Amante del Aristócrata- Capítulo 5



    Se detuvieron en Newbury para almorzar en una modesta posada que Kangin frecuentaba desde que había heredado la propiedad de Bridgewater. Sabia que el sitio era más limpio que la  mayoría y que la comida era excelente. Más aún, ofrecían un comedor privado a aquellos que no querían codearse con los parroquianos.

 Era un servicio bastante caro como para que solo pudieran disfrutarlo las clases acomodadas, y puesto que Kangin aún no conocía las costumbres de Leeteuk,  no quería arriesgarse a descubrir que carecía de buenos  modales a la vista de todos los comensales.

    Sin embargo, los modales del joven eran impecables. No tendría que temer que lo avergonzara si por  casualidad comían con otros conocidos. Y no veía razón para mantenerle escondido cuando se mudaran a  Londres. A fin de cuentas, en la ciudad había muchos  sitios donde uno podía llevar a un amante sin correr el riesgo de encontrarse con personas que se sentirían agraviadas por la presencia de alguien de la clase y la profesión de Leeteuk.


     En el coche lo había estudiado durante largo rato  sin que Leeteuk lo advirtiera. Sentado con recato y decoro y vestido con ropa que, sin ser cara, era perfectamente adecuada para un joven señor, bien podría haber pasado por el hijo de un duque.

     Su ropa le había sorprendido. Incluso a esa hora de la mañana, no esperaba verlo con un atuendo tan insólito para un amante. Si eso era lo mejor que había encontrado en su maleta, tendría que comprarle algo más apropiado.

     También le desconcertaba su forma de hablar. Su dicción era mejor que la de muchas personas de clase alta que, como él, tendían a chapucear las frases. Pero Leeteuk a la luz del día era una revelación. Mucho mas bonito que la noche anterior, cuando parecía  tan rígido y aturdido a causa de los nervios.

     Tenía un cutis impecable, de un suave tono crema que hacía que  su rubor resultara aún más atractivo. Sus cejas finas y  arqueadas realzaban unos ojos almendrados que parecían incluso más grandes gracias a las tupidas pestañas  negras que los delineaban.

     Esos ojos tan expresivos cuando se llenaban de inocencia, enfado o simple confusión. Tendría que descubrir cuánto de lo que veía en ellos era verdad, y cuánto un astuto artificio.

    Le encontraba fascinante; de eso no cabía duda. La noche anterior había tardado siglos en conciliar el sueño sabiendo que estaba bajo el mismo techo, mientras que Leeteuk había dormido como un ángel. Eso le había molestado. El joven no había permanecido despierto, esperando su visita, porque ignoraba que estaba en la casa del hombre que le había comprado. Había pensado que ese hombre era Minho.

    Kangin aún no comprendía su propia reacción ante el malentendido. Apenas conocía a ese joven. El solo hecho de haberle comprado no justificaba sus celos... al menos por el momento. ¿Y celos de Minho?

    Claro que su primo no había disimulado su deseo de comprarlo. Y Leeteuk había reconocido que lo encontraba apuesto. Naturalmente, si hubiera dicho lo contrario jamás lo habría creído. Todos los jóvenes encontraban a Minho excepcionalmente atractivo. Y desde luego no se había dejado engañar cuando Leeteuk había asegurado que lo prefería a él. Era más que evidente que mentía.

    Pero no debía preocuparse por esas cosas. Al fin y al cabo, no tenía el menor deseo de que se enamorara de él y empezara a fantasear con un hogar e hijos propios. Ningún hombre quería una cosa así de su amante. Y ahora, después de lo que había pasado en el coche, sabía que lo deseaba con todo su ser.

    La falta de sutileza del chico se había sumado a su propia pasión para formar una extraña mezcla que había desbordado su deseo. Todavía no podía creer cuánto le había deseado en el coche y cuánto tiempo había necesitado para recuperar la compostura.

    Lujuria. Debía reconocer que era el sentimiento más idóneo y conveniente que uno podía abrigar por un amante, de modo que no estaba disgustado. Puede que Leeteuk hubiera preferido a Minho en lugar de a él, pero su reacción había sido más que satisfactoria.

    Todavía absorto en los mismos pensamientos,  cuando acabaron de comer Kangin señaló, aunque más para sí que para Leeteuk:

    —Estoy tentado de alquilar una habitación aquí mismo; vaya si lo estoy. Pero tengo la impresión de que la primera vez que hagamos el amor tardaremos varias  horas, y en tal caso llegaríamos demasiado tarde a Bridgewater... ¿Por qué te sonrojas?

    —No estoy acostumbrado a esta clase de conversación.

    Kangin rió. Su fingida inocencia le resultaba divertida. Se preguntaba cómo pensaba mantener la farsa cuando por fin llegara el momento decisivo. Pero lo  descubriría esa misma noche, ¿no? Y esa perspectiva  lo hacía muy feliz.

    —No te preocupes, querido. Pronto te acostumbrarás.

    —Eso espero —respondió—. De lo contrario  necesitaré aligerarme de ropa. Estos rubores constantes  me dan calor.

    Kangin soltó una carcajada.

    —Pues yo esperaba ocuparme de ese detalle.

    —¿Lo ve? —dijo Leeteuk mientras se abanicaba con la mano la cara nuevamente encendida—. Estoy pasando  tanto calor como si estuviéramos en verano.

    —Supongo que cuando llegue el verano será difícil  hacerte ruborizar —respondió Kangin, aunque sospechaba que nada cambiaría puesto que el joven parecía  capaz de sonrojarse a voluntad. Sin embargo, no tenía intenciones de terminar con una farsa que por el momento le resultaba divertida—. Ahora será mejor que nos vayamos antes de que cambie de idea y alquile una habitación.

    Lo cierto es que el joven no brincó de la silla y corrió hacia la puerta, pero estaba claro que luchaba contra su deseo de hacer exactamente eso. Kangin cabeceó mientras lo seguía hacia la puerta. Extraño muchacho.
Si hubiera podido dar crédito a las apariencias, se habría sentido verdaderamente confundido. Pero había conocido demasiados jóvenes sofisticados para saber que todo formaba parte del juego de seducción: esos pequeños artificios estaban destinados a divertir a los hombres, más que a engañarlos o a crear una falsa impresión.

    Faltaba quizá una hora para que se pusiera el sol cuando llegaron a la cabaña para campesinos de la finca de Kangin. La casa tenía una habitación con una cocina en un extremo, una mesa en el centro y una pequeña zona en el otro extremo que, a juzgar por la presencia de un canapé grande y mullido, debía de hacer las veces de sala de estar, en el fondo había un dormitorio y un minúsculo cuarto de baño con una tina redonda en lugar de una bañera. Allí  no habían llegado los adelantos de la vida moderna.

     Los escasos muebles cubiertos de polvo atestiguaban que el lugar había estado deshabitado durante mucho tiempo. Había unas cuantas ollas colgadas de la pared encima del fregadero, una mesa pequeña con dos sillas y, en la alcoba, una sola cama sin sábanas. Tampoco había armario. Pero la cabaña estaba en buen estado; la madera  de las paredes no estaba podrida ni había grietas que  dejaran pasar el aire. Con una buena limpieza y unos  cuantos artículos básicos quedaría acogedora.

     Tras echar un vistazo al lugar, Kangin fue a buscar leña a un cobertizo situado detrás de la casa y encendió el fuego. Cuando terminó, se sacudió el polvo de las  manos y se volvió hacia Leeteuk.

      —Tengo que ir a la casa para avisar que he llegado   —dijo—. Preferiría que nadie supiera quién eres y qué haces aquí, así que cuanto menos te dejes ver, mejor. Nunca he traído a un joven a este sitio, ¿sabes? Si te vieran, te convertirías en la comidilla de los criados y la  noticia llegaría pronto a oídos de mi padre, cosa que preferiría evitar. Pero haré que te traigan sábanas y algunas otras cosas esenciales y regresaré pronto. ¿No te importa quedarte solo un rato?

      —Claro que no —respondió Leeteuk.

      Kangin le obsequió con una amplia sonrisa, aparentemente complacido al ver que no se quejaba de las condiciones del lugar.

     —Estupendo. Y quizá podríamos cenar en el pueblo cuando regrese. Está a apenas un kilómetro y medio de aquí y creo recordar que hay algunas fondas excelentes. —Mientras hablaba se acercó a Leeteuk, que  estaba sentado a la mesa, y se inclinó para besarle brevemente en los labios—. No veo la hora de que llegue esta noche, querido. Y espero que compartas mi impaciencia.

     Leeteuk se ruborizó otra vez, pero Kangin ya no estaba allí para verlo. Cuando la puerta se cerró tras él, el  joven suspiró. ¿Esta noche? No. No estaba impaciente.

 Para evitar pensar en ello, decidió adecentar un poco el  lugar. Descubrió un par de cajas en el cobertizo del fondo: una estaba llena de platos rotos y en la otra había trapos y un cubo.

    Usó los trapos para quitar el polvo de los exiguos  muebles y para limpiar las ventanas y los armarios vacíos de la cocina. Pero no podía hacer mucho más sin jabón y sin escoba. De modo que poco después se sentó a esperar la llegada de Kangin y de las cosas necesarias para convertir la cabaña en un lugar habitable.

    Sin embargo, pronto anocheció y el cansancio de un largo día de trajín le pasó factura. En el coche, Leeteuk se había sentido más cómodo durante los breves momentos que había permanecido sentado sobre el regazo de Kangin que durante el tiempo que había estado frente a él, bajo su atenta mirada que parecía querer leer sus pensamientos. Había sido una experiencia agotadora. Así que antes de que llegara nadie se durmió en el canapé, abrigado por la manta y el calor del fuego.



   Leeteuk no supo qué pensar a la mañana siguiente, cuando despertó y encontró la cabaña en el mismo estado que la noche anterior. Por lo visto, Kangin no había regresado, o si lo había hecho, no se había molestado en despertarlo. Pero era evidente que no se había quedado, pues no estaba allí en esos momentos. Como tampoco los enseres que había prometido.

    Aquel imprevisto lo mantuvo en ascuas durante horas, preguntándose por el motivo de aquel cambio de planes. No se le ocurría nada. Lo único que podía hacer era esperar. La noche anterior Kangin había dejado claro que no quería que fuera a la casa, así que ni siquiera podía ir a buscarlo para averiguar qué ocurría.

    Por fortuna tenía el cesto que le había preparado la señora Yoonji y que no había tocado el día anterior. Estaba hambriento. En el interior encontró un plato con cuatro bollos envueltos en un paño de cocina, un bote de mermelada y un cuchillo.

    Pero sólo consiguieron contentar su estómago durante unas horas, y Leeteuk  deseó haber dormido más en lugar de despertarse con las primeras luces del alba que se filtraban a través de las ventanas sin cortinas.

    A mediodía estaba demasiado preocupado para hacer caso de la advertencia de Kangin sobre los posibles rumores que despertaría su presencia. Ya no le importaba lo que hubiera pensado enviarle; era la comida lo que más le preocupaba, y también la falta de recursos para conseguirla.

   Kangin no le había dejado dinero ni un medio de transporte. Si no regresaba pronto, tendría serios problemas. La clase de problemas que lo habían empujado a venderse como amante.

    Pero, naturalmente, Kangin regresaría. No le cabía la menor duda. El problema era cuándo. Por lo visto había olvidado que no había alimentos en la cabaña. Por la tarde, al ver que el caballero no volvía, el hambre empujó a Leeteuk a desobedecer sus órdenes. No podía hacer otra cosa. Tenía que encontrarlo.

    Pero en cuanto abrió la puerta encontró su carta. Estaba metida en la rendija de la puerta y cayó al suelo cuando el joven se disponía a salir. Desde luego, Leeteuk no sabía de quién era hasta que rasgó el sobre y la leyó:

        Querido Leeteuk:

        Nada más entrar en la casa un mensajero de mi padre se abalanzó sobre mí. Al parecer, requieren mi presencia en SM con suma urgencia, lo que significa que debería haber estado allí ayer. No quiero perder un solo minuto, por eso envío esta nota en lugar de acudir en persona.

        Ignoro por qué me han enviado a buscar, pero debería estar de vuelta en un par de días. Si no fuera así, te lo haré saber. Confío en que te encuentres  cómodo hasta que volvamos a vernos. Hasta entonces... Saludos cordiales,

                                             Kangin.

    ¿Confiaba en que estaría cómodo durante un par de días? ¿Cuándo se había marchado con tanta prisa que había olvidado enviarle las cosas más imprescindibles para adecentar la cabaña? ¿Cuánto tiempo tardaría en caer en la cuenta de que no había hecho los arreglos necesarios y en tomar medidas al respecto? Estaba preocupado por la llamada de su padre y sin duda pensaría más en eso que en Leeteuk. Podrían pasar días...

    ¡Qué desconsideración! ¡Qué negligencia! Leeteuk estaba ya tan hambriento que perdió la cabeza y arrojó  la carta al fuego, donde le habría gustado arrojar al propio Kim Kangin.

    Tardó casi media hora en localizar la casa, que era la más grande de la zona. No era simplemente una casa de campo, como había supuesto Leeteuk, sino una auténtica finca, con cuadras, huertos y un ejército de criados.

     Pidió hablar con el ama de llaves y le explicó que  lord Kim le había alquilado la cabaña para unas breves vacaciones y que había prometido que estaría correctamente amueblada y bien provista de alimentos, cosa que no había resultado así. Un pequeño problema,  fácil de resolver. O al menos eso esperaba. Pero el ama  de llaves no se lo puso tan fácil.

     —Yo no me ocupo de los arrendatarios de lord Shin dong... quiero decir lord Kangin, señorito. Bastante tengo  ya con atender esta enorme finca, considerando la poca ayuda con la que cuento. El capataz de lord Kangin se ocupa de los inquilinos. Lo enviaré a la cabaña en cuanto regrese, al final de la semana. Estoy segura de que él solucionará sus problemas.

     —No me ha entendido —dijo Leeteuk y procuró explicarse mejor—: Ya he pagado por el uso de la cabaña, y no he traído más que la ropa imprescindible para mi   estancia aquí porque me aseguraron que en la cabaña  habría comida, ropa de cama y todo lo necesario.

      El ama de llaves arrugó el entrecejo.

     —Entonces permítame ver su contrato de arrendamiento. Yo debo responder por todo lo que sale de esta  casa, incluida la comida. No puedo darle nada sin instrucciones expresas del señor, y él no me dio ninguna  cuando estuvo aquí anoche.

     Naturalmente, no había ningún contrato de arrendamiento. Y la única prueba que tenía Leeteuk de que conocía siquiera a Kangin era la carta que había arroja do al fuego.

     Razón por la cual, se vio forzada a decir:

     —No se preocupe. Pediré crédito en Bridgewater, si usted me indica cómo llegar allí.

     —Desde luego, señorito —dijo el ama de llaves,  nuevamente amable ahora que sabía que no tendría que sacar nada de su despensa—. Llegará allí por el camino  del este. —Señaló en esa dirección.

     Leeteuk se alejó de la finca sintiéndose mortificado. Si no hubiera mentido acerca del alquiler de la cabaña, quizá habría obtenido la ayuda que necesitaba. Pero había querido guardar su relación con Kangin en secreto, tal como él deseaba, y ésa era su recompensa: un ama de llaves suspicaz, que ni siquiera le había ofrecido  una taza de té con pastas.

    Regresó a la cabaña aún más descorazonado y hambriento. No tenía forma de conseguir crédito en el pueblo, desde luego. Se imaginó a sí misma pidiendo un préstamo en su condición de amante de lord Kim. El banquero se reiría de él y lo pondría de patitas en la calle.

    Pero al menos le quedaba algún objeto que podía vender en el pueblo para comprar comida. Tenía un reloj de bolsillo, una bonita joya con dos diamantes que le habían regalado sus padres al cumplir catorce años. También tenía aquel horrible traje rojo. Detestaba la idea de vender el reloj, pero  no tenía alternativa.

    Puso el vestido en el cesto de la señora Yoonji pensando que lo necesitaría para traer la comida a su regreso, y se dispuso a emprender el largo viaje hacia el pueblo. La cabaña no reunía los requisitos mínimos para vivir en ella, pero al menos en la cocina había agua fresca en abundancia y en el cobertizo leña suficiente para mantenerse caliente. Tenía incluso un plato y un bote de mermelada.

    Leeteuk comenzaba a sentirse algo mejor cuando llegó a Bridgewater a última hora de la tarde. Pero el pequeño sentimiento de optimismo que albergaba no duró mucho, pues ninguno de los joyeros con quienes habló demostró el menor interés por comprar su reloj.

    Ya anochecía cuando se dio por vencido y decidió probar suerte con el vestido.     La costurera, una tal señora Lafleur, estaba a punto de cerrar su tienda cuando Leeteuk llegó y sacó el  vestido rojo del cesto para enseñárselo. Cuando le dijo  que quería venderlo fue casi como si la hubiera insultado.

    —¿En mi tienda? —exclamó la mujer mirando el  vestido como si Leeteuk hubiera dejado una serpiente  sobre el mostrador—. No tengo esa clase de clientela,  joven, y nunca la tendré.

    —Lo siento —se vio obligada a decir Leeteuk—.  ¿Conoce a alguien que la tenga?

    —Claro que no —gruñó la mujer—. Podría darle  unas cuantas monedas por el corbatin, si puede quitarlo sin  estropearlo. Yo no tengo tiempo. El chico que me ayudaba con los libros de cuentas se enfermó y tengo pedidos que...

     Leeteuk no quería oír los problemas de esa mujer teniendo tantos en su haber, pero al menos le dieron una idea.

     —Le ayudaré con los libros si me compra el traje por cinco libras... —sugirió— y si  me paga algo más, desde luego.

     —¡Cinco libras! ¿Por un vestido del que sólo podré aprovechar la cinta? Le daré una libra por el lazo y pasarás los libros... sin ningún pago adicional.

    —¿Diez libras por dos libros?

     La mujer se escandalizó, y su cara naturalmente rubicunda se puso aún más roja.

    —¡Yo no pago esa cantidad ni por un mes de trabajo!

    Leeteuk pasó una mano por la manga de su chaquetilla.

    —Sé lo que vale la ropa de calidad, señora. Y si usted no pagaba a su ayudante esa cantidad por mes, le estaba estafando.

    Para desgracia del joven, su estómago escogió aquel momento para proclamar su hambre con un sonoro gruñido. Al ver la reacción de la costurera, Leeteuk supo que la mujer llevaba las de ganar.

    Una vez más, se vio obligado a cambiar de táctica y dijo:

    —Muy bien, diez libras por terminar tres libros.

    Ya era de noche cuando Leeteuk terminó de regatear con la mujer. Pero tenía una libra en el bolsillo y la promesa de recibir otras cuatro cuando terminara de pasar los libros de cuentas que llevaba en el cesto.

    Desgraciadamente, no encontró ninguna tienda abierta y se vio obligado a comer en una posada, lo que le costó tres veces más de lo que pensaba gastar. Pero aún le quedaban algunas monedas para comprar comida a un precio normal al día siguiente. También necesitaría una vela para escribir por la noche. Y al menos una olla decente, jabón y...

No había sido un día en absoluto agradable. Paradójicamente, se encontraba en la situación que quería evitar cuando había decidido venderse. Pero al menos tenía el estómago lleno. Y la esperanza de recibir más dinero cuando terminara la tarea que le habían encomendado.

    Sobreviviría... al menos lo suficiente para asesinar a Kim Kangin a su regreso.





    Kangin llevaba meses sin pisar su casa de SM. Como casi  todos los hombres de su edad, prefería la diversión, la sofisticación y los entretenimientos que ofrecía una ciudad como Londres a la vida de campo. Las dos fincas que le habían legado todavía no eran su hogar, o no en la forma en que lo era SM.

    Sospechaba que sus tíos —Zhoumi, Hyukjae y Siwon— compartían sus sentimientos, pues los tres se habían criado en SM. Su joven primo Sungmin también había vivido allí después de la muerte de sus padres. De hecho, Min, a quien llevaba sólo cuatro años, era como un hermano para él ya que habían crecido juntos en SM.

    Kangin había llegado en plena noche. En lugar de viajar en coche, había cogido un caballo de las cuadras para llegar antes. Y había estado tentado de despertar a su padre para preguntarle por qué lo había enviado a buscar. Pero la expresión horrorizada del mayordomo cuando le había preguntado si le importaría despertar al señor lo había convencido de que debía subir a su antigua habitación y aguardar a la mañana.

    Y tras pensarlo con más tranquilidad llegó a la conclusión de que había hecho lo correcto. Al fin y al cabo, si había acudido a su casa para ver cómo el techo se derrumbaba sobre su cabeza, despertar a su padre en plena noche sólo conseguiría hacer que ese techo fuera más pesado todavía. Aunque no recordaba haber hecho nada en los últimos tiempos que justificara la ira de Shindong. En realidad, no se le ocurría una sola razón para explicar su llamada.

     Naturalmente, Kim Shindong no necesitaba una razón para convocar a un miembro de su familia. Era el  mayor de los Kim, lo que lo convertía en el cabeza  de familia, y tenía la costumbre de enviar a buscar a sus parientes, en lugar de ir a verlos él mismo, ya fuera para  hablar con ellos, para informarles de algún asunto... o  para derrumbar el techo sobre sus cabezas.

El hecho de que Kangin tuviera otros planes, en este caso un hermoso joven  esperándolo en la cama, no podría haber  importado menos a su padre. Cuando Shindong requería la  presencia de algún familiar, éste debía acudir de inmediato. Así de sencillo.

     Así que Kangin aguardó hasta la mañana. Pero bajó a buscar a su padre apenas una hora después del amanecer. Claro que antes se encontró con Nari. No era de extrañar. Nari siempre parecía estar al tanto de sus visitas e invariablemente lo buscaba para darle la bienvenida. Era un hábito tan arraigado que si Kangin no la veía en una de sus visitas sospechaba que algo iba mal.

    Nari era una mujer madura de excepcional belleza, de grandes ojos castaños. Había comenzado a trabajar en la casa como doncella y luego había ascendido gradualmente en la jerarquía de los criados hasta ocupar el puesto de honor: llevaba veinte años como ama de llaves de SM.

   En el transcurso de esos años se había esforzado mucho para mejorar su educación, tanto que había conseguido librarse del acento vulgar que Kangin aún recordaba de su infancia y había adquirido una serenidad digna de una santa.

   Y como todas las mujeres de la casa, desde la cocinera hasta la lavandera, Nari siempre había tratado a Kangin y a Sungmin con un talante maternal, aconsejándolos, regañándolos o preocupándose por ellos cuando lo consideraba oportuno.

    Era una conducta natural teniendo en cuenta que ninguno de los dos niños había tenido una madre cerca cuando más la necesitaban. Shindong se había casado con su esposa Shinyoung, precisamente para darles una madre.

    Pero por desgracia las cosas no habían salido como esperaba. Lady Shinyoung era una mujer enfermiza que se pasaba la vida tomando los baños en Bath y rara vez estaba en casa. Kangin la tenía por una buena mujer, quizá un tanto nerviosa, pero lo cierto era que ningún miembro de la familia había llegado a intimar con ella.

    A veces se preguntaba si el propio Shindong la conocía o incluso si tenía algún interés por hacerlo. Eran una pareja extraña: Shinyoung de estatura baja, pálida y nerviosa; Shindong tan corpulento, robusto y bravucón. Kangin no los había visto intercambiar una sola palabra de ternura en todo el tiempo que llevaban juntos. Claro que no era asunto suyo, pero siempre había compadecido a su padre por la desafortunada unión con Shinyoung.

    Nari había aparecido silenciosamente a su espalda, mientras Kangin asomaba la cabeza en el estudio vacío de su padre. Su bienvenido a casa le había dado un susto de muerte, pero se había vuelto hacia ella con una  sonrisa amable.

    —Buenos días, Nari. Supongo que no sabrás dónde está mi padre a una hora tan temprana de la mañana, ¿no?

    —Claro que lo sé —respondió ella.

    En realidad, Nari siempre sabía dónde estaban todos los habitantes de la casa a cualquier hora. Kangin ignoraba cómo se las apañaba para saberlo, con lo grande  que era la casa y el pequeño ejército de personas a su servicio, pero Nari era así. Tal vez simplemente supiera dónde debía estar cada uno, y dado que controlaba con serenidad y firmeza todas las actividades domésticas, nadie se atrevía a estar en ningún otro sitio sin mantenerla informada.

    —Está en el invernadero —prosiguió—. Vigilando los rosales y rabiando porque no florecen de acuerdo con sus planes... O eso dice el jardinero —añadió con una sonrisa.

    Kangin rió. La horticultura era una de las aficiones de su padre, y se la tomaba muy a pecho. Era capaz de hacer un viaje a Italia si se enteraba de que por allí había un nuevo espécimen digno de su jardín.

    —¿Y por casualidad no sabrás por qué me ha enviado a buscar?

    Nari negó con la cabeza.

    —¿Acaso me crees capaz de husmear en sus asuntos personales? —dijo con tono regañón. Luego le hizo un guiño cómplice y murmuró—: Pero puedo asegurarte que esta semana no ha montado en cólera por ningún asunto en particular... aparte de las rosas.

    Kangin sonrió, aliviado, y resistió la tentación de abrazarla... durante cinco segundos. La mujer protestó entre sus brazos y dijo:

    —Eh, vamos, no querrás que los criados se hagan una falsa idea.

    Kangin rió y le dio una palmada en el trasero antes de alejarse por el pasillo, gritando por encima del hombro para que cualquier criado pudiera oírlo en un radio de cinco habitaciones a la redonda:

    —¡Pues yo habría jurado que todo el mundo estaba al tanto de que te amo con locura, Nari! Pero si no es así, y ya que insistes, guardaré el secreto.

    Las mejillas de Nari se encendieron de rubor, aunque vio marchar a aquel bribonzuelo con una sonrisa tierna y los ojos castaños llenos de un amor más grande del previsible. Pero de inmediato contuvo sus sentimientos maternales y continuó con sus obligaciones matutinas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

yota´s news : De regreso?

 Buenas tardes a todas las lectoras. Después de un año  y casi 4 meses regreso a saludarlas y comentarles nuevas.  Me gustaría decirle...