Al principio
pensé que el martilleo en mi cabeza era mi
cerebro tratando de abrirse paso fuera de mi cráneo después de los diez
o más tragos de Crown Royal que me tomé ayer por la noche, pero entonces me
recordé que era domingo y, no importa cuántas veces le dije o lo grosero que
fuera, o cualquier tipo de condición corrupta y desagradable en la que me
encontrara, él aparecía los domingos en
la mañana para arrastrarme a casa para el almuerzo.
Un suave
gemido desde el otro lado de la cama me
recordó que anoche no había vuelto a casa desde el bar solo, no es que
recordara el nombre del jóven o qué aspecto
tenía o si había tenido que hacer un esfuerzo notorio por convencerlo de
venir a casa conmigo. Me pasé una mano por la cara y saqué mis piernas por
el borde de la cama justo cuando la
puerta del dormitorio se abrió. Nunca debí haberle dado una llave al mocoso. No
se molestó en ocultar que estaba acostumbrado a entrar y encontrarme con resaca
y desnudo, así que no veo por qué hoy
tenía que ser diferente. El joven del otro lado de la cama se dio la vuelta y
entrecerró los ojos ante la nueva adición a nuestra pequeña e incómoda fiesta.
—¿Pensé que
habías dicho que eras soltero? —Había cierta acusación en su tono que me
erizaba el vello de la nuca. Cualquiera que estuviera dispuesto a irse con un
extraño a pasar una noche de sexo sin ataduras perdía el derecho a emitir
ningún juicio, sobre todo cuando aún estaba desnudo y acurrucado en mi cama.
—Dame veinte. —Me
pasé una mano por el cabello desordenado y
el rubio en la puerta levantó una ceja.