Existía la
tortura y después existía la sensación de pura agonía, como si arrancaran las
uñas con pinzas. En ese preciso momento, Kim Heechul estaba experimentando lo
último.
O al menos eso
le parecía.
Apretó los
dientes e intentó pensar en otra cosa que no fuera el sudor que le impregnaba
la
piel, el techo,
que estaba demasiado cerca de su cara y el hecho de que apenas podía respirar
en esa claustrofóbica caja. Nada sirvió. El único pensamiento que ocupaba su
cabeza era la certeza de que si no salía pronto de allí iba a volverse loco
delante del técnico que se encontraba detrás del cristal a su izquierda.
—Un poco más, Heechul.
Genial.
Maravilloso. Justo lo que quería oír. Sabía que no debía moverse, que eso solo
prolongaría su desdicha, pero esa prueba estaba llevando más tiempo del que
debería. ¿Qué diablos estaba haciendo el técnico, organizar una fiesta?
La paciencia
nunca había sido su fuerte. Sus médicos le dijeron que la falta de paciencia
seguramente fuera la causa de que no se hubiera muerto, de que se hubiera
hartado de esperar a que la luz apareciera al otro lado del túnel y hubiese
decidido dar media vuelta y regresar porque se había impacientado. Heechul no
estaba seguro de ese dato: no recordaba luz alguna. De hecho, recordaba muy
pocas cosas. Pero gracias al personal del Hospital de Gangwon, su «muerte» apenas
había durado noventa segundos. Noventa segundos que le habían cambiado la vida
por completo.
No conservaba
el menor recuerdo del accidente de tráfico que había convertido su vistoso
Mercedes en un amasijo de hierros. Ni el menor recuerdo acerca del conductor
del otro vehículo que se había marchado mientras que él yacía en una fría
camilla luchando por su vida.
En definitiva,
no recordaba nada de su vida anterior. Pero había aprendido una lección muy
importante ese día: había cosas en la vida por las que merecía la pena luchar.
Su mente voló a
Mithra, a su aniversario y a la cena especial que tenía planeada. Siete años...
No parecían haber pasado siete años. En muchos sentidos, tenía la sensación de
que apenas lo conocía. Los últimos dieciocho meses habían sido un torbellino de
pruebas y más pruebas, y mientras tanto tuvo que acomodarse de nuevo a la vida en
Gangwon y conocer otra vez a su marido y a sus amigos. «Un efecto secundario
del accidente», le dijo él, uno que superarían juntos. Salvo que... él viajaba
tanto por cuestiones de trabajo que daba la sensación de que debía adquirir ese
conocimiento solo.
Quería
suspirar, pero sabía que no podía. De acuerdo, era un hombre entregado a su
trabajo. Adoraba su trabajo. La de su marido era una pasión admirable. ¿Qué más
daba que su matrimonio no fuera perfecto? Nadie esperaba un matrimonio
perfecto. Pero le habían concedido una segunda oportunidad. Y pensaba
aprovecharla al máximo.
Se alegró en
silencio cuando la máquina volvió a pitar y la mesa empezó a salir del túnel.
Terminado. Por fin. Veinte minutos de infierno. Y no había tenido que atacar al
técnico después de todo. Esbozó una sonrisa al pensarlo.
El técnico
salió de la sala de control y soltó las correas que le inmovilizaban la cabeza
y los hombros.
—No ha estado
tan mal. ¿Cómo te sientes?
Heechul se
sentó y se frotó la larga cicatriz que tenía a un lado del cráneo.
—Como una
sardina.
El técnico se
echó a reír.
—Me lo dicen
mucho. Vas a tener que quedarte un momento mientras comprobamos las imágenes y
nos aseguramos de que tenemos todo lo que nos hace falta.
Asintió con la
cabeza, ya que se conocía el procedimiento. Ya había pasado antes por eso y no
sería la última vez.
Tras vestirse,
se dirigió a la sala de espera, donde los televisores mostraban una imagen
surrealista. Varias personas estaban reunidas alrededor de las tres pantallas,
con la vista clavada en lo que parecía una zona de guerra. Había llamas y mucho
humo, sirenas sonando y luces. El miedo le puso el vello de punta a medida que
veía las imágenes.
La cámara hizo
zum sobre los restos de un avión. En la parte inferior de la pantalla se podía
ver un letrero con las palabras ÚLTIMA HORA.
«El accidente sucedió alrededor de las 10.45. El vuelo
524 procedente de Seúl y con destino a Gangwon se estrelló justo después de
despegar. Varios testigos afirman que vieron cómo el avión se convertía en una
gigantesca bola de fuego a escasos metros de la pista. Varios agentes de la
Agencia de Seguridad Aérea se encuentran en la zona y ya se ha abierto una
investigación. Las primeras informaciones apuntan a que no hay supervivientes.»
Heechul se quedó
sin aliento. Echó mano de su bolsa, mientras buscaba como un poseso entre
recibos y barritas de frutas la nota que Mithra le había dejado. Los datos de su
vuelo y del hotel donde se alojaría para asistir a la conferencia de Seúl.
—¿Heechul?
¿Pasa algo?
No levantó la
vista para comprobar quién le hablaba. Era incapaz de concentrarse. El bolso se
le cayó y fue a parar a sus pies con un sonoro golpe. Se hincó de rodillas,
rebuscando la nota de Mithra como un loco entre el contenido. No era el mismo
vuelo.
No podía serlo.
Seguramente
estaría aterrizando en ese preciso momento. Se reiría de él cuando le dijera
que había vaciado el bolso en el suelo de la clínica.
—¿Heechul? ¿Qué
pasa? ¿Qué necesitas?
A duras penas,
se dio cuenta de que la enfermera, lo estaba ayudando. Se le llenaron los ojos
de lágrimas. Movió la cabeza.
—Una nota. La
nota de Mithra. Tengo que encontrarla. Tengo que...
—La
encontraremos. Tranquilo. Tú respira. Estoy segura de que todo va bien.
Inspiró hondo y
soltó el aire muy despacio. Mithra se encontraba bien. Parpadeó para librarse
de las lágrimas, escudriñó el suelo y por fin vio la letra torcida de Mithra en
un trocito de papel, justo a la derecha de su mano. Le temblaban los dedos
mientras se acercaba la nota lo suficiente para poder leer las palabras.
Los datos de mi
vuelo: Ida: de Gangwon a Seúl, vuelo # 1498 Vuelta: de Seúl a
Gangwon, vuelo
# 524
El papel se le
escapó de entre los dedos. La habitación comenzó a darle vueltas. Todo se
volvió negro.
El escáner, la
cena de aniversario para la que había hecho la compra y los últimos dieciocho
meses de su vida, comenzaron a dar vueltas delante de sus ojos. Solo una cosa
tenía sentido. Solo un pensamiento prevaleció.
Su vida acababa
de dar otro vuelco. Y en esa ocasión, la muerte había ganado.
—Tienes que
comer algo, te lo digo en serio. —Gunhee, el vecino de Heechul, dejó una
humeante taza de té en la mesa de la cocina, delante de él, antes de sentarse a
su derecha.
Heechul no
necesitaba mirar para saber que Gunhee tenía una expresión preocupada y
apenada. Él adoraba a Mithra. Todo el mundo lo hacía. Ninguno de sus amigos
sabía que tenía cambios de humor bruscos. Ni que se mantenía alejado de casa a
propósito. O que discutían por culpa del trabajo. Pero no tenían por qué
enterarse de todo eso en ese momento. Nadie tenía que hacerlo.
—Gracias. —Con
dedos temblorosos, Heechul rodeó la taza, aferrándose a su calidez—. Creo que
me pondré a vomitar si huelo una taza de café más.
Una continua
procesión de amistades había desfilado por la casa durante toda la tarde y
hasta entrada la noche. Ese era el primer momento de tranquilidad del que Heechul
podía disfrutar. Y en ese momento... en ese momento se preguntaba para qué lo
había querido.
—El té debería
ayudar a que te relajaras —comentó Gunhee—. Ha sido un día muy largo. ¿Te
apetece un poco de sopa?
Heechul negó
con la cabeza. Lo último que le apetecía era comer. Se le revolvería el
estómago si lo intentaba. Agitó una mano y parpadeó para contener las lágrimas
que amenazaba con derramar. No pensaba ceder al impulso. En ese momento no. Ya
se desahogaría cuando estuviera solo. En ese enorme dormitorio en el que estaba
acostumbrado a dormir sin compañía.
—No tengo
hambre. —Se hizo el silencio en la cocina. Sabía que Gunhee no estaba de
acuerdo, pero tenía un millar de cosas en la cabeza que nada tenían que ver con
la comida—. Dios, Gunhee. Tengo tantas cosas que hacer.
Gunhee le
cubrió la mano con la suya, que descansaba sobre la mesa.
—Hay tiempo de
sobra para hacerlo.
—No. Si no me
ocupo de todo, me volveré loco. —Se echó hacia atrás en la silla—. No puedo
quedarme aquí.
—Tienes que tomarte
tu tiempo. No puedes tomar decisiones ahora mismo.
—No. Esta casa
fue idea suya. Vivir aquí... —Cerró los ojos con fuerza—. Él tomaba todas las
decisiones importantes de nuestras vidas.
—Era tu marido.
Y tú has pasado por mucho durante este último año y medio, con lo del
accidente. Por supuesto que tomaba todas las decisiones. Es lógico teniendo
en cuenta tu historial médico.
Su historial
médico. La pérdida de memoria. Había sido la excusa de Mithra para todo. La
excusa para ocuparse de la economía doméstica, para encargarse de que él nunca
estuviera solo, para escoger la editorial con la que trabajaba como colaborador
independiente.
Debería haber
insistido a fin de que contara con él a la hora de tomar decisiones. Debería
haber tenido un papel más activo porque así habría estado más preparado para lo
que debía enfrentar en ese momento. No sabía ni siquiera dónde buscar la póliza
de su seguro de vida.
El estómago le
dio un vuelco y tuvo que tragar saliva para deshacerse de la bilis que se le
había subido a la boca. Se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos en ella antes
de sujetarse la cabeza con las manos. Sabía que tenía que alejarse de esa casa
todo lo posible. Llevaba meses sintiendo esa necesidad, pero la había
desterrado por Mithra. Porque su vida estaba allí.
En ese
momento... en ese momento ya no sabía qué pensar.
—Era Mithra
quien adoraba Gangwon, no yo. —Le dolía la cabeza. Esa noche no iba a tomar
el analgésico. No cuando su mente ya estaba abotargada.
—Es tu casa, Heechul.
No puedes irte sin más. La familia de Mithra está aquí.
Se le escapó
una carcajada carente de humor.
—Su padre y él
llevaban más de un año sin hablarse. Ese hombre apenas acepta que tiene un
nieto. No es la clase de familia que quiero para Siwan. —En su opinión, era
preferible no tener familia.
—Prométeme que
no tomarás una decisión impulsiva. Por favor. — Sus ojos rebosantes de
preocupación, se clavaron en la cara de Heechul.
Gunhee no lo
entendería. Jamás. No entendería la sensación de no pertenecer a ese lugar, una
sensación que llevaba mucho tiempo enquistándose en su interior. Que llevaba
atormentándole desde el accidente. Y esa noche no era el momento para
explicárselo.
Heechul le dio
un apretón en la mano.
—Te lo prometo.
Ahora mismo no puedo pensar con claridad. —Se levantó y se llevó la taza de té,
que no había probado, al fregadero—. Necesito echarme un rato. Gracias por todo
lo que has hecho hoy. No sé cómo me las habría apañado sin ti.
Gunhee se puso
en pie y le colocó las manos en los hombros.
—¿Te las
arreglarás bien esta noche? Siwan ya está dormido en su cama, pero podría
llevármelo a casa si necesitas estar solo un rato.
Heechul miró la
escalera que conducía de la cocina a la planta alta de la casa, donde su hijo
de cuatro años estaba dormido, y después negó con la cabeza. Todavía no le
había contado la verdad. No quería que se enterase por los vecinos.
—No, gracias.
Tengo que quedarme con él por si se despierta. Estaremos bien.
—Puedes contar
conmigo para lo que necesites, Heechul. Que no se te olvide. Si necesitas algo,
solo tienes que cruzar la calle.
—Gracias. —Heechul
se obligó a esbozar una sonrisa forzada.
Tras darle un
breve abrazo, Gunhee se dirigió a la puerta Nada más escuchar el sonido de la
puerta de roble al cerrarse, Heechul se volvió y contempló la casa vacía.
Estaba solo.
Totalmente solo.
Ningún coche llegaría en mitad de la noche.
Mithra no
entraría con paso vivo por la puerta, disculpándose por haberse perdido otra
cena. No volvería a ver su cara ni volvería a sentir sus abrazos. Daba igual
que fuera un marido espantoso. Era su marido. Y ya no estaba. A partir de ese
momento, solo estarían Siwan y él.
Exhaló un
trémulo suspiro. Desterró el dolor que amenazaba con abrumarle de nuevo. Aunque
casi era medianoche, sabía que le resultaría imposible dormir, bien o mal.
Se dirigió al
despacho de Mithra mientras se frotaba los brazos para mantener a raya el frío.
Una vez allí, se sentó tras el escritorio y dejó que la mullida tapicería de
cuero envolviera su dolorido cuerpo. Con dedos temblorosos, acarició la madera
oscura.
Recorrió la
estancia con la mirada. Una alta estantería decoraba una de las paredes. Las
baldas estaban llenas de tomos de medicina, desde el suelo hasta el techo. La
pantalla de un ordenador parpadeaba en el tramo más corto del escritorio con
forma de ele. Una foto de un sonriente Siwan, tomada en verano, le miraba.
El despacho de Mithra,
las cosas de Mithra. Casi nunca había entrado allí porque era su habitación
privada. Una extraña sensación, muy inquietante, se apoderó de él mientras
estaba sentado en su sillón.
Encendió la
lámpara situada junto al teléfono y ojeó las cartas que había en el rincón del
escritorio. Esa tarea tan mundana consiguió distraerlo de los detalles de los
que todavía tenía que encargarse y calmó sus destrozados nervios.
Tiró el correo
basura en la papelera que tenía junto a la rodilla y clasificó el correo
profesional de Mithra en un montón y el correo personal de ambos en otro.
Fue a coger el
abridor de cartas que solía estar en el lapicero, pero no lo vio. Abrió un cajón
y rebuscó en su interior, y, al no encontrarlo, procedió a hacer lo mismo con
otro cajón.
Lo localizó al
fondo del tercer cajón, junto con otra carta sin abrir. Heechul meneó la cabeza
mientras una sensación melancólica acrecentaba su tristeza. Seguramente Siwan
había metido esas cosas allí. Siempre metía cosas donde no debía. Y Mithra
siempre se molestaba cuando Siwan le cambiaba las cosas de sitio.
Claro que ya
nadie tendría que preocuparse por eso nunca más. Con más tristeza si cabía,
abrió la carta y miró la factura que tenía en la mano. Frunció el ceño al ver
su nombre.
Cogió el sobre
que acababa de abrir. Aunque la dirección a la que iba dirigida era la de la
consulta médica de Mithra, era evidente que se trataba de una factura por el
tiempo que había pasado él en el hospital después del accidente. Un cuadro de
balance mostraba que aún se debían diez mil dólares.
Mithra le dijo
que el seguro lo había cubierto todo. Al leer la carta con más detenimiento, se
dio cuenta de que no era la factura de un hospital, sino de una clínica
privada.
¿Una clínica
privada? No podía ser. Él había estado algo más de una semana en el hospital.
Cuatro días en coma en la UCI, otros tres antes de que lo trasladaran a planta
y después cinco más en la planta de recuperación de cirugía para recuperarse de
sus heridas.
Miró la factura
una vez más.
Seúl.
No, eso tampoco
podía ser. Jamás había estado en Seúl. Las fechas de
la factura también estaban mal. Cubrían más de dos años.
Le temblaban
las manos al dejar la factura en el escritorio. Tuvo un mal presentimiento.
Informes
médicos. Mithra era muy meticuloso con sus archivos.
Se volvió hacia
el archivador y revisó las carpetas en busca de una con su nombre.
Nada.
Abrió el
segundo cajón. Impuestos, información catastral sobre la casa y revistas
médicas a las que estaba suscrito. Ese hombre incluso tenía una carpeta con
todas sus notas, desde el instituto hasta la universidad. Era un obseso del
orden absoluto.
Pero ¿dónde
estaban los documentos referentes a él?
La impaciencia
se apoderó de él, así como un mal presentimiento que no quería reconocer. Abrió
el tercer cajón de un tirón y respiró aliviado al ver las carpetas con la
información médica de Mithra, de Siwan y las suyas.
Sí, todo
estaría allí. Alguien había metido la pata y le había mandado la factura a la
persona equivocada.
Abrió su
carpeta y la dejó sobre el escritorio, tras lo cual comenzó a examinar el
montón de papeles. Documentos y evaluaciones médicas que se extendían durante
el último año y medio de su vida, y nada más.
Ningún informe
de su embarazo, ni del nacimiento de Siwan. Nada sobre su estancia en el Hospital
de Gangwon, donde lo habían tratado después del accidente.
La
documentación tenía que estar en otra carpeta. Algo separado, marcado como
«parto» y «accidente». Cerró el cajón e intentó abrir el último. No pudo.
Volvió a tirar,
pero en ese momento se dio cuenta de que estaba cerrado con llave.
Rebuscó en los
cajones del escritorio para encontrar la llave. Una extraña sensación de
urgencia le instaba a seguir. Probó con todas las llaves que encontró, pero
ninguna encajaba. Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta,
buscó por los estantes.
Ni rastro de la
llave.
Se le subió la
sangre a la cabeza, intensificando el dolor punzante que sentía alrededor de la
cicatriz.
Corrió hacia el
dormitorio que tan poco habían compartido y abrió de un tirón los cajones de su
cómoda, rebuscando entre calcetines, calzoncillos y camisetas viejas.
Tenía que estar
en alguna parte. Era imposible que hubiera tirado la llave después de cerrar el
cajón. Sus dedos acariciaron las prendas de algodón hasta que por fin dieron
con algo metálico y frío.
Se le formó un
nudo en el pecho al sacar el llavero del fondo del cajón. Dos llaves relucían a
la mortecina luz, una más grande que la otra. Regresó al despacho con piernas
temblorosas y se arrodilló delante del archivador.
«No lo abras.
Olvídate de la llave. Olvídate del cajón. Olvídate de esa ridícula factura.
Nada bueno puede surgir de esto. Ya has pasado suficiente por hoy», se dijo.
Tragó saliva
para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Antes de poder cambiar de idea,
giró la llave en la cerradura. El cajón se abrió con un chasquido.
En el interior
había una caja metálica alargada. La dejó con cuidado en el escritorio antes de
volver a sentarse en la silla y secarse el sudor de las manos con las perneras
de los pantalones. La segunda llave entró en la cerradura de la caja con
facilidad.
Inspiró hondo y
levantó la tapa. El interior estaba lleno de informes médicos, evaluaciones y
facturas. Sacó cada papel por separado para leer las fechas y el contenido.
Todos hacían referencia a una clínica privada en Seúl. Todos mencionaban fechas
que iban desde hacía cinco a dos años atrás.
Según esos
documentos, él había estado en coma casi tres años, no cuatro días. Siwan nació
mientras seguía en coma.
Cerró los ojos.
Era imposible. Había sufrido un parto larguísimo: más de veinticuatro horas. Mithra
le había sostenido la mano durante todo el tiempo. Lo habían llevado al
quirófano en silla de ruedas. Mithra estuvo con él en cuanto le sacaron a su
hijo.
Se lo había
contado todo. Le había contado tantas veces la historia del nacimiento de Siwan
que se lo imaginaba perfectamente.
Se le llenaron
los ojos de lágrimas. Volvió a mirar los documentos mientras su cabeza se
debatía entre lo que le habían contado y los hechos que tenía delante.
No había
fotografías. No había fotos de su embarazo. En ninguna parte de la casa. Mithra
le había explicado que se debía a que detestaba estar embarazado y no quería
recordar su aspecto.
Sin embargo,
tampoco había fotos con el camisón del hospital, sonriente y con su hijo en
brazos. Había creído a Mithra cuando le dijo que se le había olvidado la cámara
de fotos el día que Siwan nació.
Corrió hacia el
salón, sacó los álbumes de fotos de la estantería y comenzó a hojearlos. Mithra
acunando a un Siwan recién nacido. Mithra bañándolo. Mithra dándole de comer
sus primeros alimentos sólidos. «¡Dios mío!», pensó. Mithra sonriéndole en su
primer cumpleaños. En todas las fotos aparecía Mithra. No había ni una sola de Siwan
y de él hasta después de su segundo cumpleaños.
El pánico le
atenazó. Siempre había supuesto que fue él quien hizo las fotos. Nunca se había
planteado otra posibilidad. Se frotó una mano sobre el nudo que tenía en el
pecho, intentó encontrarle una explicación lógica a todo eso.
No pudo.
Mithra era
médico. Era su marido. Había creído en su palabra. Nunca se le había pasado por
la cabeza no hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué le habría mentido?
«No, no, no. No
puede ser verdad», se dijo.
Aunque las
piernas amenazaban con flaquearle, regresó al despacho. Clavó la mirada en la
evaluación de un neurocirujano cuyo nombre desconocía.
«Daños en el
córtex lateral del lóbulo temporal anterior como resultado de un fuerte
traumatismo. Pronóstico: pérdida de memoria, posiblemente permanente e
irreversible.»
Pérdida de
memoria permanente. Coma. Tres años.
Ahogado por las
lágrimas, siguió leyendo los informes. Se le cayó el alma a los pies al ver la
firma de Mithra en varios documentos. Había sido uno de los médicos de la
clínica privada.
Concretamente,
el médico que le atendió.
«No, no, no»,
se repitió. Jamás le habrían permitido a su marido que supervisara su
recuperación. Jamás. Ni en un millón de años. Él no era doctor, pero conocía
las reglas.
Sintió un
reguero de sudor que le bajaba por el cuello hasta empaparle la espalda. Tenía
que haber una explicación. Algo. ¡Cualquier cosa!
Sacó cada uno
de los documentos que contenía la caja, impulsado por la frenética necesidad de
saber la verdad. Su mente era un hervidero de preguntas y de recuerdos que ya
no sabía si eran ciertos o inventados. Cuando sacó el último papel de la caja,
creyó que el suelo se abría bajo sus pies.
Le fallaron las
piernas y se dejó caer en el sillón. En el fondo de la caja había una foto. Se
le atascó el aliento en la garganta. Con dedos temblorosos, sacó la foto al
tiempo que sentía una punzada en el corazón.
Era la foto de
una niña, de unos cinco años de edad. La cara de la niña le resultaba
inquietantemente familiar. Heechul vio en ella sus propios ojos. La misma
forma, el mismo tamaño, el mismo color... exactamente los mismos ojos que Heechul
veía todos los días en el espejo.
«¡Dios mío!
¡Dios mío!»
Se quedó sin aliento.
Y en un recóndito lugar de su interior supo que esa niña solo podía ser su
hija.
Wow wow wow wow
ResponderEliminarque onda? Quele paso? Que le dijeron? Quehicieron con hee mientras estaba en coma?
matrimonio,muerte,un hijo,accidente,estado en como,clinica privada,una hija.....como?
y el maridi muerto y sin darle explicación alguna.....dios