Había actuado en contra de sus
principios y se estaba arrepintiendo. Se había arrepentido desde que había
bajado el último escalón del porche tras dejar la nota. Una extraña fiebre
debía haberse apoderado de él sin que se diera cuenta. ¿Por qué otra razón si
no iba a sabotear su vida ordenada invitando a que su vecino y su perro loco se metieran en ella? ¿Y para qué iba a perder la mayor parte de la tarde
intentando arreglar la casa para que tuviera mejor aspecto? Colocó una mesa de
picnic que había conocido tiempos mejores sobre la hierba y unas servilletas de
papel.
Se sirvió una copa de vino de la
cubitera y se dirigió a la barandilla desde la que se veía el mar. Eran casi
las siete y cuarto. Había tenido la impresión de que él era puntual, así lo más
probable era que hubiera cambiado de idea. Y le parecía bien. La comida no se
iba a echar a perder, porque la energía que había empleado para preparar la
cena le había abierto el apetito.
Era curioso cómo podía cambiar el humor
de una persona. Aquella tarde, al encender el fuego del horno, se había
sorprendido silbando entre dientes. Había deseado que llegara la tarde, para
verlo sonreír y reír.