Aliviado al ver que no iba a morir solo,
Jinyoung de Goyang se dejó caer sobre las almohadas. Jaebum había contestado a
sus plegarias y había vuelto a su lado en el momento en el que se enfrentaba a
la muerte. Había llegado para tomar su mano y acompañarlo al cielo. En el caso
de que su perdida alma no fuera a acabar en el infierno.
Le impresionó el amor que él parecía
sentir aún, a pesar de los años de separación. Pensó que, aunque muerto, quizá
hubiera estado todo ese tiempo en una especie de limbo, esperando que llegara
ese día para acompañarlo al más allá.
No dudó ni un instante. Lo conocía
bien y sólo alguien como Jaebum sería capaz de algo así. Siempre había sido muy
protector con él y ahora le demostraba su amor estando a su lado durante su
viaje final.
No le importaba ya si su destino era
el cielo o el infierno. Mientras Jaebum siguiera agarrando con fuerza su mano,
todo saldría bien. Por fin iba a poder liberarse de la mortificante culpa que
llevaba sobre los hombros. La culpabilidad que había traído consigo su pecado.
Estaba dispuesto a aceptar el castigo.
—Aguantad mi señor.
Escuchó las palabras de Hyorin a
través de la nube de confusión en la que se hallaba inmerso. No entendía por
qué seguía sufriendo ese dolor. Si estaba muerto, no comprendía por qué aún
padecía tanto. Creía que la comadrona no debía de haberse percatado. Su
paciente había muerto.
—Jinyoung...
Era la voz de Jaebum. Lo escuchaba a
su lado, apretaba con fuerza su mano.
—Jinyoung...
Lo miró.
Había algo de enfado en su voz, pero
sus ojos le observaban preocupados.
—Llevadme con vos, Jaebum. Estoy listo.
—¿Listo? ¿Para llevaros adónde?
—preguntó él mientras se sentaba a su lado en la cama.
Apenas podía hablar. El dolor era
insufrible.
—Al infierno... —murmuró—. Por mis
pecados contra vos, mi sitio está en el infierno.
—Puede que algún día acabemos los dos
allí. Pero ahora, tenéis que aguantar para darle a este bebé la oportunidad de
vivir.
No entendía qué le estaba diciendo. Si
ya estaban los dos muertos, no sabía por qué hablaba de ir al infierno en un
futuro.
—Creo que piensa que ha muerto, mi señor.
—¡Dios mío! —exclamó Jaebum mientras
agarraba con fuerza sus hombros—. Jinyoung, escuchadme, no estáis muerto.
Pero si no estaba muerto, no podía
estar viéndolo a él...
—Pero vos...
—Yo tampoco lo estoy.
La culpa había sido un gran peso sobre
sus hombros, algo que soportaba a duras penas. Pero saber que Jaebum estaba
allí con él, en ese preciso momento de su vida, saber que estaba vivo... Era
demasiado. Sintió que el dolor le desgarraba el corazón.
Creía que era un horrible crimen
llevar en las entrañas el hijo de otro hombre. Pero era aún peor dar a luz a
ese niño con su marido al lado.
Le parecía que estaba haciendo algo
imperdonable. Estaba demasiado avergonzado. Intentó liberarse de las manos de Jaebum.
—¡No! ¡No! Tenéis que iros de aquí.
—Jinyoung...
—¡No! —gritó de nuevo—. Jaebum, por
favor, salid de aquí. Me avergüenza tanto veros aquí... Es más de lo que puedo
soportar.
—¡Dejadlo ya! —le pidió él sacudiendo
sus hombros—. No tenéis más remedio que soportarlo.
Le costaba respirar. Jaebum lo soltó.
Pero, en vez de salir de su alcoba, se acomodó a su lado antes de que tuviera
tiempo de detenerlo y pedirle que se fuera.
—Es demasiado tarde para decidir lo
que podéis soportar y lo que no —le dijo él mientras entrelazaba los dedos de
sus manos con los suyos—. Ahora mismo, hay bebé por venir y debéis concentraros
en eso.
—Jaebum... —murmuró entre sollozos—.
Lo siento tanto...
Él se inclinó hacia delante y acarició
su pelo con la mejilla.
—Yo también —le dijo Jaebum—. Pero
ahora aguantad.
—Vamos, mi señor, ya casi estamos
—animó también Hyorin.
—¿Ya casi estamos? —gritó enfurecido—.
¿Nosotros?
Aquello fue la gota que colmó el vaso
de su paciencia. El era el único que estaba sufriendo esos terribles dolores,
nadie más en la alcoba los tenía que soportar.
Hyorin la ignoró.
—¡Vaya, parece que vuestro carácter ha
empeorado mucho en mi ausencia! Estoy bastante seguro de que no es culpa de ellos
que os encontréis en esta situación.
Su reproche le dolió mucho y no
consiguió tranquilizarlo en absoluto. Pero, antes de que tuviera tiempo para
contestarle sintió más fuerte el dolor, apretando las manos de Jaebum que
sintió cómo éste se quejaba de dolor y contenía el aliento.
—No puedo... —murmuró—. No puedo
hacerlo...
Pero el llanto de un bebé interrumpió
sus palabras.
Cayó rendido junto a Jaebum y soltó
sus manos. Él le acarició la cabeza y le apartó de la cara los mechones
impregnados en sudor.
Sus caricias no hicieron sino
intranquilizarlo. Estaba muy preocupado. No sabía qué iba a hacer Jaebum. Él era
el primero que se despreciaba por lo sucedido. Sabía que, por muy viva que
fuera la imaginación de Jaebum, nunca se habría podido imaginar que iba a
encontrarse con algo así durante su vuelta a casa.
Cerró con fuerza los ojos. Las
emociones del momento amenazaban con romperle el corazón. Jaebum estaba en
casa. Era un milagro. El amor de su vida estaba a salvo y había vuelto.
Había soñado durante mucho tiempo con
ese día. Lo había imaginado con tal intensidad en su cabeza que podía sentir
sus caricias y la dulzura de sus besos.
Se había pasado cientos de noches
metido bajo las frías sábanas de su alcoba soñando con él, recordando cómo su
cuerpo le daba calor.
Pero, en vez de agarrarse a esos
recuerdos y mantener la fe, había profanado los votos que se hicieron un día y
el amor que los unía.
Había escuchado las promesas de otro
hombre, alguien que le había asegurado que mantendría la fortaleza de Goyang
segura, que cuidaría de él y de la gente que allí habitaban. Esa esperanza
había conseguido deshacer su voluntad. Y, durante un corto espacio de tiempo,
se había olvidado de sus dudas y había creído las mentiras de ese hombre. Y en
ese instante tenía una prueba física de su fracaso, por culpa de una noche que
había pasado en compañía de ese hombre, en vez de hacerlo sólo en compañía de
sus dulces recuerdos.
Su fe había fallado y se había
convertido en un cualquiera. No era mejor que esos jóvenes y mujeres que vendían
su cuerpo por unas monedas y él lo había hecho a cambio de una mentira.
Jaebum podría ordenar que lo mataran y
todo el mundo lo entendería. Podría echarlo de la fortaleza y dejarlo sin nada.
Podría darle su hijo a otra persona y enviarlo lejos de allí.
Se le llenaron de lágrimas los ojos.
El dolor atenazaba su garganta y amenazaba con asfixiarlo. Pero no iba a
llorar. No podía negar lo que había hecho, pero tampoco iba a renunciar al bebé
que había crecido en su interior durante tantos meses.
Jaebum se echó a un lado para miraro y
colocó la mano sobre su frente, echando su cabeza hacia atrás.
—Jinyoung, miradme —le pidió.
Abrió los ojos y lo miró. Había ira en
su mirada, pero estaba atenuada por el dolor. Eran emociones que no le
resultaban extrañas, las había visto reflejadas en el espejo demasiadas veces
durante esos últimos meses.
Quería rogarle que lo perdonara,
quería abrazarlo y dejar de sufrir. Pero no sabía qué decirle. Además, temía
que no había palabras que pudieran explicar aquello.
—Jaebum, yo...
—No —dijo él sacudiendo la cabeza—.
Ahora, no. Aún no, Jinyoung. Ahora tenéis que ver a vuestro hijo.
Giró la cabeza y vio que Hyorin estaba
al otro lado de la cama, sosteniendo al bebé en sus brazos.
No sabía qué hacer. Miró de nuevo a Jaebum,
a su marido. Temía que él le arrebatara al bebé y lo apartara de él.
No sabía qué iba a hacer. Ese hombre
era casi un extraño para él. Sus caricias le resultaban familiares, pero había
algo oscuro y tenebroso en su mirada. Algo que no había visto nunca en sus
ojos.
Jaebum se apartó de él y se puso en
pie. Volvió a colocar las almohadas tras su espalda, tomó el bebé que sujetaba
la comadrona. Después lo dejó sobre él y salió de la alcoba sin decir nada más.
No sabía qué hacer. No sabía si darle
la bienvenida a su hijo o si llamar a Jaebum para que no se fuera. Miró el
precioso paquete que tenía en sus brazos.
—Perdonadme, mi amor. Perdonadme
—susurró mientras acariciaba con la mejilla la frente de su pequeño hijo.
Jaebum cerró la puerta del dormitorio
y se pasó las manos por la cara. Cada fibra de su cuerpo le decía que debía
estar furioso por tan grave traición. Sabía que sería lógico e incluso
razonable que se sintiera así. Nadie se sorprendería si lo echaba de la fortaleza
o lo alejaba de su hijo.
Pero llevaba demasiados años dejando
la lógica de lado y en ese instante se dio cuenta de que no sentía nada.
Bajó las escaleras disfrutando de ese
atontamiento de los sentidos. Le resultaba mucho más fácil así.
No sentía nada y sabía que eso le
ayudaría a no dejar que la ira lo dominara. De otro modo, no pensaría en nada
más que en vengarse de él.
—Mi señor...
Sir Taecyeon lo estaba esperando al
pie de las escaleras.
Los hombres y criados que estaban
alrededor del fuego lo miraron y contuvieron expectantes el aliento. No se
detuvo, terminó de bajar las escaleras sin apartar la mirada de la puerta de
entrada.
—Goyang tiene un hijo —anunció.
Su voz retumbó en el silencio, nadie
contestó. Se detuvo y miró a Taecyeon.
—¿Sigue el hermano Daniel en Goyang?
—Sí, mi señor —repuso el capitán de la
guardia mientras se acercaba apresuradamente a él—. ¿Por qué necesitáis al
clérigo?
No podía creer que sir Taecyeon le
hiciera preguntas, no era lo normal. Se dio cuenta de que, en su ausencia, las
cosas habían cambiado en Goyang más de lo que había previsto. Se paró en medio
del salón y miró al capitán de su guardia. Y después al resto de los hombres
que lo observaban con descaro.
—El joven hijo de Goyang tiene que ser
bautizado como manda la ley de Dios. Y quiero que se haga cuanto antes.
Algunos hombres comenzaron a murmurar
en voz baja. Un guardia al que no reconoció se acercó a él.
—Pero, mi señor...
—¿Sí?
Vio de reojo cómo Taecyeon sacudía la
cabeza para evitar que el guardia dijera algo inapropiado. Pero el hombre
parecía no tener el sentido común necesario como para entender la silenciosa
advertencia de su jefe.
—Pero no es vuestro hijo —le dijo el
guardia.
Sus palabras no lo descompusieron.
—Recoge tus cosas y sal de Goyang —le
ordenó con voz serena.
El hombre no le había dejado más
opción que ésa. Después de todo, era el señor de Goyang y no iba a permitir que
nadie, menos aún un simple guardia, cuestionara sus decisiones de esa manera.
Taecyeon maldijo entre dientes.
Después ordenó a otros dos de sus hombres que sacaran al pobre desgraciado del
castillo.
Consideraba que la paternidad de ese bebé era
algo que sólo les concernía a su esposo y a él. A nadie más. Miró fijamente y
con dureza al resto de los hombres allí congregados.
—¿No soy acaso el conde de Goyang?
—les preguntó.
Nadie contestó.
—¿No acabo de decir que Goyang ha
tenido un hijo?
—Sí, mi señor —contestó Nichkhun—.
¡Que tenga una vida larga y feliz!
No dudó de las palabras de Nichkhun,
sabía que eran sinceras. Y eso le dio una idea.
—¿Me harás el honor de ser su padrino?
—le preguntó.
Nichkhun asintió sin pensárselo dos
veces.
—Sería un gran honor, mi señor.
Chan rió entonces.
—Suzy lo despellejaría vivo si no
hubiera aceptado —comentó.
La respuesta de ese joven alivió un
poco su preocupación. Estaba claro que nada le había pasado a la esposa de Nichkhun.
—Puede que Suzy quiera ser su madrina,
entonces —sugirió.
Nichkhun parecía estar muy emocionado
con el protagonismo y se sonrojó visiblemente.
—Sí... Sí, por supuesto, mi señor.
¿Debería ir a decírselo ahora?
Asintió y le señaló la puerta.
—Ve, Nichkhun. Os esperaremos en la
capilla.
Sabía que los padrinos que había
elegido no eran la mejor opción y, desde luego, no era lo acostumbrado, pero no
quería tener que esperar a que pudiera llegar a Goyang alguna persona de mayor
rango. Quería bautizar al niño cuanto antes, esa misma noche. Además, le
parecía que esas personas eran ideales para encargarse del crecimiento
espiritual del pequeño, después de todo, eran habitantes de Goyang y sus vidas
dependían de la estabilidad de ese feudo.
—¿Y a vos, sir Taecyeon? ¿Os gustaría
ser también padrino del bebé junto con Hyorin?
—Si eso es lo que deseáis, señor.
—No lo habría preguntado si no lo
deseara —replicó algo irritado.
—Mi señor...
Sabía qué le iba a decir. Si no
recordaba mal, a ese hombre le gustaba tener la última palabra y dejarlo todo
claro.
Le dijo a los criados que prepararan
una celebración. Envió a Chan para que llamara a Hyorin.
Después, fue hacia la puerta y le hizo
un gesto al capitán de su guardia.
—Venid conmigo, Taecyeon.
Al hombre le faltó tiempo para hablar
una vez estuvieron fuera.
—El bebé, mi señor,...
—No es mío —lo interrumpió mientras
contemplaba las tierras que rodeaban la fortaleza—. No he perdido del todo la
cabeza. Sé que no es carne de mi carne.
—Lord Jinyoung no...
—¡No! —lo cortó de nuevo—. No voy a
dejar que nadie me explique lo que ha pasado o dejado de pasar. Sólo lo
escucharé de boca de Jinyoung. ¿Lo habéis entendido?
—Sí, señor. Pero, ¿qué nombre le
daréis al bebé?
—Estaba pensando en llamarle Doyoung,
como la madre de Jinyoung.
Goyang se detuvo y sacudió la cabeza.
—Estáis eludiendo el problema.
—Claro que sí —repuso él encogiéndose
de hombros—, ¿qué preferiríais que hiciera? ¿Que condene a Jinyoung a muerte?
¿Que le arrebate el bebé y lo envíe lejos de aquí?
El capitán lo miró a los ojos. Había
mucha dureza en su gesto.
—Estaríais en vuestro derecho.
Hacía mucho que había aprendido que
los derechos a veces no tenían nada que ver con la decencia ni con el honor. En
ese asunto, si actuaba según los derechos y privilegios que tenía como señor de
la fortaleza, tenía muy poco que ganar y mucho que perder.
El dolor le atravesaba el corazón.
Pero, aun así, se daba cuenta de que el adulterio de Jinyoung no había sido una
flagrante muestra de traición. Había creído que él estaba muerto. De hecho,
todos lo habían dado por muerto.
Si lo castigaba por lo que había
hecho, conseguiría aliviar algo su ira, pero acabaría costándole demasiado
caro. No estaba dispuesto a sacrificar la posibilidad de que su matrimonio
tuviera algún futuro.
—No, Taecyeon. Si lo echo de la
fortaleza o lo separo de su hijo, sería lo mismo que firmar su sentencia de
muerte. No puedo hacer eso.
—Claro que no. Pero nadie esperaría...
Taecyeon se detuvo al ver que le hacía
un gesto amenazador.
Estaba deseando hablar de otra cosa.
—¿Dónde está todo el mundo? Nunca he
visto Goyang así de vacío.
El hombre suspiró y se quedó pensativo
un momento, como si estuviera sopesando la conveniencia de decirle la verdad a
su señor.
—Todos se metieron en sus casas
asustados en cuanto le llegó el momento al señor de dar a luz —le explicó.
Por algún extraño motivo, esa
contestación no le sorprendió tanto como debería haberlo hecho.
—¿Porqué?
El capitán se dio media vuelta y se
apoyó en la pared.
—Algunos creían que el señor llevaba
en sus entrañas al descendiente del diablo.
—¿De dónde sacarían una idea como ésa?
—Bueno, vos no estabais aquí, señor. Él
no tenía marido.
—¿Y qué? Hay otros hombres en Goyang,
¿no? ¿Por qué iba a tratarse del hijo de Lucifer? —preguntó frustrado.
—El joven señor de Goyang nunca
yacería con uno de nuestros hombres, mi señor.
No pudo evitar sonreír levemente al
escuchar la vehemente respuesta de sir Taecyeon. Aunque Jinyoung no fuera ya un
joven puro y virtuoso, seguía siendo el joven señor de Goyang y los hombres del
feudo seguían siéndole muy leales.
—A lo mejor no. Pero siempre hay gente
entrando y saliendo de estas tierras.
—Hemos tenido muy pocos visitantes
desde que os fuisteis.
—Pero, obviamente, al menos ha habido
uno —respondió con sarcasmo—. Y me imagino que vino hace aproximadamente nueve
meses.
Taecyeon carraspeó nervioso y asintió.
—Sí, pero...
Le hizo un gesto con la mano para que
no siguiera hablando.
—Espero que, al bautizar a la
criatura, las gentes de Goyang vean que estaban muy equivocadas —le dijo al
capitán.
Taecyeon se quedó mirándolo con algo
de perplejidad en la mirada.
—Mi señor, ¿por qué no estáis fuera de
sí?
—¿Por qué pensáis que no lo estoy?
¿Creéis acaso que debería estar gritando? ¿Que eso aliviaría el dolor?
¿Cambiaría algo que me mostrara más enfadado? —preguntó mientras se acercaba a
la escalera del torreón—. Si gritara o pegara a mi esposo, ¿serían distintas
las cosas?
—No, pero...
—¿Pero qué? ¿Os preocupa que la gente
piense que el conde de Goyang es un cornudo o un hombre débil sólo porque no
grita y se desespera?
—Supongo que alguien podría hacerse
esa idea, sí...
Se giró lentamente y miró a su capitán
a los ojos.
—¿Y vos, sir Taecyeon?
El hombre se quedó callado unos
instantes, después negó con la cabeza.
—No, mi señor, yo no os vería así.
—¿Os sentiríais mejor si, en cuanto Jinyoung
se recupere, lo arrastrara al patio, le arrancara las ropas y lo flagelara?
—¡No! —exclamó conmocionado el
hombre—. Eso no es necesario.
—Muy bien. Me alegro, porque no va a
ocurrir.
Bajaron al patio desde la torre y Taecyeon
lo miró con interés.
—¿Dónde habéis estado, mi señor? ¿Qué
os ha pasado?
Pero no estaba preparado para hablar
aún de ello.
—En otro momento, Taecyeon.
Se acercaron a la capilla de la
fortaleza. Se sintió mejor al ver que allí se había congregado ya un grupo de
personas que habían llegado desde la aldea y la propia fortaleza. Se daba
cuenta de que la mayoría estaba allí esperando verle perder la compostura, pero
no les iba a dar esa satisfacción.
Tomó el bebé que sujetaba Hyorin.
—¿Está bien Jinyoung?
—No fue un parto sencillo, mi señor.
Está muy débil.
—¿Débil?
Hyorin miró hacia cielo y se le
llenaron los ojos de lágrimas.
—Se ha quedado profundamente dormido y
no soy capaz de despertarlo.
—¿Le has dejado solo?
—No, mi señor, no está solo y yo
volveré rápidamente a su lado.
—¿Va a vivir? —preguntó con un nudo en
el estómago.
—No soy yo quien puede contestar esa
pregunta —repuso la comadrona con solemnidad—. El tiempo lo dirá.
No podía ni pensar en la posibilidad
de que Jinyoung muriera. No iba a ocurrir, no iba a permitir que algo así
sucediera.
Golpeó la puerta de la capilla con los
nudillos y el hermano Daniel la abrió al instante.
—Buenas noches, conde de Goyang. Es
una alegría que hayáis vuelto a salvo al hogar. ¿Qué os trae a la casa del
Señor?
Los padrinos del bebé lo rodeaban.
—Esta criatura necesita ser bautizada.
—Una buena nueva, mi señor. Siempre
recibimos con alegría en la iglesia a una nueva alma. ¿Cuál será su nombre?
Se quedó callado un instante. Levantó
con cuidado el pico de la manta que cubría la cara del bebé. Sus cejas, pobladas
y curvas eran las de Jinyoung. Igual que su fino y escaso cabello. La niña
abrió entonces los ojos y lo miró fijamente. Se sorprendió al ver que no se
echaba a llorar. Lo miraba con firmeza y sin miedo.
Sacó entonces un diminuto brazo de
debajo de la manta y alargó hacia él su manita, derritiendo en ese instante el
frío hielo que rodeaba su corazón.
—Doyoung —contestó—. Se llamará Doyoung
de Goyang.
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