Le dolían todos los músculos del
cuerpo. Jinyoung sentía que sus brazos, piernas y tronco ardían en llamas.
Apartó despacio las mantas y se esforzó por levantarse.
Era la primera vez en la vida que su
cuerpo le fallaba. Ni siquiera podía sentarse. Era una tarea mucho más dura de
lo que hubiera imaginado.
Con mucho esfuerzo, se sentó y dejó
que sus piernas cayeran a un lado de la cama. Pero entonces notó cómo la
habitación comenzaba a girar rápidamente a su alrededor. Agarró las mantas y
gimió.
—¡Mi señor! —exclamó Hyorin llegando a
su lado.
—Necesito levantarme —le dijo—. No
puedo seguir en esta cama, no lo soporto. ¿Por qué me siento tan débil? La
alcoba me da vueltas en la cabeza.
La comadrona suspiró aliviada.
—¿Qué es lo que ocurre, Hyorin?
—¿Sabéis que día es hoy, mi señor?
—Miércoles.
—¿Jueves? —preguntó confuso.
—Sí, pero el tercer jueves desde que
disteis a luz.
No era posible. Se la quedó mirando
como si estuviese loca.
—¿Cómo has dicho?
—Fue un parto muy difícil y os
quedasteis inconsciente poco después —le explicó la comadrona—. ¿Recordáis que
habéis dado a luz?
—Claro que sí. Tengo un hijo.
Lo cierto era que tenía pocos
recuerdos y que estos eran vagos y confusos. No había sido fácil, eso sí que lo
recordaba con claridad.
—¿Durante cuánto tiempo he dormido?
—Durante algo más de tres semanas, lord
Jinyoung. Ha estado despertándose y durmiéndose durante todo ese tiempo.
—Eso no es posible. Me acordaría de
haber estado despierto, ¿no es así?
—No lo sé, señor. Pero el caso es que
ese tiempo ha pasado.
Hyorin ordenó algo a una de las
criadas y ésta salió de inmediato de la alcoba. Después le llevó un camisón
limpio a la cama.
—Si estáis seguro de que podéis
levantaros, será mejor que os pongáis esto. No conviene que os enfriéis —le
explicó mientras le ponía el camisón.
—¿Y el bebé?
—Está muy bien, señor. Con algo de
ayuda, Doyoung ha podido comer y yo he estado con él casi todo el tiempo.
—¿Doyoung?
Ni siquiera recordaba haberle puesto nombre a la criatura. Se sentía muy inquieto y confuso. Los
recuerdos, mezclados con lo que sólo podían ser sueños, se acumulaban en su
cabeza.
—Sí, señor. Se llama Doyoung —confirmó
Hyorin mientras iba a abrir los ventanales—. Doyoung de Goyang.
—¿Goyang? Pero...
Recordó entonces que había soñado con Jaebum,
había soñado que estaba vivo y que volvía a su lado. Él le había sujetado el
bebé y antes le había sujetado en sus brazos y le había rogado que no muriera.
Era un sueño. Estaba convencido de que
no podía ser otra cosa.
Suspiró profundamente.
No quería preguntar, pero tenía que
saberlo.
—¿Ha vuelto Jaebum?
Hyorin se quedó callada unos
instantes.
Jinyoung rezó para que su presencia no
hubiera sido más que un sueño. No podría soportar tenerlo allí después de
haberlo traicionado y deshonrado de una manera tan flagrante.
La comadrona le hizo una seña desde la
ventana.
—Venid, mi señor, el aire fresco os
vendrá bien.
Hyorin lo miraba con el ceño fruncido.
Parecía preocupada y aquello le inquietó. Estaba claro que quería que viera
algo. El miedo le atenazaba el estómago.
Sin apenas aliento, se apoyó en la
fría pared de piedra y miró por la estrecha ventana. El aire que entraba y
golpeaba su cara llevaba el fresco aroma de la primavera. El cielo estaba azul
y brillaba el sol.
Desde el patio le llegaron los sonidos
de los hombres practicando. Ya casi se había olvidado de eso. Retumbaban los
golpes metálicos de espadas contra espadas y escudos. Algunos hombres luchaban
con otros en ejercicios que simulaban batallas. Había espectadores que los
miraban y gritaban entusiasmados. Otros peleaban con los puños.
No pudo evitar sonreír. Era algo que Jaebum
solía hacer cuando vivía allí. Casi cada día, animaba a sus hombres para que
practicaran. Eso les divertía y mantenía en forma.
Siempre le había gustado observarlos,
sobre todo a su marido. Acalorados por el ejercicio, muchos se habían
desprendido de sus túnicas y camisas. Desde donde estaba, podía verlos con
bastante claridad.
Algunos hombres habían engordado
durante el largo invierno, a otros merecía la pena observarlos. No pudo evitar
sonrojarse avergonzado. No entendía por qué Hyorin había querido que los viera.
Pero, antes de que pudiera
preguntárselo, los hombres dejaron de luchar y se acercaron con los
espectadores al cuadrado donde combatían dos de ellos. Se apoyó en la ventana
para ver mejor lo que pasaba.
Dos hombres luchaban cuerpo a cuerpo.
Parecía una pelea igualada. Hasta que el más alto de los dos agarró al otro por
el cuello y lo detuvo. Le dio la impresión de que ese hombre estaba
explicándoles algo, porque todos se acercaron para escuchar mejor. Sólo le veía
la espalda y no lo podía reconocer.
—Hyorin, ¿quién es ese hombre?
—¿Quién?
—El alto... El que tiene todas esas
cicatrices cruzándole la espalda.
—Mi señor...
En ese instante, el hombre soltó al
otro y se dio la vuelta.
—¡Cielo santo! —exclamó mientras se
echaba atrás—. ¡No!
Hyorin lo tomó del brazo y lo acompañó
a una silla.
—Mi señor, volvió a Goyang cuando
estabais dando a luz. ¿No recordáis nada?
Por desgracia, recordó de repente todo
lo que había pasado esa noche. Se acordó de que lo había visto entrar por la
puerta, debió de ser entonces cuando se imaginó que había muerto y él había
llegado para acompañarlo al cielo o al infierno. Después, Jaebum lo había
animado y abrazado hasta que hubo dado a luz al bebé de otro hombre.
Se agachó y ocultó la cara con sus
manos.
—¡Dios mío!
Pero un pensamiento lo aterró y
levantó la cabeza.
—¿Dónde está el bebé?
—Doyoung está en su cuna, durmiendo
—le contestó—. ¿Pensabais que él podría habérselo llevado de aquí? No, lord Jinyoung,
no tenéis ni idea de...
Se abrió la puerta del dormitorio y
entró un hombre. Se puso en pie y fue hacia él. Aunque lo que deseaba más que
nada era que se lo tragara la tierra.
—¿Jaebum?
Él miró a la comadrona.
—Dejadnos solos —le ordenó—. ¿Estáis
lo bastante bien como para levantaros?
No, no estaba bien. El sonido de su
voz lo hacía temblar. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho, como
un pájaro atrapado en sus costillas. Las rodillas apenas lo sostenían en pie y
tenía la boca seca.
—Estoy bien.
Jaebum señaló la silla de la que
acababa de levantarse.
—Sentaos.
Pero él le atraía como un imán. Se
acercó más a Jaebum y alargó la mano para tocar su torso desnudo, aún húmedo
tras el duro ejercicio. Pero éste agarró con fuerza su muñeca e impidió que lo
tocara.
—No, Jinyoung, no hagáis eso. Volved a
vuestra silla.
Había dolor en su tono de voz. Y
también desesperación. Sabía que no iba a ser un momento sencillo para los dos.
Habría gritos y acusaciones y no quería llevarle la contraria en algo tan nimio
como sentarse o no en la silla.
Jaebum tomó un paño y se secó el sudor
y no pudo por menos de fijarse en sus muchas cicatrices.
—¿Qué os ha pasado?
—No es nada —repuso él mirándose el
torso.
—¿Nada? ¿Me vais a decir también que
vuestra nariz rota y la cicatriz de vuestra cara tampoco son nada? ¿Qué os ha
pasado? Decídmelo —le exigió.
Jaebum abrió una cómoda, sacó una
camisa limpia y se la puso. Después se sentó en un banco que había frente a la
ventana, a unos metros de él.
Creía que no le iba a contestar, pero
sí lo hizo.
—Me capturaron y esclavizaron. Las
cicatrices son de los latigazos. La nariz me la rompió alguien con su puño.
No podía creerlo. Su marido no había
sido nunca demasiado hablador y le sorprendió que le hubiera dicho aquello de
manera tan directa y contundente. Pero, como siempre, sólo le había contestado
lo que había preguntado, sin darle más detalles.
—¿Os capturaron? ¿Qué queréis decir?
¿Dónde estuvisteis? Nunca recibimos una nota pidiendo un rescate. ¿Quién podría
esclavizar a un conde?
—¿No me creéis?
—No. Claro que os creo. Nunca me
habéis mentido —aseguró—. Sólo intento entender dónde habéis estado durante
todos estos años.
Jaebum no podía dejar de mirar a su
esposo. Jinyoung estaba tan bello como siempre. O incluso más. Sus ojos lo
miraran con atención. Había soñado muchas veces con ese momento. Pero en su cabeza
estaban abrazados y besándose.
Por fin estaban juntos, pero no
deseaba ni abrazarlo ni besarlo.
Pero tampoco lo odiaba lo bastante
como para actuar en consonancia.
No sentía nada. Había cuidado de él
durante las tres últimas semanas. Había ayudado a Hyorin a bañarlo y peinarlo.
Incluso había sujetado al pequeño Doyoung mientras se alimentaba.
Pero no había sentido deseo ni odio
por ese joven que era aún su esposo. No sabía cómo iba a poder seguir viviendo
con él el resto de sus días.
—Jaebum...
Jinyoung quería una explicación y
estaba dispuesto a dársela. Pero también esperaba que Jinyoung le contara qué
había pasado en su ausencia.
—Estaba en el destacamento del rey
Enrique cuando un grupo de rufianes me abordaron con porras y palos. Me quedé
inconsciente y aprovecharon la circunstancia para llevarme a Francia. Allí me
vendieron como esclavo. Por eso no recibisteis una nota de rescate. Era un
esclavo, no un secuestrado.
Jinyoung lo miraba impresionado.
—No sabía que le pudiera pasar eso a
un hombre del rey...
—Depende de dónde esté uno en ese
momento. Comerciantes sin escrúpulos llenan los puertos de todo el mundo.
—Y, ¿adónde os llevaron?
—Cuando me desperté, el barco estaba
en medio del mar. Navegamos durante muchísimo tiempo. Estuve cautivo en un
palacio muy lejos de aquí.
—¿Qué os obligaban a hacer? ¿Por qué
os castigaron con latigazos?
A Jinyoung le temblaba la voz. No
sabía cuánto decirle, no quería angustiarlo demasiado.
—Jaebum, mi cuerpo aún está algo
débil, pero mi espíritu no lo está. Decidme la verdad, por favor.
Le sorprendieron sus palabras. Se
acordó entonces de que, años atrás, habían llegado a estar tan cerca el uno del
otro que podían adivinarse los pensamientos.
—¿Recordáis las historias sobre los
gladiadores que tenían los romanos? ¿Recordáis que los hombres luchaban en
estadios hasta morir?
—Sí. Y también solían entregar
cristianos a los leones.
—Así es —repuso él.
—¿Queréis decirme con eso que os
habéis pasado todos estos años luchando para conservar la vida? ¿Estabais solo?
—Sí, así he pasado este tiempo. Pero,
no, no estaba solo. Había otros hombres cautivos allí. Como Jackson de Hong, Yugyeom
de Namyang y Wonpil. Nos hicimos amigos, éramos los únicos que hablábamos la
misma lengua.
—¿Por eso tenéis tantas cicatrices?
¿Por las luchas?
—No, las cicatrices no son de las
peleas —explicó cerrando los ojos un segundo—. Los hombres no matan a otros por
entretenimiento...
Notó cómo Jinyoung palidecía y se
estremecía.
—¿Os pegaban para que obedecierais y
accedierais a luchar con otros esclavos?
—Así es.
—Jaebum... Lo siento mucho —le dijo
alargando las manos hacia él.
Pero se levantó antes de que Jinyoung
pudiera tocarlo. Comenzó a moverse por la alcoba. No quería su compasión ni sus
caricias.
—¿Cómo recobrasteis vuestra libertad?
—Cuando el príncipe de ese palacio se
estaba muriendo, organizó una pelea final para decidir nuestro futuro. Jackson
luchó por nosotros cuatro contra el campeón del príncipe. Ganó y con su
victoria conseguimos nuestra libertad.
Se giró entonces para mirarlo.
—Ha llegado vuestro turno. ¿Qué
ocurrió?
El bajó la vista y se miró las manos
que descansaban sobre su regazo.
—Jinyoung, creo que al menos me
merezco saber de dónde ha salido el bebé que he aceptado como mío.
—¿Le has aceptado? —le preguntó Jinyoung
mirándolo entonces a los ojos.
—Me encargué de que fuera bautizado
por el hermano Daniel la misma noche de su nacimiento y le di mi nombre.
—¿Porqué?
—Doyoung es una criatura inocente y no
voy a permitir que pague por los pecados de otros. ¿Qué es lo que pasó?
El bebé pareció oír su nombre y se
despertó llorando de su siesta. Jinyoung se acercó a la cuna y lo tomó en sus
brazos.
Lo acunó, pero siguió llorando.
—Puede que tenga hambre —comentó Jinyoung.
—No, hace poco que comió —repuso él.
—Llamaré a Hyorin para que venga.
Estaba claro que su esposo no había
tenido aún la oportunidad de acostumbrarse al bebé. Era importante que tuvieran
tiempo para estar juntos, pero le urgía conocer la respuesta a su pregunta.
—No, dámelo a mí.
—¿Qué vas a hacer?
Ignoró su pregunta y tomó a Doyoung en
brazos. Lo sostuvo contra su hombro.
Jinyoung estaba estupefacto. Jaebum
parecía tener experiencia sujetando al bebe. Consiguió que se callara al
instante.
—Ya habías hecho eso antes —le dijo.
Él rió.
—Claro. ¿Quién creéis que ha estado
cuidando de él cuando Hyorin tenía algo que hacer?
Jinyoung se dejó caer en la silla.
Tenía ganas de llorar.
—Jinyoung, antes de que os ahoguéis
entre la culpa y la autocompasión, contadme ahora mismo lo que ocurrió.
Se dio cuenta de que Jaebum seguía
teniendo la misma habilidad de siempre para saber qué estaba pensando en cada
momento.
—Esperé vuestro regreso durante años.
Cada noche me acostaba pensando en vos y soñando que volvierais algún día.
—Hasta hace unos nueve meses, ¿no es
así?
Sintió cómo se sonrojaba al escuchar
las palabras de su esposo. Pero no podía negar la acusación.
—Sí.
—¿Y bien?
Se puso en pie de un salto y comenzó a
dar vueltas por el aposento.
—Estoy intentando hablar, Jaebum. No
lo hagáis más difícil de lo que es.
Él fue a dejar al bebe en la cuna y
volvió a su lado.
—Doyoung se ha vuelto a dormir —le
explicó Jaebum—. Si hablamos en voz baja, se quedará así un rato más.
—¿Cómo lo sabéis con tanta certeza?
No sabía por qué, pero se sentía celoso
y le molestaba que Jaebum supiera tanto de su hijo. Hacía que se sintiera más
culpable aún.
—No seáis ridículo. Habéis estado
inconsciente en esta cama durante tres semanas. No podríais saber nada de él...
Le había leído de nuevo el
pensamiento. Y sabía que tenía razón.
—Seguís sin contestar mi pregunta, Jinyoung.
—¿Qué queréis que os diga? ¿Que
compartí el lecho con otro hombre? Sí, sí. Que me perdone Dios, pero sí, lo
hice —contestó irritado—. ¿Sabéis cuánto me duele haberos deshonrado de esa
forma? —añadió mientras se golpeaba el pecho—. Me arrancaría el corazón con mis
propias manos si pudiera.
Jaebum lo miraba impasible. No podía
saber qué se le estaba pasando por la cabeza.
—¿Habéis terminado ya?
—¿Terminado?
—Sí, ¿habéis terminado ya con vuestra
descontrolada exhibición de emociones? Porque sigo esperando una explicación.
Quería golpearlo, conseguir que
reaccionara como esperaba, pero estaba aterrado. Había algo en la calma de ese
hombre que estaba consiguiendo desquiciarle. Sabía que aquello no estaba bien,
que no era lógico que no estuviera enfadado.
No podía mentirle, pero tampoco tenía
valor para admitir la verdad. Había sido educado desde pequeño para ser el
joven señor de Goyang. El día que se casaron, le juró fidelidad. Había
prometido ser siempre leal a Goyang y a sus habitantes, cuidar de ese
territorio y de su bienestar. Había jurado que sería honorable y justo.
Y, a pesar de no haber tenido prueba
alguna de la muerte de su marido, se había prometido a otro hombre y se había
acostado con él.
Había roto su solemne juramento y sus
votos matrimoniales. No sabía cómo explicarle todo aquello.
Creía que los hombres de Goyang no
iban a traicionarle, al menos no durante un tiempo. Se habían sentido aliviados
cuando por fin hubo recobrado el sentido común y evitado que Goyang sufriera
más aún.
De todas formas, para asegurarse de
que nadie más pudiera poner en peligro el territorio del condado de Goyang,
habían decidido cerrar sus puertas para que no entraran más forasteros a sus
dominios.
No podía contarle a Jaebum lo que
había pasado. Creía que era más fácil que él pensara que se había convertido en
un cualquiera.
—Un grupo de una veintena de hombres
se detuvo aquí hace algunos meses. Si mi memoria no me falla, iban en camino
hacia Londres. Hacía mucho tiempo que no habíamos tenido visitantes en el
castillo. Sir Taecyeon y yo pensamos que era el momento perfecto para organizar
una pequeña celebración. Esperábamos que consiguiera levantar los funestos
ánimos de las gentes de Goyang. Todo el mundo estaba desconsolado desde que os
fuisteis.
Casi todo era verdad. Llegaron
forasteros, aunque no iban camino de Londres. Habían llegado a Goyang a
propósito para informarlos de la muerte de Jaebum. Y habían decidido hacer una
celebración, se suponía que tenía que ser una especie de funeral para celebrar
la vida de su señor.
Algunos días después, sin embargo,
descubrió que las noticias de su deceso no procedían del rey Enrique.
Fue hasta la ventana y recordó esa
noche.
—Hubo mucha comida y bebida. Los
forasteros tenían algunos trovadores con ellos. Así que escuchamos historias y
música. Bailamos hasta la madrugada.
Había habido comida y bebida, eso
había sido verdad. Y algunos cantaron y bailaron mientras él lloraba solo en
sus aposentos.
Miró a Jaebum, no se había movido. Era
como una estatua de mármol.
—Por primera vez en años, me reí,
bromeé y bailé. Bebí demasiado. Aunque eso no excusa mi comportamiento.
Ésa era su primera mentira. Apenas
había bebido esa noche.
Al ver que el jefe del grupo estaba
intentando convertirse de forma descarada en el próximo señor de Goyang, había
decidido no beber más que agua esa noche.
—Uno de los hombres era bastante más
atrevido y descarado que los otros. Y, antes de que pudiera darme cuenta de que
estaba siendo demasiado amistoso con él, me encontré en una alcoba vacía con
él.
Se dio cuenta de que cada vez le era
más fácil mentir. No había sido cordial en absoluto, se había mantenido al
margen de las celebraciones y lejos de la gente.
—¿Os forzó?
Habría sido muy fácil decirle que
había sido violado, pero no quería que nadie creyera, mucho menos Jaebum, que Doyoung
era fruto de una acción tan violenta y cruda. Juntó las manos y miró hacia el
cielo para contener las lágrimas.
—No, no usó la fuerza.
—¿Cómo se llamaba?
Jinyoung lo había llamado de muchas
manera después de aquello, pero ninguno de esos adjetivos eran palabras propias
de un señor.
—Su nombre era Osgood
de Wrenhaven —murmuró—. Pero yo lo llamé Jaebum... —añadió casi sin voz.
Pero su marido debió de escucharlo
porque no volvió a preguntarle.
—¿Dónde fue, Jinyoung? ¿Lo trajisteis
a nuestra cama?
—¡No! —exclamó él mientras sacudía la
cabeza—. No, Jaebum. No.
—¿Cuánto tiempo se quedó?
—Creo que se fueron todos a la mañana
siguiente...
Acababa de mentirle una vez más porque
ellos se fueron por la mañana, pero dos semanas después de llegar a Goyang.
—¿No estáis seguro?
—Después de... Después de que él... De
que nosotros... —comenzó sin saber qué más mentiras contarle—. Después, salí de
esa habitación y vine a nuestros aposentos, me encerré aquí hasta asegurarme de
que se habían ido de Goyang.
La sala estaba en silencio. Era un
silencio que estaba aplastándolo. No podía respirar.
—Jaebum, tenéis derecho a sentiros enfurecido.
—No lo estoy —negó él.
—¿No? —preguntó mientras se acercaba a
Jaebum—. Me acosté con otro hombre. ¿Es que no os molesta?
—¿Qué queréis que haga?
Necesitaba que lo abrazara y besara.
Pero necesitaba más que nada que lo insultara, que se enfadara con él para que
pudiera entonces pedirle perdón.
—Quiero que reaccionéis.
—¿Cambiaría eso las cosas?
—No, supongo que no —reconoció.
Pero quería saber que aún le importaba
lo suficiente como para enfadarse. Que aún lo quería.
—Entonces, ¿para qué voy a hacerlo?
Se dio la vuelta. No iba a poder
contener las lágrimas durante mucho más tiempo. Él se acercó, pero no la tocó.
—Ya no sé qué siento.
—¿Os importo aún, Jaebum? ¿Aunque sólo
sea un poco? —le preguntó sin girarse.
—No lo sé.
Aquel hombre no era su marido. Su Jaebum
era apasionado en todo lo que hacía. Ya fuera odio o amor lo que sintiera, él
solía tomarse la vida con mucha más pasión. No entendía qué le habían hecho
para que cambiara tanto.
—Pero tenéis que saber lo que sentís, Jaebum.
Escuchó los pasos de ese hombre yendo
hacia la puerta. No dijo nada más.
Esperó hasta que estuvo seguro de que Jaebum
había salido de la habitación y cerrado la puerta para dejarse caer al suelo
entre lágrimas.
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