Herencia -1



Lee Sang era la última persona a la que Wang Jian esperaba ver frente a su puerta. Aquel hombre alto, pelinegro y de ojos feroces era la razón por la que estaba haciendo la maleta, la razón por la que dejaba su apartamento de alquiler. Él era la persona por la que se veía obligado a abandonar su ciudad. De frente a él, cruzó los brazos sobre su camiseta polvorienta y vieja. Sólo podía esperar que sus ojos rojos no lo delataran. Con un poco de suerte ya no tendría marcas de lágrimas sobre las mejillas.

–Tenemos un problema –dijo Sang en un tono tenso. Su expresión seguía siendo impasible y con la mano izquierda sostenía un pequeño maletín de cuero negro.

Llevaba un exquisito traje de firma y una impecable camisa blanca, combinados con una corbata roja de seda de la mejor calidad y unos gemelos de oro macizo. Como de costumbre, llevaba el pelo recién cortado y estaba recién afeitado. Sus zapatos, tan pulidos que parecían espejos, debían de costar una pequeña fortuna.

–No tenemos nada –le dijo él, apretando los dedos de los pies dentro de los acolchados calcetines que llevaba.

Jian iba vestido de manera informal. Sus vaqueros estaban un poco gastados, pero no era ningún desarrapado. Un joven tenía derecho a vestir cómodamente en su propia casa. Lee Sang, en cambio, no tenía ningún derecho a estar allí.

Jian empujó la puerta para cerrarla, pero él la sujetó con una mano. Tenía la muñeca fuerte y los dedos largos y estilizados. No llevaba anillos, pero sí llevaba un reloj de platino con diamantes incrustados.

–No estoy bromeando, Jian.

–Y yo no me estoy riendo –dijo. Los problemas del gran Lee Sang le daban igual.

Ese hombre no sólo lo había echado de su puesto de trabajo, sino que también le impedía trabajar en cualquier otra empresa de diseño de Seúl.

Él miró por encima de su hombro.

–¿Puedo entrar?

Jian fingió considerarlo un momento.

–No.

Aunque fuera el dueño y señor de Lee Transportation y también de muchas otras empresas, no tenía ningún derecho a entrar en su casa, la cual, en ese momento, estaba hecha un desastre, sobre todo por la lencería que estaba bajo la ventana.

Lee Sang apretó la mandíbula. Y él hizo lo propio, manteniéndose firme.

–Es personal –dijo él, insistiendo. Cambió el maletín de mano.

–No somos amigos.

En realidad eran enemigos, porque eso era lo que pasaba cuando una persona le arruinaba la vida a otra. No importaba que él fuera atractivo, inteligente, triunfador, buen bailarín… Había perdido todos sus derechos a… todo.

Sang se puso erguido y entonces miró a ambos lados del viejo corredor de aquel edificio de más de cincuenta años. La luz era mortecina y la moqueta estaba raída. En esa sección del quinto piso había diez puertas, y la de Jian estaba al final del pasillo, junto a la alarma de incendios y a la puerta de emergencia de acero.

–Muy bien –dijo él–. Lo haremos aquí.

Jian retrocedió unos pasos, dispuesto a regresar al refugio de su hogar.
No podía ceder. Jamás volvería a hacer nada con él bajo ningún concepto.

–¿Recuerdas aquella noche en Las Vegas? –le preguntó él. La pregunta le hizo detenerse en seco.
Jamás olvidaría la fiesta de empresa de Lee Transportation, después del Congreso sobre Tecnología en Automotores, celebrada en el Bellagio tres meses antes.

Cantantes, bailarines, malabaristas, acróbatas… Aquello había sido un derroche de diversión destinado a entretener a la enorme multitud, en su mayoría clientes de alto standing de la firma. Un hombre disfrazado de Elvis se los había llevado de la pista de baile y los había hecho participar en una boda falsa.

En aquel momento le había parecido muy divertido, de acuerdo con el tono ligero del festejo. Obviamente, los martinis de frambuesa que se había tomado durante la velada habían ablandado mucho su fuerza de voluntad y al final se había visto arrastrado al estrado, más que dispuesto a representar aquella ridícula parodia. Sin embargo, al volver la vista atrás, no podía sino avergonzarse de sí mismo.

–¿El papel que firmamos? –dijo Sang, continuando, al ver que guardaba silencio.

–No sé de qué me estás hablando –le dijo, mintiendo.

En realidad se había encontrado con los falsos papeles de la boda esa misma mañana. Era una estupidez haber guardado aquel recuerdo sin sentido. Sin embargo, la ilusión de pasar una noche colgado del brazo de Lee Sang había tardado unos días en desvanecerse. Recordaba muy bien el momento en que había guardado aquellos papeles. Entonces todo parecía tan mágico; aquellos minutos en la pista de baile en compañía de Sang… Pero no había sido más que una fantasía ridícula. Aquel hombre había destruido su vida a la semana siguiente.

–Es válido –dijo él, respirando hondo. Jian frunció el ceño.

–¿Válido para qué?

–Matrimonio.

Jian no contestó. ¿Acaso estaba sugiriendo que habían firmado unos documentos reales?

–¿Es una broma?

–¿Me estoy riendo? –le preguntó él.

Y no lo estaba haciendo. En realidad Lee Sang rara vez sonreía, y tampoco era muy dado a hacer bromas. Aquella noche, al parecer, había sido una excepción.

–Estamos casados, Jian –le dijo, sin pestañear.

Eso no podía ser cierto. Había sido una farsa. Habían representado un papel sobre un escenario. Nada más.

–Estábamos borrachos –dijo Jian, incapaz de creer semejante tontería.

–Archivó el certificado.

–¿Y cómo lo sabes? –preguntó Jian, con un remolino de ideas en la cabeza.

–Porque me lo han dicho mis abogados –le dijo, y entonces miró hacia el interior del apartamento con disimulo–. ¿Puedo entrar, por favor?

Jian pensó en las novelas de misterio que estaban tiradas en el sofá, las revistas que descansaban sobre la mesita central, el montón de papeles del banco, la tarjeta bancaria, los extractos bancarios… Recordó el paquete medio lleno de donuts que estaba sobre la encimera de la cocina, la cajita de lencería sexy, completamente a la vista. Si le estaba diciendo la verdad, no podía ignorarle así como así. Apretó los dientes.

¿Qué importancia tenía lo que él opinara? ¿Por qué iba a importarle que viera los donuts en la cocina? En cuestión de unos días, él habría salido de su vida para siempre. Lo dejaría todo atrás, y empezaría de nuevo en otra ciudad.

Al pensar en ello, sintió un nudo en la garganta y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Cuántas veces había tenido que empezar de nuevo… Ya casi había perdido la cuenta. Todas aquellas casas de acogida… Jamás había podido tener esa sensación de seguridad y normalidad que estaba a punto de perder. Había vivido en ese apartamento desde su comienzo en la universidad, y era lo más parecido a un hogar que jamás había conocido.

–¿Jian?

Él se tragó todas las emociones.

–Claro –le dijo con decisión y seriedad, dejándole paso–. Entra.

Al entrar en la casa Sang reparó en el desorden de cajas de embalar que estaban esparcidas por todo el apartamento. No tenía sitio donde sentarse, y él ni siquiera le ofreció una silla.
Pero, de todos modos, no iba a quedarse mucho tiempo allí.

Aunque intentara ignorarla, Jian no dejaba de mirar de reojo la caja de lencería. Sang lo siguió con la mirada y finalmente reparó en la pijama de seda blanco y malva que su amigo Taeho le había regalado por Navidad.

–Disculpa –dijo en un tono seco y fue a cerrar la caja.

–Claro –dijo Sang, en un tono ligeramente burlón. Se estaba riendo de él. Perfecto.

Las tapas de la caja volvieron a abrirse, y Jian se ruborizó. Se volvió hacia él, desviando su atención. Sin embargo, por encima del hombro de él podía ver la caja abierta de donuts. Tres de ellos ya habían ido a parar a sus caderas esa misma mañana. Sang, por el contrario, no parecía tener ni una pizca de grasa en su escultural cuerpo. Seguramente su desayuno consistía en una pieza de fruta, cereales y proteínas; todo preparado por su chef personal, que utilizaría ingredientes importados.

Él dejó el maletín sobre un montón de DVDs y abrió la solapa.

–Mis abogados han preparado los papeles del divorcio.

–¿Necesitamos abogados? –Jian aún intentaba hacerse a la idea. Estaba casado.

Con Sang. Su mente quería correr en distintas direcciones, pero sujetó bien las riendas. Lee Sang podía ser guapo, inteligente y rico, pero también era frío, calculador y peligroso. Había que estar loco para querer casarse con él.

–En estos casos los abogados son un mal necesario –le dijo él, sacando documentos.

Jian sintió como le hervía la sangre al oír aquel tópico sobre los abogados. Su amigo Taeho no era «un mal necesario»; nada más lejos. ¿Cómo reaccionaría Taeho al enterarse de lo que le había pasado? ¿Se reiría, o acaso se enfadaría con él? ¿Se preocuparía? La situación era de lo más absurda.

Jian se llevó un mechón de cabello detrás de las orejas y comenzó a juguetear con su pendiente. Cada vez se ponía más nervioso. Esperó a que Sang volviera a prestarle atención y entonces habló.

–Creo que a veces lo que pasa en Las Vegas no se queda en Las Vegas.

Un músculo se contrajo en la mandíbula de Sang y Jian sintió un agradable pinchazo de satisfacción al ver que le había hecho perder la compostura, aunque sólo fuera por un instante.

–Convendría que te tomaras todo esto más en serio.

–Nos casó Elvis –dijo, sin poder contener la carcajada. Los ojos de Sang relampaguearon.

–Vamos, Sang –dijo, intentando aligerar el tono de aquella conversación–. Tienes que admitir que…

–Firma los papeles, Jian –le dijo él, sacando un sobre de entre los documentos.

Quería seguir con la broma un poco más.

–Supongo que esto significa que no habrá Luna de Miel, ¿no?

Sang contuvo la respiración y su mirada se desvió una fracción de segundo hacia sus labios. De repente una visión fugaz y potente irrumpió en los pensamientos de Jian. ¿Se habían besado aquella noche en Las Vegas? Quizá… Instantáneas de su boca, su calor, el sabor de sus labios llenos y vigorosos… Se imaginó que podía sentir sus brazos fuertes alrededor de la cintura, apretándole contra él. Hasta ese momento siempre había creído que sólo había sido un sueño febril, pero…

–Sang, nosotros…

Él se aclaró la garganta.

–Intentemos centrarnos un poco, por favor.

–Muy bien –le dijo, apartando aquella imagen turbadora de sus pensamientos.

Si lo había besado, aunque sólo hubiera sido una vez, entonces había sido el peor error de su vida. Odiaba a Lee Sang con todas sus fuerzas, y sólo quería que saliera de su vida cuanto antes. Extendió el brazo y agarró el sobre.

–Sólo nos llevó cinco minutos casarnos, así que divorciarnos no nos llevará mucho más tiempo.

–Me alegro de que lo veas de esa manera –él asintió con la cabeza y buscó algo en el bolsillo de la chaqueta–. Pero, por supuesto, quiero recompensarte por todas las molestias –le dijo, sacando un bolígrafo de oro y una chequera de cuero–. ¿Un millón? –le dijo de pronto, abriendo la chequera.

–¿Un millón de qué? –Jian parpadeó, totalmente perplejo. Él respiró con impaciencia.

–Dólares. No te hagas el ingenuo, Jian. Los dos sabemos que esto va a costarme bastante.

Jian se quedó boquiabierto. ¿Acaso se había vuelto loco? Él esperaba, expectante.

«Un momento…», se dijo Jian. ¿Acaso estaba desesperado?

La mente del joven volvió atrás como quien rebobina una película. Sang y él estaban casados, por lo menos ante la ley. Claramente se había convertido en un problema para él, pero Lee Sang rara vez debía de toparse con un inconveniente que no pudiera resolver con un cheque en blanco.

«Uh, qué interesante», pensó.

Soltó una carcajada y puso el sobre encima de la mesa. No quería el dinero de Sang, pero tampoco iba a rechazar la recompensa que sin duda se merecía.

¿Qué joven lo hubiera rechazado? El divorcio no tenía por qué efectuarse en cinco minutos. Iba a estar en Seúl durante un par de semanas por lo menos, así que, por primera vez en su vida, el señor Lee iba a conocer lo que era estar a merced de otro.

Jian respiró hondo, se centró un poco y recordó a Taeho. Su amigo era brillante en esas cosas. Él hubiera sabido exactamente qué hacer.

De pronto la respuesta apareció ante él como la luz de un faro en mitad de la noche.

–Me parece que en Seúl funciona lo de los bienes comunes, ¿no? – le dijo, levantando las cejas.
Sang parecía confundido, pero entonces su mirada se endureció. Estaba furioso.

«Qué pena…», pensó Jian.

–No recuerdo haber firmado ningún acuerdo prematrimonial –añadió. Ya empezaba a disfrutar de la situación.

–Quieres más dinero, ¿no? –le dijo él en un tono ecuánime.

En realidad lo que Jian quería era recuperar su vida, su carrera.

–Me echaste –señaló, sintiendo el deseo de recordárselo.

–Todo lo que hice fue rescindir un contrato –le dijo él.

–Sabías que yo sería el chivo expiatorio. ¿Quién va a contratarme en Seúl a partir de ahora?

–No me gustó tu proyecto de renovación –dijo él, sin perder la calma.

–Sólo trataba de sacar a tu edificio de los años treinta.

El edificio sede de Lee Transportation tenía un potencial infinito, pero nadie se había molestado en aprovecharlo durante más de cincuenta años.

Él la fulminó con la mirada durante unos segundos.

–Muy bien. Como quieras. Te eché de la empresa. Te pido disculpas. Ahora, ¿cuánto quieres?

Jian se puso erguido, decidido a llevarse la victoria.

–Dame una sola razón por la que debería ponértelo fácil.

–Porque quieres estar casado tan poco como yo.

Lo cierto era que tenía razón. La idea de ser el esposo de Lee Sang le hacía sentir escalofríos.
Escalofríos de desprecio, sin duda. De haber sido cualquier otro hombre podría haberlo confundido con una sensación de deseo, pero ése no era el caso.

–El esposo de Lee Sang… –dijo, fingiendo meditarlo un instante.

De forma deliberada, miró a su alrededor y contempló su destartalado apartamento.

–¿No tienes un ático en Gangnam?

Él apretó el botón del bolígrafo para sacar la punta.

–¿Me estas desafiando? ¿Quieres que llame a tu abogado?

Jian esbozó la primera sonrisa auténtica que sus labios habían dibujado en muchos meses.

–Sí –dijo–. Adelante. Llama.

Él se acercó un poco y Jian sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.
Se atravesaron con la mirada.

–También podrías dejarme los papeles del divorcio –dijo con una dulzura fingida–. Se los haré llegar a mi abogado para que los lea la próxima semana.

–Dos millones.

–La próxima semana –dijo Jian, tratando de disimular su propia reacción ante aquella suma desorbitada–. Un poco de paciencia, Sang.

–No sabes lo que estás haciendo, Jian.

–Estoy velando por mis propios intereses.

En realidad ésa era la decisión más sabia. Los documentos del divorcio podían esconder cualquier cláusula perniciosa. ¿Quién podía saber lo que la manada de abogados de Lee Sang era capaz de hacer?

Ambos guardaron silencio. El bullicio del tráfico retumbaba cinco pisos más abajo.

–No me fío de ti, Sang –le dijo sin contemplaciones, y era cierto.

La expresión de él se volvió de hierro en una fracción de segundo. Guardó el bolígrafo en el bolsillo, puso la chequera dentro del maletín y se alisó los hombros de la chaqueta con un gesto deliberado. Unos segundos después, la puerta se cerró de un portazo.




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yota´s news : De regreso?

 Buenas tardes a todas las lectoras. Después de un año  y casi 4 meses regreso a saludarlas y comentarles nuevas.  Me gustaría decirle...