El Poder del Fuego- Capítulo 1



27 Junio, Olathe, Kansas.

El hombre iba a quedarse y observar mientras Leeteuk se calcinaba igual que su café negro.

Leeteuk alzó la mirada de su menú y, cruzando el pequeño comedor, le vio allí sentado, ni a seis metros de distancia. Era el hombre de sus sueños, o mejor dicho, de sus visiones. Técnicamente, sólo era una visión. Se lo repetía una y otra vez. Él estallaba en llamas mientras ese hombre lo observaba. Sonriéndole.

—¿Ves algo que te guste? —Preguntó Sungmin, el único camarero de servicio en el comedor.

Sólo llevaba trabajando en el Gulliver´s Diner un par de meses, pero había algo en él que hacía que Leeteuk confiara en el joven lo bastante como para compartir cosas que ninguna otra persona viva sabía, incluyendo las visiones de Leeteuk sobre su propia muerte.

—El cocinero tiene el día libre, así que todo lo que tenemos es estofado, pollo asado y carne asada. Elige tu porción.

Al otro lado de Leeteuk, su compañera de comedor, la señorita Sora, se alzaba sobre sus botas de vinilo rojo. Sus ancianos hombros apenas sobrepasaban la mesa. Sus agarrotadas manos agarraban la lámina del menú, la cual se sacudía tanto que Leeteuk no estaba seguro de cómo podía leerlo sin que se moviera más lentamente.

—¿Qué tal está el estofado? —Preguntó la señorita Sora.

Sungmin era un veinteañero, con un cuerpo de muerte y un cerebro a juego. Qué estaba haciendo sirviendo mesas en Olathe, Kansas, y viviendo en su coche, era un total misterio para Leeteuk -uno que Sungmin se negaba a resolver sin importar cuántas veces se lo preguntara. Le había ofrecido a Sungmin quedarse con él hasta que encontrara un lugar, pero Sungmin dijo que no traería problemas a los pies de la puerta de Leeteuk cuando obviamente ya tenía bastantes con los suyos propios.

Sungmin se inclinó hasta que los mechones de su cabello rubio platino amenazaron con quitarle un ojo a la señorita Sora.

—Se salvaría de comer la res atropellada hace dos días, lo cual es lo que supongo que está usando el cocinero para hacer el estofado. Se marchó antes de que empezara a preguntar sobre ello. Es un hombre escurridizo.

La señorita Sora palideció un poco.

—Definitivamente el estofado no. Tomaré la carne asada.

Sungmin hizo un guiño y lo escribió en su libreta de apuntar las órdenes.

—¿Qué hay de ti, Leeteuk? ¿Qué puedo traerte hoy?

Leeteuk intentó centrarse en su menú mientras lo sostenía en alto para escudar su rostro de modo que el Hombre de la Visión no pudiera verlo. Sus manos temblaban, haciendo que las palabras le resultaran borrosas. Ya estaba al borde del pánico. Si él lo pillaba observándolo, estaba seguro de que sería su completa perdición.

Leeteuk quería gritar a Sungmin que lanzara la cafetera de café humeante en su regazo y huyera. En vez de eso, luchó contra su creciente pánico por una oportunidad de aprender algo más acerca de él con la esperanza de escapar de la visión.

Se hundió en su asiento e intentó fingir que todo estaba bien, lo cual hacía de maravilla. Leeteuk tenía un montón de práctica en fingir que todo estaba bien.

—No estoy seguro —dijo Leeteuk para obtener más tiempo, esperando que sus manos dejaran de temblar con tanta fuerza para que pudiera leer el menú.

Contra su mejor juicio, hizo el menú a un lado de modo que pudiera echar un rápido vistazo. Quizás se había imaginado que era él.

No. Era el Hombre de la Visión. En carne y hueso.

Atendía a lo que el hombre sentado frente suyo le estaba diciendo mientras sorbía su café. Tenía un delgado brazo extendido a través del respaldo de la cabina y todo lo que pudo ver fue algún tipo de tatuaje bajo la camiseta del Hombre de la Visión. ¿Hebras de pelo, quizás? ¿Vides?

No podía estar seguro a esa distancia y no pensaba quedarse mirándolo el suficiente tiempo como para adivinar lo que era en un corto movimiento. No quería que se diese cuenta de que lo estaba contemplando.

Tenía el fino pelo castaño. Y eso era la única cosa en él que parecía suave. Tenía pómulos altos, casi agudos, con profundos hoyuelos. Su boca estaba presionada en una dura y delgada línea mientras escuchaba a su amigo, su expresión era tensa, casi enfadada. Los músculos en su mandíbula se abultaban como si estuviese apretando los dientes, y Leeteuk tuvo la distinta impresión de que sentía dolor. Montones de dolor.

Bien. Se lo merecía por verlo morir. No es que hubiese cometido ese crimen en particular aún, pero lo haría. Lo sabía cómo sabía que el sol se pondría en algunos minutos. No había nada borroso o distorsionado en su visión. Había intentado durante años encontrar alguna pista, algún indicio de duda de que lo que veía fuera real. Lo intentó y falló. Y ahora sabía que su momento estaba cerca.

El hombre en su visión era ese hombre, no una vieja versión de él.
Leeteuk iba a morir pronto. Quizás esta noche.

El alivio y el miedo se instalaron en su pecho y luchó por echarlos abajo. Centrándose en su respiración fue relajando cada pequeño músculo empezando por sus dedos. Había aprendido la técnica de su terapeuta, el cual estaba convencido de que estaba sufriendo algún tipo de alucinación. Todo lo que tenía que hacer era afrontarlo y eso se marcharía. Bueno, ahora lo estaba afrontando y no se iba a ningún lado.

Cincuenta mil dólares y muchos años después, todavía se engañaba, pero al menos podía mantener el temor a raya. Respirando y relajándose era la única manera que sabía para controlar el pánico.

La única manera para evitarse a sí mismo el gritar de terror.
Quemado vivo. Que jodido y asqueroso destino.

Había intentado prepararse a sí mismo para ello pero, obviamente, había fallado. Era demasiado pronto. No estaba listo para morir todavía. Tenía aún tanto trabajo por hacer. Tantas personas que necesitaban su ayuda.

—¿Estás bien? —Preguntó Sungmin, su pálida frente fruncida con un ceño.

Echó una mirada sobre su hombro a donde Leeteuk estaba intentando no mirar. El Hombre de la Visión y otros dos estaban sentados tomándose un café y comiendo tarta como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Hombre, no era eso encantador.

—¿Esos tíos te preocupan? —Preguntó Sungmin, sonando más preocupado por la falta de respuesta de Leeteuk.

—Uh, no —sólo respira. Eso era todo lo que tenía que hacer. Dentro. Fuera—. También tomaré la carne asada.

Sungmin se volvió.

—Ahora sé que algo no va bien. ¿Qué ocurre? Tú nunca comes carne roja.

—Sí, bueno, no se puede vivir para siempre —dijo Leeteuk.

El cuerpo de Sungmin se enderezó y Leeteuk casi pudo oír sus pies volviéndose en su cabeza.

—¡Mierda Santa! Es él, ¿verdad? —Preguntó Sungmin en un cercano susurro.

Leeteuk deseó por millonésima vez haber mantenido la boca cerrada, o que Sungmin no fuera tan intuitivo. Sungmin debería haber sido forense o interrogador en vez de camarero, por la forma en la que era capaz de que escupiera sus secretos.
Los labios escarlata de la señorita Sora se curvaron hacia abajo en un desaprobador ceño.

—Pensé que había tenido suficiente de oír esa clase de conversaciones cuando me retiré de enseñar en el Instituto.

—Lo siento, señorita Sora —dijo Sungmin, palmeándole la mano—. La tarta es mi pago por mi boca de orinal de esta noche.

—Olvida la tarta, háblame acerca del hombre.

La señorita Sora giró su cuerpo inclinado alrededor de su asiento de modo que pudiera ver hacia dónde estaba mirando Sungmin. No es que los hombres fueran difíciles de pasar por alto, viendo que eran los únicos clientes en el restaurante.

Leeteuk sintió una frenética burbuja de temor elevarse en su interior.

—¡No mires!

—Nunca me dijiste que tuvieras novio —dijo la señorita Sora como si fuese el crimen del siglo. Una enorme traición para su amistad el que hubiese guardado un secreto.

—No es mi novio. ¡Deje de mirar!

Estaba empezando a bordear el pánico. ¿Y si los pillaba mirándole? ¿Qué ocurriría si se paseaba hasta allí ahora mismo y le miraba con su media sonrisa en la cara, la que llevaba cuando lo veía morir?

Estos podrían ser sus últimos pocos minutos sobre la tierra y el único consuelo que podía encontrar era el que su testamento estaba al día y todo el dinero que había heredado de su madre ayudaría a las víctimas pediátricas de quemaduras.

Sungmin-bendito él- deslizó sus delgadas caderas de modo que ellas estaban entre los hombres y la atenta y obvia mirada de la señorita Sora. Leeteuk sabía que si los hombres se molestaran en mirar hacia allí, un vistazo al culo de Sungmin sería suficiente distracción para que cualquiera con sangre en las venas, olvidara lo que estaba pensando.

La señorita Sora luchó para conseguir que su frágil columna cooperara, pero no pudo arreglárselas para esquivar a Sungmin, no con sus reflejos de camarero. La anciana dejó escapar un frustrado suspiro.

—Alguno de vosotros va a decirme lo que está pasando o cogeré mi andador e iré allí y lo descubriré por mí misma.

Sungmin le dedicó una mueca de disculpa.

—Debería mantener mi boca cerrada. Si quieres, los echaré fuera.

—Eso realmente no ayudaría a todo eso de “intentar-no-llamar-la-atención” que estoy intentando obtener aquí —dijo Leeteuk.

—¿Por qué no quieres que esos hombres te vean? ¿Son asaltantes? ¿Debería llamar a la policía? —Preguntó la señorita Sora— Sé que debería haber comprado uno de esos teléfonos móviles.

—No —dijo Leeteuk, intentando pensar lo bastante rápido para burlar a una mujer que había estado en la escuela pública durante treinta años.

—Es sólo es un tipo al que tengo echado el ojo. No quiero que él lo sepa.

—¿Por qué no? Eres un chico adorable y deberías ir allí mismo y pedirle salir. Así es como se hace estos días, y si yo no soy demasiado vieja para saberlo, entonces tú tampoco.

—No puedo hacer eso —Leeteuk se deslizó hundiéndose en el asiento y alzó el menú para escudar de nuevo su rostro.

—Bueno, entonces, lo haré yo. No voy a dejar que acabes viejo y sin hijos como yo.

Y con esa declaración, la señorita Sora alcanzó su andador puesto al otro lado del asiento colocándolo de modo que pudiera levantarse.

Leeteuk tenía que conseguir detenerla antes de que el Hombre de la Visión la viera. Quizás si salía de allí sin que lo viese, habría tiempo antes de que muriese. Incluso si sólo eran unos pocos días más, o incluso horas, Leeteuk quería cada uno de ellos.

—No puedes. Está casado.

La mentira se deslizó tan suavemente de su boca que sorprendió a Leeteuk. Era la primera vez en su vida que había mentido a una profesora, y ya su estómago se estaba revolviendo por ello.

La cabeza de la señorita Sora se giró más rápido de lo que Leeteuk habría creído posible, considerando su frágil cuello y el peso del gigante moño que mantenía sujeto por un simple lápiz amarillo del nº 2.

—¿Estás tras un hombre casado? —Susurró como si decir las palabras fuera un pecado—. Oh, cariño, ¿no sabes que eso sólo puede acabar mal?

Gracias a Dios, se tragó la mentira.

—Lo sé —dijo Leeteuk, manteniendo la cabeza todavía estratégicamente colocada detrás del menú— Eso es por lo que me mantengo apartado de él. No puedo evitar sentir lo que siento por él, así que me mantengo a distancia.

—Nos encargaremos de que lo hagas —dijo la señorita Sora, deslizándose a su voz de lectura—. Quizás deberíamos irnos y cenar en otro lado.

¡Aleluya!

—Buena idea. Podemos ir a cualquier sitio que quiera —le dijo Leeteuk a la mujer.

Ellos siempre salían a comer los martes por la noche. Había pasado los últimos diez años intentando hacer algo significativo con su vida. No era lo bastante inteligente como para encontrar una cura para el cáncer, pero marcaba una diferencia para algunos pocos, llevándoles comida y compañía o sólo manteniéndolos fuera de casa durante unas pocas horas.

Para él no suponía mucho, pero sí para ellos. Lo veía en sus ojos cada vez que aparecía en sus puertas y cada vez que se marchaba. Para algunas de esas personas, era todo lo que ellos tenían y eso era suficiente para él. Tenía que serlo.

—Creo que es demasiado tarde para escapar —dijo Sungmin — Está mirando hacia aquí.

Leeteuk bajó el menú lo suficiente como para echar un vistazo por encima y asegurarse, Sungmin tenía razón.



Kangin vio a al precioso joven intentando ocultarse de él. Bajo normales circunstancias, no habría mirado dos veces a un humano -hermoso o no- pero algo en él atrajo su atención.

Cada vez que lo miraba, algo de la presión en su interior se aliviaba. El hecho de que estuviese intentando pasar desapercibido sólo aumentaba su curiosidad.

—¿Alguno de vosotros ha visto a al joven del hoyuelo antes? —Preguntó a sus compañeros, Boom y Kyuhyun.

Boom se giró, inclinándose de modo que pudiera vez más allá de Kyuhyun. Encogió sus enormes hombros.

—No que yo pueda recordar.

—Lo siento, tío —dijo Kyuhyun, con una apreciativa sonrisa en su oscuro rostro.

—Estás mirando a al camarero —bufó Kangin.

—Sí, lo estoy.

Sin disculparse como siempre, Kyuhyun se frotó una mano sobre la mandíbula y miró al camarero con el nombre en la etiqueta de identificación que decía Sungmin.

Kangin pensó en recordarle a Kyuhyun lo mucho que se distraía, pero sabía que no serviría de nada. Además, nada era demasiado importante para Kyuhyun. Podía mirar a todos los hombres y mujeres que quisiera y si las cosas se iban al infierno, todavía tendría su espada en la mano más rápido que cualquiera de los otros hombres en la mesa. Lo cual era bueno, considerando su misión.

Él, Kyuhyun y Boom estaban tras el rastro caliente de los Demonios Saesangs que habían cogido la espada de Kang después de haberlo matado, y lo último que necesitaban ahora era una distracción.

Esta ciudad suburbana de Kansas estaba infestada de demonios. Literalmente. O al menos, sería así una vez se pusiera el sol.

Kangin miró su reloj. Las ocho y treinta y dos. Nueve minutos para la puerta de sol. Entonces Hyungsik aparecería y todos ellos volverían al trabajo. Eso le dejaba ocho minutos para descubrir quién era ese joven y por qué se ocultaba de él.

Kangin se levantó y fue a hacer justo eso.

El camarero se interpuso en su camino como si realmente pudiera detenerle. Que mono.

—¿Puedo traerte más café? —Preguntó con una alegre y falsa sonrisa.

—No. Aunque mis amigos podrían querer uno más —Kyuhyun había estado mirando al camarero toda la noche y en lo que a Kangin concernía, podía tenerlo. Era sólo un hombre desechable, demasiado frágil para la verdadera diversión.

El tímido pelinegro por otro lado… tenía potencial. Lo había visto entrar en el comedor con la anciana, siendo muy cuidadoso en ayudarla a caminar sin dañar el orgullo de la mujer mayor.

Era todo suaves curvas y brillante calor. Era cinco centímetros más alto que el promedio y toda esa altura extra estaba en sus piernas -largas, desnudas bajo el pantalon corto de color caqui. Todo en él era suave, y Kangin odiaba haberse dado cuenta.

Tenía cosas más importantes en las que pensar -como matar una ciénaga de demonios- y era bastante difícil centrarse en el trabajo cuando el dolor se hacía peor cada día. Seguro como el infierno que no necesitaba ninguna suave y curvilínea distracción.

El camarero no había cogido la indirecta y todavía se interponía en su camino. No era una buena idea considerando que nunca dejaba que nada se interpusiera en el camino de lo que quería -ciertamente no. No algo que pesaba tanto como una semana de lavandería.

—¿Qué hay de un poco más de tarta? —Preguntó el camarero.

—No, gracias.

Lo levantó por debajo de los brazos, igual que a un niño, y lo hizo a un lado.

—¡Hey! —Lo oyó farfullar detrás de él y casi esperaba que le saltara a la espalda.

—Lo tengo —dijo Kyuhyun, su voz profunda y satisfecha con la tarea de mantener a Sungmin a un lado.

Kangin echó un vistazo por encima de su hombro y vio al camarero mirando fijamente a Kyuhyun como si estuviese a punto de comérselo entero. Quizás lo estaba. A Kyuhyun le iban los hombres humanos. Tan a menudo como podía.

Kangin sintió una media sonrisa tironeando en su boca.

—Apuesto a que lo harás.

El pelinegro se había vuelto a esconder detrás del menú y había empezado a recoger sus gafas de sol para irse. Ni remotamente. Al menos no hasta que estuviera listo para dejarlo ir.

Kangin cubrió la distancia entre ellos y colocó una mano sobre el respaldo de la cabina y la otra sobre la mesa, enjaulándolo dentro. El se deslizó al borde del asiento, pero con Kangin en su camino, no tenía ningún sitio a donde ir. Se inclinó, haciéndole saber con su lenguaje corporal que estaba atrapado.

Examinó su cara, la lisa curva de su mejilla y la plenitud de su boca. Había permanecido bajo el sol a lo largo del día y su nariz y la cima de sus mejillas estaban rosadas. No era mortalmente magnífica, pero era adorable. Desde aquí, era fácil ver el miedo en sus ojos.

Le tenía miedo. No tenía idea del por qué, y seguro como el infierno que no le gustaba.

—Por favor déjame ir —dijo.

Su voz era baja. Suave, igual que el resto de él, y se deslizaba sobre sus sentidos como una caricia.

Un ingrávido calor centelleó a través de él, lavando décadas de tensión y tormento. Por primera vez en más de un siglo, Kangin no sentía el agonizante dolor. Dejó salir una lenta respiración de alivio. Incluso la inagotable presión del poder que contenía no golpeó en su interior buscando una salida, intentando abrirse camino a través de la carne y el hueso.

Cada desenfrenado pedacito de energía en su interior se aquietó ante el sonido de su voz como si lo escuchara.

Sin el dolor que había sido su constante compañero durante más años de los que la mayoría de las personas vivían, una ola de aturdidora revelación amenazó con ponerlo de rodillas.

Agarró el asiento y la mesa para mantenerse en pie, pero no podía evitar que sus ojos se cerraran, sólo por un momento. El disfrute de simplemente no estar dolorido era tan intenso que era casi como una propia clase de dolor. No estaba seguro de cuanto le tomó recuperar sus sentidos, pero cuando lo hizo, él estaba mirándole, los ojos abiertos desmesuradamente y temblando.

—¿Quién eres? —Exigió.

El otro parpadeó como si se sorprendiera por la pregunta.

—Por favor. Déjame ir. No quiero morir.

¿Morir? ¿Qué infiernos?

—No voy a hacerte daño —le dijo, su tono fue un poco más rudo de lo que había pensado.

Había pasado su demasiado larga vida en el infierno defendiendo a los humanos de los Saesang con un gran coste personal. No había manera de que el pelinegro pudiese haber sabido eso, pero todavía le jodía que saltara a la conclusión de que estaba aquí para lastimarlo.

Lo que realmente quería era tocarlo y ver si se sentía tan suave como se veía. Todo su cuerpo lo volvían un poco loco. Y la locura era la única explicación de lo que estaba sintiendo -esa incontrolable necesidad de tocar a un hombre que ni siquiera conocía. Un hombre humano. Quizás él era sangre pura -un descendiente de los Shinhwa- y ese era el por qué de su reacción tan fuerte. Nunca había experimentado nada igual a eso antes, incluso con un sangre pura humano, y no estaba completamente seguro de que le gustara.

La parte de liberarse del dolor era fantástica, realmente fantástica, pero nada que fuera bueno venía sin un precio.

—Tengo que llevar a la señorita Sora a casa. Se está haciendo tarde —su boca tembló un poquito y maldito fuera si no quería inclinarse y besarlo para hacer que parara.

Esto era una locura. Kangin respiró profundamente, pero sólo consiguió llenar sus pulmones con su esencia. Lilas. Olía a lilas.

Kangin no tenía ni una aterradora oportunidad de resistirle. Se estaba acercando, completamente, al borde de la locura.

Se inclinó hasta que su nariz estuvo en la curva de su cuello, y la inspiró hacia su interior. No había nada que pudiera hacer para detenerse a sí mismo, y el hecho de que él no retrocediera apartándose simplemente lo volvía mucho más loco.

Las sedosas hebras de su cabellos cosquillearon en su nariz y la flexible venda de luceria alrededor de su cuello tarareó feliz, enviando un temblor bajando por su espalda. Kangin sentía algo mutando en su interior. Profundo y duro, casi dolorosamente. Este hombre lo había cambiado de alguna manera, con su mera presencia, y nunca sería el mismo otra vez.

Quienquiera que fuera él, lo conservaría.

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yota´s news : De regreso?

 Buenas tardes a todas las lectoras. Después de un año  y casi 4 meses regreso a saludarlas y comentarles nuevas.  Me gustaría decirle...