Yesung llegó justo cuando el amanecer
había iluminado el cielo con una luz difusa amarillo limón.
Amarga y fresca.
—¿Qué haces aquí fuera? —preguntó
sentándose a su lado en el balancín—. Creía que aún estabas durmiendo.
—No. No estaba cansado.
—Has estado llorando.
¿Qué esperaba? ¿Que hubiera pasado la
noche dibujando cómics y riéndose de su poca cabeza? Lo había destrozado. Había
pisoteado su corazón sin que se le moviera un pelo al hacerlo.
—Sí —contestó—. No por lo que crees,
sino porque he protagonizado un espectáculo indigno.
—No te culpes, Wook. Intentamos algo que
nunca tuvo la posibilidad de funcionar. No tenía que ser, ya está.
Wook se aventuró a mirarlo, su espalda
masculina curvándose hacia delante, sus manos juntas sobre el regazo, el
contorno orgulloso de su perfil iluminado por la luz de la mañana, y pensó que
nunca había conocido un dolor tan grande como el que le atravesaba en aquel
momento.