Podía infligir un castigo mejor que ningún
otro joven que hubiera conocido.
Tocándolo con sus manos suaves, acariciando su brazo y su rostro. Haciendo que
deseara cosas que no podía tener. Lo único que tenía aquellos días era nada. Y
él lo había podido soportar muy bien hasta que Ryeowook apareció en escena.
«Ya se me han acabado las estatuillas»,
había dicho con superioridad, pero él le había, engañado con su actuación.
También era inocente. Un joven con más
experiencia se habría dado cuenta da que la única parte de su cuerpo que no se
había conmovido por su beso estaba sobre la cintura.
Era peligroso, sobre todo porque no
tenía ni idea del impacto emocional que causaba. Había llegado el momento de
que desapareciera de su línea de tiro, en cuyo caso, quizá aquel viaje
frustrado a la isla había sido una bendición después de todo.
Cuando había comprobado su buzón de voz
después de comer aquella tarde, lo último que había esperado era oír la voz de
un joven.
—Yesung, soy Sungjoon. Al final Kyuhyun
ha cedido, gracias a mi persuasión debo añadir, y me dijo dónde te habías ido.
Los Kang me han invitado a pasar un par de semanas con ellos en su barco al
norte de tu isla, así que pensé en pasarme a hacerte una visita rápida al
volver a casa, en dos semanas desde el sábado. Me marcho mañana, así que
llámame pronto, cariño, y dime si te va bien. Estoy deseando verte. Besos.
Furioso con su amigo y socio por
descubrir su paradero, había arrojado el teléfono al otro lado de la
habitación. Pero aunque la tecnología hiciera milagros, los móviles no estaban
hechos para soportar esa clase de abusos. El impacto al caer al suelo lo había
aplastado y dejado fuera de combate para siempre. Eso lo obligó a correr hacia Sukira's
Cove para usar la cabina de la tienda, a pesar de la amenaza de tormenta.
En aquel momento, arriesgarse a que le
atrapara la tormenta le había parecido el menor de los males.
Sungjoon era un comehombres y la
idea había sido disuadirlo de aparecer por su casa, sobre todo estando él
atrapado en una silla de ruedas. Solo cuando la lancha estuvo a punto de
volcar, a medio camino de su destino, había cambiado de idea y decidido que
sufrir su compañía era preferible a morir ahogado. Y quizá no fuera mala idea
porque enfriaría el entusiasmo de Ryeowook por su compañía. Sungjoon no
soportaba tener competencia.
Se sentó y flexionó la pierna enferma.
Le dolía, siempre le dolía. Pero no más que antes, y dio gracias por ello.
Cuando la silla había empezado a retroceder por la rampa resbaladiza, había
conocido un miedo peor que el que sintió en el momento del accidente que casi
había acabado con su vida.
«A ver si lo entiende», le habían dicho
cuando le dieron el alta en el hospital. «Es afortunado por conservar las dos
piernas. No tiente su suerte. Ya ha agotado su cupo de milagros. La
rehabilitación va a ser larga y ardua. No la acelere si espera volver a caminar
sin un bastón».
Puso la pierna sana sobre el suelo y
después colocó la otra con cuidado e intentó levantarse con precaución, como si
estuviera caminando sobre huevos.
Aun así, lenguas de fuego atravesaban su
pierna enferma, tan dolorosas, que no pudo contener un grito.
Apretando la mandíbula, esperó a que la
agonía terminara o por lo menos remitiera. No lo hizo. Minó su umbral del dolor
hasta que el sudor le cubrió el rostro y empezó a temblar de pies a cabeza.
Derrotado, se sentó sobre los cojines,
sin aliento y sin paciencia. El frío le erizó el vello cuando dejó de sudar.
Tan cansado, que hasta estaba dispuesto a admitirlo, se arropó con el saco de
dormir y cerró los ojos.
—Mañana —se prometió—. Mañana empezaré
otra vez. Me curaré o moriré en el intento.
Durante la noche, el palpito de la pierna
se convirtió en el dolor sordo que él había llegado a considerar normal. Se
despertó con un día claro y templado. Se sentó y flexionó los dedos de los
pies.
Las muletas estaban bajo la cama. Las
había guardado junto con toda la parafernalia que acarreaba estar
discapacitado, a pesar de las serias advertencias de los doctores de que no iba
a necesitarlas al menos en otros tres meses.
—Yo seré quien decida eso —les había
asegurado. Apoyándose en la pierna sana y arrastrando la otra como buenamente
pudo, se acercó a la habitación, se vistió, agarró las muletas por segunda vez,
la primera había sido cuando el jovencito buenas-intenciones-patoso se quedó
atrapado en la escalera, y volvió a la cocina victorioso. Si hubiera sabido que
iba a ser tan fácil, las habría utilizado antes.
Silbando puso la cafetera en el fuego y
abrió la puerta principal, pensando que tendría que practicar subiendo y
bajando la escalera unas cuantas veces antes de aventurarse a ir más lejos. Con
un poco de suerte, tendría suficiente movilidad para caminar por el camino que
llevaba hacia el norte, lejos de la casa de él, antes de que se diera cuenta.
Lo último que necesitaba era que anduviera revoloteando a su alrededor dándole
consejos que no había pedido.
La suerte lo abandonó en el instante en
que salió fuera. Allí estaba su silla de ruedas y dentro de ella una cesta con
pastas recién hechas con una nota.
“Espero que hayas pasado una buena
noche. Me acercaré más tarde para ver si estás bien”.
—Me parece que no, querido —murmuró
mirando las pastas. Si hubieran sido integrales, las habría arrojado por la
barandilla sin arrepentirse. Pero estaban rellenas de moras y de una especia y
se le hacía la boca agua.
Solo podía hacer una cosa: olvidarse del
café y de cualquier otra forma de empezar el día con alegría. Tenía que salir
de allí corriendo antes de que su vecino apareciera y confiar en que captaría
el mensaje.
Y eso no parecía muy probable. Ryeowook
rebosaba amabilidad y artimañas.
Incapaz de resistirse, tomó una pasta
antes de meterse en la casa otra vez. Su mochila colgaba del perchero detrás de
la puerta. Rápidamente metió una cazadora de nailon, una botella de agua, un
paquete de nueces y un par de chocolatinas. Al pasar junto a la silla de ruedas
observó las pastas otra vez, libró una batalla perdida contra su orgullo y
añadió un par de ellas al paquete.
—Solo por si necesito una dosis extra de
energía para volver de una pieza —explicó al mundo.
Poco después, iba caminando hasta el
extremo del porche hacia las escaleras que nunca había sido capaz de utilizar
antes. Eran ocho y un poco más empinadas de lo que le habían parecido desde la
silla de ruedas, pero ofrecían libertad.
El camino que descendía levemente era
tan amplio que casi cabía un coche. Unos doscientos metros más lejos, se
desviaba hacia la derecha alejándose del mar y desaparecía en una alameda.
—Primer gol. Cuando haya desaparecido
bajo esos árboles, seré hombre libre. Nunca me encontrará —murmuró.
Cuando eran cerca de las diez y seguía
sin haber señal de vida en la casa de Yesung, dejó de fingir que no le
preocupaba. No era propio de él. Había sido su vecino el tiempo suficiente para
saber que era madrugador. Tanto si era bien recibido como si no, tenía que
averiguar qué pasaba.
Cuando tomó la decisión, la prisa
aceleró su paso. —¿Por qué he esperado tanto? —preguntó a Melo mientras la leve
preocupación que había tratado de ignorar explotaba mientras se resbalaba al
caminar sobre la hierba húmeda—. ¿Y si estaba peor de lo que yo creía? ¿Y si
está muerto?
Si el latido de su corazón no hubiera
sido tan intenso, probablemente habría escuchado que Yesung se acercaba y que
estaba vivo. Cuando llegó a la casa, solo vio la silla de ruedas en el porche,
evidencia de que sus temores tenían fundamento.
Pero no había nadie en la casa. El saco
de dormir colgaba de un extremo del sofá y los pantalones mojados seguían en el
suelo. O había conseguido arrastrarse hasta la habitación o lo habían raptado.
Entonces lo supo: de algún lugar fuera
de la casa llegó una sarta de maldiciones. Corriendo por fuera de la casa
siguió la voz por el porche hasta el extremo más alejado de la casa.
Cuando llegó, Melo ya estaba en la
escena, lo que no sirvió de gran ayuda. Una muleta había quedado atrapada entre
dos peldaños. La otra había resbalado y se había clavado entre las madreselvas
y las ortigas. En medio de las dos e incapaz de alcanzar ninguna de ellas, Yesung
yacía sobre el polvo al pie de la escalera, con los pies hacia la casa y la
cabeza apoyada sobre la mochila hacia la colina.
Frenando en seco, se puso una mano en el
pecho y examinó la escena. No había necesidad de preguntar qué había sucedido,
estaba claro. Como él, Yesung había comprobado que el rocío combinado con los
restos de la lluvia del día anterior hacían que el suelo estuviera resbaladizo.
Al contrario que él, se había caído.
Su primer impulso fue correr hacia él,
acunarlo en su pecho, retirarle el cabello de la cara y susurrarle palabras de
consuelo y de calma.
Por una vez, siguió su segundo impulso.
—Estás loco de remate —afirmó cruzándose
de brazos y mirándolo desde lo alto de las escaleras—. ¿Siempre has sido así o
has empezado hace poco?
—¡Lárgate, Wook! Nadie te ha dado vela
en este entierro —replicó sonrojado.
—¿Quieres que me vaya?
—¡Gracias al cielo! ¡Ha captado el
mensaje! —exclamó mirando hacia el cielo.
—No te pongas sarcástico, Yesung. Capto
las indirectas, sobre todo cuando me las lanzan con tanta sutileza.
Lentamente, descendió las escaleras,
recogió la primera muleta y tiró de un extremo de la segunda para arrancarla de
la arena. Con las dos bajo el brazo se dio la vuelta para irse por donde había
llegado.
—Que tengas un buen día —se despidió.
—¡Oye! ¿Qué diablos crees que estás
haciendo con mis muletas?
—Por favor, Yesung. Creí que un hombre
de tu inteligencia podría adivinarlo. Me las llevo. Es lo único que se me
ocurre para acabar con estas tonterías de machito. Puedes quedarte con la
mochila. Por lo que parece lo que llevaba dentro no habrá sobrevivido a la
caída y no te será de mucha ayuda para que intentes romperte el cuello otra
vez.
—¡Escúchame, víbora!
—Sigue así y me llevaré la silla de
ruedas también —aseguró con dulzura.
—¡Será sobre mi cadáver!
—Eso es fácil, Yesung. Por el camino que
llevas lo conseguirás tú solo antes de que termine la semana.
—¡Ni se te ocurra marcharte!
Se detuvo en la cima de las escaleras y
lo miró por encima del hombro.
—Aclárate, querido. ¿Quieres que me
quede o no?
—Parece que lo que yo quiero no cuenta
mucho. Entre tú y esta maldita pierna no me quedan muchas opciones.
—Eso es la primera cosa sensata que
dices hoy. ¿Debería suponer que aún dirás más?
—¡Deja los comentarios jocosos, Wook! No
hacen falta.
—¿Qué te hace falta, Yesung? —preguntó.
Agarrándose al último escalón consiguió incorporarse para mirar hacia el mar.
Su gesto era pétreo, orgulloso—. Estoy esperando —insistió negándose a ablandarse.
Pasaron unos segundos, quizá un minuto,
hasta que se cruzaron sus miradas.
—¡Por Dios! Ya estoy revoleándome en el
polvo a tus pies. ¿Tengo que arrastrarme aún más?
La vergüenza y la pena le inundaron al
ver sus ojos llenos de dolor. El dolor físico no era lo que lo estaba
hundiendo, sino la afrenta a su dignidad y a su autosuficiencia.
¿Qué le había pasado a su humanidad, que
se había dejado atrapar por el placer mezquino de demostrarle lo indefenso que
estaba para afrontar la menor adversidad? ¿Se le había secado la fuente de la
bondad completamente tras la muerte de Eric?
—Perdóname —pidió arrepentido—. Me temo
que estoy dejando que el orgullo se anteponga al sentido común. ¿Quieres que...
te ayude a subir las escaleras?
Él soltó una carcajada irónica.
—No, pero si te sobra una pierna podría
servirme. Puedo arreglármelas con las escaleras mientras pueda subir y bajar
arrastrándome. Lo estaba haciendo muy bien hasta que... me resbalé con el
rocío.
—Lleva tiempo acostumbrarse a las
muletas —afirmó deseando consolarlo—. Puede que te caigas unas cuantas veces
hasta que aprendas a usarlas. ¿Pero yo qué se? Si no hay nada más que pueda
hacer por ti, será mejor que me marche —continuó al ver su mirada iracunda.
—¡No tan rápido, Wook!
—No te preocupes. Te dejaré las muletas.
—Ya lo sé —dijo con humor—. Y también
dejarás la silla de ruedas. Puede que se te dé bien actuar como un sargento,
pero no tienes narices para salir airoso de la situación.
—No quería darte órdenes. Lo que hagas
es asunto tuyo al fin y al cabo. Pero saber que estabas aquí solo... Me
preocupa. Has estado a punto de tener un accidente grave dos veces en las
últimas veinticuatro horas, y este es un lugar muy remoto. La casa de Jongjin
es bastante cómoda, pero no es adecuada para...
Para entonces él ya había llegado al
porche. Usando la barandilla como apoyo, colocó las muletas y empezó a volver
por donde había llegado. Ryeowook tenía que ir deprisa para ir a su paso. Era
lo único que podía hacer para evitar decirle que fuera más despacio, que
aquello no era una carrera y que cubrir la distancia en un tiempo récord no iba
a probar nada.
—Ahí es donde te equivocas —replicó
doblando la esquina hacia el lado sureste de la casa—. Es perfecto. Quizá no
sea el lujo al que estoy acostumbrado, pero si quisiera las comodidades de mi
casa me habría quedado en la ciudad donde todos mis amigos bienintencionados
podrían acercarse a destilar su pena sobre mí.
Se percató de lo satisfecho que estaba
por haber alcanzado la hamaca y cómo se tumbó en ella.
—¿No tienes a nadie cercano que pueda
quedarse contigo? ¿Un familiar quizá?
—No —replicó con tanta seguridad que Ryeowook
no osaría preguntar más—. Si necesito llenar el frigorífico, puedo tomar el
bote para ir a Sukira's Cove. Hay una escalera al final del muelle, así puedo
meter mi dolorido trasero dentro del agua y hacer ejercicio con la pierna sin
forzar las articulaciones. Y el resto del tiempo... Puedo vegetar, tomar el sol
y disfrutar de la soledad.
Ryeowook apretó los labios.
—Mensaje recibido. No te molestaré más.
Se estaba volviendo blando. Después de
conseguir lo que quería, se sorprendió deseando que regresara.
No lo hizo. Pero su perro sí, cada día
de la siguiente semana. La criatura había desarrollado una simpatía por él, que
para su horror, él correspondía. Cada mañana, el animal aparecía con la lengua
colgando, agitando la cola y con los ojos húmedos de admiración. Y a él le
agradaba la compañía. Debía de estar perdiendo la cabeza.
Establecieron una rutina. Cada día
desarrollaba un sistema de ejercicios rigurosos de estiramiento, mientras tanto
el perro daba vueltas a su alrededor.
Cuando él se tumbaba exhausto en la
hamaca Melo le llevaba algo que estuviera cerca, un zapato, un palo, una
toalla, después se sentaba a su lado y no se movía hasta las doce, en que se
marchaba para inspeccionar la casa de Ryeowook.
Cuando Yesung se sorprendió considerando
raptar a la criatura, para hacer que fuera a buscarlo, reconoció la derrota. Se
había acostumbrado a sus comentarios descarados, a su sonrisa, a su
preocupación y también, debía admitirlo, a su cocina. El pan duro y el queso
empezaban a escasear después de tres días y no le había apetecido pescar
últimamente. Tomar el bote hacía Sukira´s cove para que le arreglaran el
teléfono, lo había dejado sin fuerzas. La rehabilitación lo cansaba mucho.
—Acéptalo, lo echas de menos, simple y
llanamente —se dijo mientras se afeitaba.
Pero se resistió a hacer algo al
respecto durante otra semana. Si iba a aparecer por su casa, no sería con las
muletas. Movido por esa motivación duplicó sus ejercicios.
Finalmente, un viernes, con solo un
bastón como apoyo, recorrió el camino tomando el más largo porque no le
apetecía resbalarse en las rocas que rodeaban la playa.
Estaba en el jardín trasero, colgando sábanas,
toallas, ropa interior, un pequeño traje de baño tan minúsculo que más bien
parecía un retazo de tela.
Aproximándose a la casa lo contempló
bastante tiempo antes de que él se diera cuenta. Un par de sábanas agitándose
con la brisa ocultaban completamente su llegada.
Más cautivado de lo que quería admitir,
se apoyó contra el tronco del abeto al fondo de la propiedad y lo observó.
Estaba canturreando mientras trabajaba, aparentemente satisfecho de la vida
sencilla que había elegido. Cada cierto tiempo tomaba otra pinza o agitaba una
prenda para tenderla.
Como un viejo libidinoso lo observaba.
Después, el perro, que se había detenido
para oler algo, llegó a su lado y lo estropeó todo. Antes de ser descubierto, Yesung
salió de las sombras.
—Perdone, señor ¿también limpia
ventanas?
Dejó escapar un chillido y tembló entre
las sábanas, con los ojos abiertos y sorprendidos. Después, al reconocerlo, se
apartó del tendedero con una mano en la garganta.
—¡Yesung, me has asustado!
Todos los comentarios amables que había
ensayado se evaporaron al mirarlo. Había ganado peso desde la última vez que lo
había visto. Sus caderas se habían redondeado ligeramente, sus clavículas
sobresalían menos y sus pómulos no parecían tan prominentes.
Había pasado mucho tiempo fuera de la
casa. El sol había bronceado su piel. Su cabello oscuro había adquirido un
brillo rojizo. Sus piernas...
—Sí, bueno... —empezó a decir. Carraspeó
y desvió la mirada. Mejor no fijarse demasiado en sus piernas porque llevaban a
un territorio peligroso—. Lo siento.
Echando un puñado de pinzas en la cesta
que estaba en el suelo, observó y esperó mientras él se acercaba.
—¿Cómo estás?
—¿Qué crees? —respondió levantando el
bastón.
La alegría iluminó su rostro.
—¡Dios mío! ¡Las muletas! Te mantienes
de pie sin ellas… ¡Yesung, es maravilloso!
Si impresionarlo había sido la fuerza
que le había llevado a conseguir objetivos imposibles, había merecido la pena
cada minuto doloroso para bañarse en el calor de su alegría.
—Gracias —respondió.
—Bueno —dijo levantando los hombros—.
Esto pide una celebración. Tengo té helado en el frigorífico, ¿quieres un poco?
—Estará bien para empezar —contestó
siguiéndolo por un emparrado y entrando en la cocina por el lado este de la
casa.
Era bastante sencilla, un fregadero, un
frigorífico, un armario blanco lleno de vajilla azul y una mesa de pino como la
de la casa de su niñez. Pero Ryeowook le había dado un toque encantador al
colocar unas cortinas blancas, un macetero en la ventana con capuchinas
naranjas y rojas y un jarrón con rosas salvajes sobre la mesa.
Una puerta abierta permitía ver una
parte del salón, con una escalera de caracol hacia el primer piso.
—Es bonito —comentó apoyándose en el
bastón y mirando alrededor—. Siempre había creído que todas las casas de por
aquí eran iguales que la mía, pero esta es más espaciosa.
—Y no te habías dado cuenta hasta ahora
—señaló dejando de servir el té.
—No. No estaba preparado para hacer
visitas antes.
—¿Y ahora lo estás?
—Hasta cierto punto. Me apetecía estirar
las piernas y pensé en acercarme para ver cómo estabas.
—¿Debería sentirme halagado?
Se encogió de hombros mientras la vieja
señal de alarma resonaba en su mente. «Anima un poco a un joven y se lo tomará
como un compromiso de por vida...».
—No especialmente. Hace tiempo que no
hablamos, eso es todo y yo...
—Está bien, Yesung, no tienes que dar
explicaciones. Ambos sabemos lo mucho que valoras tu intimidad.
—Parece que eso es algo que tenemos en común.
Tú tampoco has llamado a mi puerta últimamente.
Él se rió y Yesung miró su boca. Lo
había llamado muchas cosas poco amables: «nervioso, mandón, entrometido». Pero
lo que le vino a la mente en aquel momento fue «sexy».
—Sé cuando no se desea mi compañía
—señaló—. Y por si no lo había descubierto, lo cierto es que tú lo dejaste bien
claro.
No era así como había imaginado su
encuentro, con él de pie babeando y Wook tan... al mando.
—Como ambos aceptamos las reglas
básicas, ¿qué hay de malo en pasar un poco de tiempo juntos?
—Quizá será mejor que definas
exactamente lo que quieres decir con «pasar un poco de tiempo juntos», para
evitar malos entendidos.
—Una copa de vino de vez en cuando, un
café por la mañana de tanto en tanto, cosas así.
—Suena apasionante —replicó mordiéndose
el labio para evitar reírse otra vez.
—¿Qué estabas esperando, Wook? ¿Una
proposición de matrimonio?
—No. Ya te lo dije, el matrimonio es lo
último que busco con un hombre como tú.
—¿Y por qué no? ¿Un espécimen imperfecto
no es lo bastante bueno para ti?
—Son tus otras características las que
encuentro molestas.
—¿Como por ejemplo?
—Para empezar, no me gusta que me llamen
Wook —afirmó.
—Si esas son todas tus quejas...
—Y no me gusta tu actitud agresiva.
—¿Yo, agresivo?
Ryeowook miró al techo con un gesto de
desesperación.
—De acuerdo, lo soy. Pero hablando de
cosas molestas, vine aquí para conseguir una tregua y estoy a punto de empezar
otra guerra. Mejor hubiera sido mantenerme lejos.
—Me alegro de que vinieras —aseguró
suavemente—. Te he echado de menos.
—¿Aunque haya sido un ogro todo el
tiempo?
—Tenías un motivo. Y ahora que has
progresado tanto, ¿te marcharás de la isla?
—Pronto. Me marcho a finales de agosto.
Pero debo admitir que no tengo prisa por volver a la ciudad.
—Yo tampoco.
—¿Entonces? ¿Qué hacemos ahora, Lee Ryeowook?
—Si no fuera porque me temo que te
tomarías la invitación por otro lado, te pediría que te quedaras a comer.
—Estaba esperando que lo hicieras. Estoy
harto de cocinar para mí solo.
—No es mucho, solo fruta y queso y
galletas caseras.
—A mí me parece un banquete.
—¿Por qué no te sientas en el porche
mientras lo preparo?
—Claro —dijo y se preguntó cómo no se
había dado cuenta de que se le hacían hoyuelos al sonreír.
Desapareció hacia la cocina como una exhalación.