo cierto era que ni siquiera había oído su nombre antes. Sólo
trabajaba en esa planta y no tenía el más mínimo interés en el mundo de los
negocios ni en el de las personalidades que ocupaban el edificio durante el
día.
—¿Vas a jugar o no? —insistió
Hyungsik, impaciente.
Dentro de Minwoo, una descarga de
adrenalina forcejeó con su instinto de supervivencia. Era obvio que había
elegido el tablero de ajedrez equivocado con el cual explayarse. Ni siquiera
había sospechado que él pudiera ser su oponente. Irradiaba un aura de
sofisticación y frialdad. La elegancia de su traje ocultaba a un depredador de
pura sangre, un jugador agresivo e inteligente que aprovechaba cualquier
oportunidad táctica para atacar. En resumen, era un hombre incapaz de
resistirse a cualquier reto que le permitiese demostrar su superioridad. No era
un tipo con quien enredarse, ni a quien ofender.
—Podría tomarme el descanso ahora
—dijo Minwoo, dispuesto a recibir su castigo, en vez de ganarle con los dos
siguientes movimientos que tenía planeados. Sería más inteligente concederle el
triunfo.
Hyungsik asintió con los párpados
entornados, porque aún tenía que dilucidar qué guión seguía él. ¿Realmente
pretendía que creyera que desconocía su identidad?
—He pedido que trasladen el
tablero a mi despacho, para poder jugar sin interrupciones.
El corazón de Minwoo se había
disparado por la tensión nerviosa. Él abrió la puerta del despacho y le cedió
el paso. Captó durante un segundo el leve aroma de una cara colonia masculina.
Inspiró.
—¿Cómo ha sabido que era yo? ¿Cómo
lo descubrió?
—Eso no tiene importancia.
—Para mí si la tiene —se atrevió a
decir.
—Cámaras de vigilancia —dijo él.
Minwoo palideció. Que hubiera una
cámara de seguridad en el vestíbulo lo apabulló. Se tomaba su descanso allí, y
una o dos veces, agotado, había activado la alarma de su reloj de pulsera y se
había echado una siesta en el sofá. Una prueba de eso bastaría para que
perdiera el empleo.
—¿Quieres beber algo?
Minwoo, su esbelto cuerpo tenso
como un arco, se detuvo en el centro de la habitación. La luz iluminaba el
tablero y los sofás que había en el rincón. Era un entorno muy íntimo. Si su
supervisor aparecía y lo encontraba allí, se haría una idea muy equivocada, y
consumir bebidas alcohólicas era causa de despido.
—¿Está intentando que pierda el
trabajo?
—Si tú no dices nada, yo tampoco
lo haré —contestó Hyungsik con premeditada indiferencia.
Una negativa automática acarició
los labios de Minwoo, pero de repente, ganó su rebeldía. Si ya tenía pruebas de
que había sesteado en su periodo de descanso, no tenía sentido protegerse.
«Sólo se es joven una vez», le había dicho Joonyoung ese mismo día. Pero lo
cierto era que Minwoo nunca había sabido lo que era ser joven y despreocupado.
Desde que había recuperado la
libertad había seguido cada norma al dedillo, por pequeña o injusta que fuera.
Ese hábito estaba grabado en su piel, era el marco de seguridad que regía su
vida. La partida de ajedrez había sido la única desviación, y sólo porque había
sido incapaz de resistirse a la tentación de revivir los retos que su padre le
había impuesto en otros tiempos. De hecho, no recordaba la última vez que había
probado el alcohol, y eso hacía que se sintiera patética, triste y desafiante.
Nombró un cóctel de moda que había visto anunciado en un cartel.
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