Herencia -9



–El sólo quería lo mejor para ti –dijo Jian, defendiendo a Donghae–. Eras tú quien no cooperaba.

Él puso los ojos en blanco.

–En serio, Sang –Jian no pudo resistir la tentación de hacerle una broma–. Creo que deberías concederle por fin ese deseo a tu abuela. Cásate y ten una colección de pequeños piratas Lee.

–¿Es que vas a presentarte como voluntario? –le preguntó él, devolviéndole la broma.

–¿Quieres que te siga la broma? –Jian se sujetó el cabello detrás de las orejas y dio un paso.
  
–Adelante.

–Claro, Sang. Soy tu esposo. Tengamos unos cuantos niños.

–¿Y dices que no flirteas? –Sang avanzó más hacia él.

–No estoy flirteando.

–Estamos hablando de sexo –dijo él.

Su voz profunda reverberaba por todo el cuerpo de Jian, poniéndolo cada vez más nervioso.

–Estamos hablando de tener niños.

–Entonces estaba equivocado. Yo pensaba que me estabas tirando los tejos.

Jian dio otro paso adelante y lo miró a la cara. Sólo unos pocos centímetros los separaban.

–Si alguna vez te tiro los tejos, Lee Sang, te aseguro que lo sabrás.

–Ahora mismo me lo parece, Ji –se inclinó hacia él.

–Y no te equivocas.

Sang no se rió, ni tampoco retrocedió. Su rostro permanecía tan impasible como de costumbre.
Se miraron durante una eternidad, en silencio, inmóviles…

Sang bajó la vista, sus ojos cayeron sobre sus labios... La tentación se hacía cada vez más poderosa.

–Esta vez no pararemos –le dijo en un tono de advertencia, como si pudiera leerle la mente.
Y tenía razón.

Si llegaba a besarlo, entonces se arrancarían la ropa de la piel y acabarían haciendo el amor allí mismo, en la sala de estar del difunto Donghae. La sala de estar de su abuelo.

Jian retrocedió bruscamente y fingió examinar el resto de los muebles y la decoración. Alejándose de él, fue a asomarse a la puerta del dormitorio que había sido de Donghae.

–Parece que Donghae era una persona maravillosa –dijo cuando se vio capaz de hablar.

–Lo era –dijo Sang en un tono neutral que no revelaba nada, como si nada hubiera pasado unos minutos antes.

–¿Lo echas de menos?

–Todos los días.

Jian oyó un vacío en su voz que le hizo darse la vuelta. Al ver la expresión de su rostro, sintió un nudo en la garganta. Por muchos defectos que tuviera, Sang había querido mucho a Lee Donghae.


***

–Por aquel entonces –dijo Ryeowook desde su tumbona–. Donghae era un bombón.

Apoyados en el borde de la piscina, Jian y Taeho escuchaban con atención aquellas divertidas anécdotas de juventud. El agua estaba fresca a pesar del intenso calor de la tarde. La brisa marina agitaba las hojas de los árboles y los pájaros cantaban en los jardines cercanos.

Star Island era lo más parecido a un paraíso en la Tierra.

–Las cosas han cambiado mucho –dijo Ryeowook, gesticulando con la mano que sostenía un enorme vaso de té helado–. Entonces no había helicópteros ni nada de eso. Cuando estabas en la isla, estabas atrapado en ella hasta que llegara el próximo barco con provisiones. Nos pasábamos la vida tramando y haciendo planes para escapar de aquí –Ryeowook soltó una carcajada–. Cuando Lee Hyukjae, el abuelo de Sang, vio a Donghae, vestido con aquellos atuendos que nos habíamos traído de París, perdió la cabeza, y poco después ya estaba embarazado.

Jian trató de ocultar su sorpresa. En los cincuenta aquello debía de haber sido todo un escándalo.

–Ayúdame, querido –dijo Ryeowook, llamando a su nieto Ungjae.

Él acudió de inmediato. Lo sujetó del codo y lo ayudó a incorporarse.

–Ahora que estás aquí… Pensé en llamar a Donghae… –de repente se detuvo y una mirada confusa se apoderó de él–. Qué tonto. Quería decir que quisiera ir al jardín de flores. Me gustaría visitar el jardín de rosas de Donghae.

Ungjae miró a Taeho con algo de tristeza en los ojos.

–Yo puedo llevarlo, tío Ryeowook.

Jian salió de la piscina y se ajustó su traje de baño verde menta. Esa misma tarde había conducido uno de esos pequeños carritos de golf de una casa a la otra, y era bastante fácil. Podía llevar a Ryeowook sin ningún problema.

–Gracias, querido –dijo Ryeowook mientras Jian se secaba el cabello con una toalla–. Eres un buen chico. Deberías seguir adelante y acostarte con Sang.

Jian se detuvo y parpadeó, perplejo.

–Los Lee no son de los que se casan –dijo Ryeowook.

–Sang ya se ha casado con Jian –dijo Taeho sin pensar–. Quiero decir…


Jian disfrutó de un largo paseo por el jardín, amenizado con infinidad de anécdotas; fiestas que duraban todo el fin de semana, huéspedes notables, amaneceres dorados… Donghae debía de haber sido muy feliz en aquel lugar; un joven despreocupado que se había convertido en una persona seria y responsable, respetuoso de sus raíces y del concepto de la familia.

Al final del camino Ryeowook se declaró exhausto y le pidió a Jian que llevara unas rosas al cementerio y que las depositara sobre la tumba de Donghae. Jian lo llevó de vuelta a la casa de los Na y entonces, siguiendo sus instrucciones, se dirigió al cementerio, situado en lo alto de una colina.

Desolado y azotado por el viento, el cementerio estaba en el punto más alto de la isla, al final de un sendero rocoso por el que el carrito apenas podía avanzar. Allí había un pequeño prado lleno de lápidas de las familias Na y Lee, además de otras cuyos nombres no conocía.

Abriéndose camino entre la hierba salvaje, Jian leía las inscripciones y casi podía oír el eco de las voces de otras generaciones. Algunos habían vivido mucho, mientras que otros habían tenido una corta existencia.

Tristes mensajes de amor y nostalgia estaban inscritos en la piedra a modo de epitafio. De repente se topó con dos lápidas recientes, el mármol blanco, pulido y limpio relucía al borde del cementerio. Eran Lee Hyungsik y Lee Minwoo. Ambos habían muerto el 17 de junio de 1998…

Aquellos extraños sólo podían ser los padres de Sang. Aunque las rosas eran para Donghae, Jian dejó una rosa blanca sobre cada lápida y se sentó un momento sobre la hierba para contemplar el océano más allá del acantilado, tratando de imaginar cómo hubiera sido la vida en un lugar como ése.

Él no tenía raíces tan profundas, pero sí tenía proyectos e ilusiones. De pronto, una gota de lluvia le cayó sobre el dorso de la mano. Parpadeando, levantó la cabeza y miró por encima del hombro. Dos enormes nubarrones negros se acercaban cada vez más, vaticinando una tormenta y convirtiendo la diáfana luz del sol en un resplandor crepuscular.

No sin reticencia, se puso en pie y, mientras se limpiaba la ropa, empezó a sentir las primeras gotas de lluvia por todo el cuerpo. Después de echarle una última mirada al cementerio, volvió al carrito. Se subió en él, pisó el freno, giró la llave y pisó el acelerador…

Pisó con más fuerza, pero no ocurrió nada. El carrito no se movía. Comprobó la llave, la giró en sentido contrario y volvió a intentar arrancar. Hizo el mismo procedimiento una vez más, pero el vehículo estaba muerto. La lluvia ya caía copiosamente y las negras nubes habían ahogado hasta el último vestigio de sol.

Sacó el teléfono móvil y apretó el botón de llamada rápida de Taeho. Sin embargo, la llamada fue transferida automáticamente al buzón de voz, así que no tuvo más remedio que dejar un mensaje. Sólo podía esperar que Taeho no estuviera acurrucado en un rincón en los brazos de Ungjae. Ojalá hubiera apuntado el número de teléfono de Sang esa mañana… Miró hacia el prado del cementerio. Las lápidas se habían convertido en sombras funestas.

Todavía faltaban un par de horas para la puesta de sol, así que quedaba mucho tiempo para que Taeho viera el mensaje. De repente el rugido de un rayo retumbó sobre él y una violenta ráfaga de viento lanzó la lluvia contra su rostro.

Los relámpagos desgarraban el horizonte una y otra vez y el estruendo posterior resultaba ensordecedor. En ese momento reparó en un pequeño detalle. El carrito estaba hecho de metal y además estaba en el punto más alto de la isla… Decidido a no quedarse allí ni un segundo más, echó a andar por la senda. Todavía había mucha luz y el camino era cuesta abajo. Además, no podría llevarle más de tres cuartos de hora llegar a la casa de Ungjae.



–¿Qué quieres decir con que no está aquí? –Sang miró a Ungjae y después a Taeho. Ambos tenían el cabello alborotado y era fácil adivinar lo que habían estado haciendo–. ¿Dónde está?

Una hora antes había ido al jardín de su abuelo y también había recorrido el castillo entero, incluyendo el ático y las habitaciones del servicio.

Además, Ungjae acababa de confirmarle que Ryeowook estaba durmiendo la siesta en su habitación, así que Jian no estaba con él.

–A lo mejor fue a la playa –se atrevió a decir Taeho, alisándose el cabello.

–¿Cuándo lo viste por última vez?

Ungjae y Taeho se miraron con ojos culpables.

–No importa –dijo Sang–. Dime su número de teléfono, Taeho.

Taeho se lo dijo de memoria y Sang lo guardó en su móvil antes de llamar.
Jian tardó unos segundos en contestar. Su voz sonaba temblorosa y el viento le impedía oírle bien.

–¿Hola?

–¿Estás bien? –le preguntó él, gritando sin poder evitarlo.

–¿Sang?

–¿Dónde estás?

–Eh…

–¿Jian?

–Creo que estoy a medio camino de la casa, por el sendero del cementerio.

–¿Qué estabas haciendo allí? –Sang echó a andar hacia el garaje.

– Ryeowook me pidió que dejara unas flores en la tumba de Donghae. –dijo Jian, casi sin aliento

–¿Seguro que no estás herido? –le preguntó Sang. Un chorro incontrolable de adrenalina corría por sus venas.

El viento aullaba a través del auricular.

–¿Jian?

–Puede que esté sangrando un poquito.

A Sang se le cayó el alma a los pies.

–Tropecé y me caí. La batería del carrito murió, así que voy andando. Estoy empapado y está oscuro. No veo muy bien, pero la pierna me pica y me duele…

Sang apretó el botón de la puerta del garaje y Ungjae lo ayudó a quitar el forro de unos de los carritos.

–Quiero que dejes de andar –le dijo Sang–. Estés donde estés, quédate quieto y espérame. Estaré ahí en diez minutos.

–Te esperaré justo aquí.

Sang colgó y arrancó el carrito de golf. Él estaría bien. Estaría empapado y frío, pero eso tenía remedio. Sin embargo, aun así, tenía la certeza de que se sentiría muchísimo mejor cuando estuviera seguro en sus… De repente cortó sus pensamientos por lo sano.

¿En sus brazos?

¿Qué significaba aquello?

Tal y como le había prometido, diez minutos más tarde las luces del carrito lo encontraron. Estaba calado hasta los huesos y tenía las piernas cubiertas de barro. Su cabello chorreaba agua y tenía la camisa blanca pegada al cuerpo.

Al detener el vehículo Sang pudo ver que estaba temblando. Ojalá hubiera llevado una manta consigo…Antes de que pudiera salir a ayudarle, Jian se subió al carrito, así que se quitó la camisa y se la puso sobre los hombros mojados.

–Gracias –le dijo, abrazándose a sí mismo para guardar el calor.

–¿Dónde te has hecho daño? –le preguntó él, agarrando una linterna y apuntándosela a las piernas.

Jian giró el tobillo y entonces él vio la herida que tenía en la pantorrilla. La sangre estaba mezclada con barro y agua de lluvia.

–No parece nada grave –se aventuró a decir Jian.

Sin embargo, a Sang se le encogió el estómago, sabiendo lo mucho que tenía que doler.
Dejó la linterna en el suelo del carrito y arrancó a toda prisa. Le puso un brazo sobre los hombros y lo atrajo hacia sí para intentar darle algo de calor.

–¿Qué pasó? –le preguntó, dirigiéndose hacia el camino de tierra en sentido descendiente.

–Ryeowook quería poner unas flores sobre la tumba de Donghae, pero después del paseo por el jardín estaba muy cansado –Jian hizo una pausa–. Es muy bonito el cementerio.

–Supongo –dijo Sang. Eso era lo último que le importaba en ese momento.

–Gracias por rescatarme –le dijo Jian de repente.

Sang sintió que algo se le encogía en el pecho, pero decidió ignorar la sensación. Jian era su invitado y en la isla había auténticos peligros, como los acantilados. Era natural sentir alivio.

–No fue nada –le dijo, sin creérselo del todo.


***

Toda la segunda planta estaba en silencio. Uno de los empleados del servicio había estado en su habitación mientras se bañaba, porque las mantas habían sido retiradas y su pijama estaba extendido sobre la cama. También habían cerrado las gruesas cortinas.

Era evidente que todos esperaban que se acostara a dormir, pero Jian sentía más curiosidad que cansancio, a pesar de la tormentosa aventura vivida. En su primer paseo por el castillo había descubierto la galería de retratos de la familia, que abarcaba todo el pasillo entre las habitaciones de invitados y la escalinata principal, y esa misma mañana había contemplado las pinturas fugazmente.

Después de haber leído las lápidas de la familia, estaba deseando ponerles caras a todos aquellos ancestros de Sang. Abrió un centímetro la puerta del dormitorio y sacó la cabeza. No había nadie por allí, así que se apretó el cinturón del albornoz y salió de puntillas. Las arañas brillaban en todo su esplendor, una tras otra a lo largo del alto techo del corredor. KRY fue el primero en aparecer, retratado con unos cuarenta y cinco años de edad, sujetando la empuñadura de una espada que apuntaba al suelo.

Siguió avanzando, recorriendo todas las generaciones de la familia Lee hasta llegar al padre de Sang, cuyo retrato estaba situado en el extremo opuesto. Entre el primer Lee y su descendiente actual había doce generaciones; doce retratos de hombres a un lado del pasillo. Y en el otro lado había retratos de mujeres y jóvenes. Retrocedió y volvió a observar el retrato de KRY.

La gran escalinata estaba justo detrás de él en la pintura, así que debía de haber sido él quien había construido el castillo. Resultaba tan extraño estar en un lugar, y ver ese mismo lugar en un cuadro de más de tres siglos… Con sólo pensar que el pirata KRY había caminado por esos mismos pasillos, se estremecía por dentro.

–Asusta, ¿verdad?

La voz de Sang apareció de la nada. La mullida alfombra había ahogado el ruido de sus pasos.
Sin embargo, por alguna razón, Jian no se sobresaltó.

–Se parece mucho a ti –dijo, mirando a uno y después al otro.

–¿Quieres ver algo todavía más extraño? –Sang avanzó hacia el lado de los retratos de las parejas.

Jian fue detrás de él.

–Eyden Lee –dijo, señalando un cuadro en particular–. Era el esposo de KRY.

Erguido como una vara, el joven estaba sentado frente a una vieja mesa de madera. De cabello pelirrojo, vestía un traje verde por encima de una blusa semitransparente. Tenía las mejillas sonrosadas y unos labios carnosos.

–Vaya –dijo Jian–. Viéndolo así, ¿quién se atrevería a decir que es tu tatara-tatara-tatara-abuelo?

Sang soltó una carcajada.

–Míralo un momento.

Jian arrugó los párpados.

–¿Qué tengo que buscar?

–El cabello cobrizo, los ojos, esos labios con forma de corazón, la barbilla…

Confundido, Jian volvió la vista hacia Sang. Él le acarició el cabello, todavía húmedo.

–Se parece mucho a ti.

–No.

–Ya lo creo que sí.

–De acuerdo. Puede que un poco –admitió, pensando que debía de haber miles de jóvenes en la ciudad con sus ojos y el cabello cobrizo.

–Puede que mucho.

–¿De dónde era? –preguntó, sintiendo gran curiosidad por aquel joven aventurero.

–Era de Londres –dijo Sang–. Según tengo entendido, el joven hijo de un tabernero.

–¿Y se casó con un pirata?

–Él lo raptó.

–No es cierto.

Sang se inclinó hacia él como si le fuera a susurrar algo al oído.

–Lo metió en su barco –dijo, con una voz profunda y casi siniestra–. Y creo que hizo todo lo que quiso con él hasta llegar al otro lado del Atlántico.

Le apartó el pelo de la cara y, por alguna razón, Jian reparó en la ropa que llevaba puesta en ese momento.

Debajo del albornoz blanco, no llevaba nada más, y la temperatura de su piel subía por momentos. De repente notó que se le había abierto la solapa y que Sang se había dado cuenta.

El silencio estaba cargado de electricidad. Sabía que debía cubrirse rápidamente, pero las manos no le respondían. Sang se volvió hacia él y la mano que le tocaba en el hombro se deslizó hasta su cuello.

–A veces creo que lo tuvieron muy fácil –le dijo él en un susurro poderoso.

–¿Quiénes? –preguntó, casi sin aliento.

–Los piratas –dijo él, agarrándole la solapa del albornoz con la otra mano–. Hacían lo que querían, y dejaban las preguntas para más tarde.

Le tiró del albornoz y lo atrajo hacia sí al tiempo que sus labios aterrizaban sobre los suyos con fuerza, calor y decisión. Jian se tambaleó un instante, pero él le sujetó de la cintura mientras lo besaba.

Un momento después le agarró el cinturón del albornoz y empezó a tirar hasta soltar el nudo. Metió la mano por dentro y volvió a agarrarlo de la cintura, apretándose contra su pecho desnudo. Susurró su nombre, entreabrió los labios y le dejó entrar en su boca.

Los pezones se le habían endurecido y un delicado cosquilleo los recorría por dentro. Relajando los muslos, abrió las piernas ligeramente y él dio un paso adelante, rozándolo con el tejido vaquero de sus pantalones. Jian sintió olas de deseo que lo sacudían por dentro.

Entre cuadro y cuadro, Sang lo acorraló contra la pared de piedra y le agarró los pezones, colmándolo de besos al mismo tiempo y quitándole por fin el albornoz, dejándolo completamente desnudo. Entonces retrocedió un momento y lo miró de arriba abajo.

–Eres maravilloso –le dijo, volviendo a besarlo y acariciándolo por todas partes, las caderas, el abdomen, el pecho…

Jian contuvo el aliento al sentir sus manos sobre los pezones; una sensación casi dolorosa, pero exquisita.

Sang entrelazó sus dedos con los de él, le levantó los brazos y, apoyándose contra la pared, exploró su cuerpo con la boca, marcándolo con besos ardientes desde los labios hasta el pecho, buscando sus pezones y chupándoselos hasta hacerle perder la razón.

Jian gimió su nombre. Pero él siguió adelante, volviendo a besarlo en los labios y deslizando las manos sobre su pecho una vez más, frotándole los pezones con los pulgares. Jian enredó las manos en su cabello y le hizo besarlo con más fuerza. Poco a poco, Sang deslizó una mano sobre su vientre hasta llegar al fino vello, y más allá. Le rodeó con los brazos y se apretó más contra él, escondiendo el rostro contra su cuello y probando el sabor de su piel. Él le introdujo los dedos y Jian sintió una sacudida de placer. Gritó su nombre y un arrebato de deseo le cegó por completo.
Desesperado, le desabrochó el botón del pantalón y le bajó la cremallera.

Él le agarró del trasero, lo levantó en el aire y lo apoyó contra la fría pared.

–¿Tienes protección? –recordó Jian de pronto.

–Sí –dijo él.

–Rápido –le suplicó–. Por favor, rápido.

Sang se preparó y un segundo después estaba dentro de él, deslizándose hacia lo más profundo de su ser y lanzando rayos de placer que lo atravesaban por todos lados. Con los puños apretados y los pies contraídos, Jian se dejó llevar por la urgencia de su cadencia desenfrenada. El alto techo de la habitación giraba a su alrededor, los relámpagos iluminaban los ventanales y los truenos sacudían las entrañas del castillo.

Se inclinó contra él, tratando de rozar cada rincón de su piel. Y así comenzó a sentir unas contracciones de placer que se propagaban como una onda expansiva. Volvió a gritar su nombre. Él le respondió con un gruñido profundo. Y entonces la tormenta, el castillo y sus propios cuerpos vibraron al unísono…




1 comentario:

  1. O________O
    omg...y así empieza la "colección de pequeños piratas"
    jajajajajajajajaj
    me encanta esta historia...
    ahora va a resultar que Jian es descendiente del esposo del pirata KRY....
    jajajajajajaa seria genial!!!!
    dejaría ese vació de no tener raíces....la compartiría con su esposo!!! wi!!!
    ojala y si!

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yota´s news : De regreso?

 Buenas tardes a todas las lectoras. Después de un año  y casi 4 meses regreso a saludarlas y comentarles nuevas.  Me gustaría decirle...